Cranbrook / Ignacio Ortiz Monasterio

En octubre, Fingal, su mujer y su hijo se mudaron a Cranbrook, una de las propiedades que el padre de Fingal había dejado en herencia.
     La propiedad había permanecido desocupada seis años, los mismos seis años que había demorado Fingal en poner su firma en las escrituras. Desde Cranbrook, Fingal no tardaría mucho más en llegar hasta York, donde presidía una sucursal bancaria mediana, y la salud del niño —le aseguraba Annamaria a Fingal— se beneficiaría de la naturaleza y la tranquilidad. Un mes antes del traslado, la antigua servidumbre había sido restituida.
     En la considerable superficie de Cranbrook, que miraba en el oriente las elevaciones de Devonshire, la casa ocupaba un punto posterior. Un estanque largo y rectangular, eje de los jardines, reflejaba la fachada. Magnífica en su anchura, la casa poseía un rasgo ascendente, una altura asociada con las oblongas ventanas, con el remate de ánforas en el techo o el reflejo en el agua.
     Fingal, Annamaria y Philander llegaron a Cranbrook a fines de octubre. El cuarto día de noviembre Fingal se sintió indispuesto y una semana más tarde murió. Tras días de confusión, Philander cayó en un estado de angustia. Una inquietud constante y una lucidez que lo mantiene alerta, explicó el médico. En momentos de crisis, Annamaria lograba salir de su estupor y apretaba contra sí, con excesiva fuerza, a su hijo. Lo demás eran continuas aunque ausentes visitas y espaciadas preguntas.
Philander no dormía. Iba de la cama al balcón de su cuarto, del balcón a la poltrona, en la que se sentaba unos minutos, de la poltrona a la cama. O recorría la casa. Pocas cosas había cambiado su padre antes de enfermarse. No había bajado el retrato del abuelo, Charles Farrington, que
gobernaba la escalera mayor, ni había retirado las imágenes religiosas que revestían los muros del amplio vestíbulo. Tampoco había dispuesto decoración alguna, de manera que Philander se sentía extraño en el lugar e intentaba ignorarlo al caminar. Sin embargo, en la sala de muebles encubiertos, en el cuarto escarlata que él mismo ocupaba y en el vestíbulo, reparaba en los tapetes superpuestos. Buscaba que la cortina metálica en la escalera fuera alzada y creía que el candelabro colgaba de muy alto. Arriba, en la recámara conyugal, permanecía un reclinatorio doble.
     La única posesión de su padre en Cranbrook era una pintura de la Crucifixión que descansaba en el piso del estudio contra una ventana. Sobre un fondo de penumbra o una ausencia de fondo, el cuerpo del Cristo presentaba un tinte bilioso y uno más, como de musgo, en las partes sombrías. Rostro y pelo eran regiones oscuras aunque había un poco de luz en la frente, la nariz, las mejillas, y un lánguido resplandor semejante al de una vela subsistía tras la cabeza. Si Philander tendía el cuadro en el piso, parecía que el Cristo sucumbía en esa ausencia de fondo, que la aparente quietud no era sino una caída continua.
Se dijo que Philander durmió de nuevo a los cinco días de la muerte de Fingal. Aunque la sirvienta lo había encontrado despierto en sus rondas, el niño había mencionado lo que debía ser un sueño. Por la noche, cuando se lo informaron, Annamaria se levantó y lo oyó: raudamente, por el camino que se aleja de Cranbrook, dos emisarios sin alas se llevaban a su padre. Sostenido por los brazos abiertos, apenas arrastraba, sin separarlas, las puntas de los zapatos. Los ángeles del Señor no veían al niño, pero en cierto momento se habían detenido y lo habían observado. De pie en el ancho camino, en medio de los campos color sepia y bajo el alto firmamento, el niño había visto cómo se llevaban a su padre sin que él hiciera nada.
     Al otro día, Philander estaba en la banca de piedra que mira el estanque, de espaldas a la casa, cuando una joven del servicio se acercó. Genet mantuvo silencio y después, mirando los jardines, preguntó qué hacía el señor, si pasaba mucho tiempo en ese lugar. «Su padre nunca venía», dijo después. «Se sentaba justo afuera de la casa, en una de las bancas de hierro, la de la derecha». Más adelante señaló un área del césped próxima al estanque y añadió: «El padre de su padre, en cambio, se paraba ahí mismo. Con las manos tomadas tras la espalda recorría el jardín y terminaba allí. ¡Más de una vez lo vi en ese lugar, vestido de traje negro, tal como usted el día de hoy!». Philander se había apartado y la miraba de frente, lívido. «Venga», le dijo ella, estirando su brazo, «lo llevaré a casa».
     Una o dos noches después Philander sintió compañía en su cuarto. No lo supo en el momento sino una horas más tarde, cuando volvió a despertar. En su espaciosa habitación había estado una legión. Opacos y medianos, los visitantes se habían distribuido en una cornisa angosta y desde esas alturas hacían guardia. Él había abierto los ojos y ahí, respirando en la penumbra, los había sorprendido. Philander había cerrado los párpados lentamente y se había quedado quieto para no ser sentido ni descubierto.
     Cuando recordó esto, salió de entre las sábanas y fue al cuarto de su madre. La despertó, y ella quiso que rezaran. «No, no quiero», le decía Philander, pero ella, descompuesta, lo tomaba de los hombros, agachada, y con ojos muy abiertos repetía: «Vamos a rezar, hijo». Annamaria lo jaló de una mano, lo llevó al reclinatorio y él se dejó arrastrar, pero cuando estuvieron junto al mueble, Philander se desplomó, quedó boca arriba sobre la base de terciopelo, y su madre, de pie e inclinada hacia él, lo llamaba. Y Philander sentía que a través de ella Dios lo hundía, que un enorme peso, el de los cielos, caía encima de él y lo precipitaba. «Es Dios, mamá», decía el niño, retirando su rostro lo más posible. «Es Dios que viene por mí».
     «El niño la necesita», dijo el doctor a su madre dos días después, junto a la puerta del cuarto escarlata. Philander habría de tomar las gotas de un medicamento nervioso disueltas en agua pura, por las mañanas y antes de acostarse. Había estado dos noches y un día en la oscurecida recámara mayor, en la cama de su madre. Por entre los cortinajes orlados adivinaba la penumbra anterior al día y a la noche y en su pecho y su mirada se repetía con precisión un vacío. Entonces tenía que escapar del colchón y del peso del edredón y, lívido por dentro y a la vista, caminaba de prisa en la recargada habitación. Ahora, de vuelta en su cuarto, sintió sosiego al ingerir la dosis. Pidió a su madre que abriera tan sólo a la mitad las cortinas de patrones púrpura, y la luz de sol atravesó oblicuamente los velos de raso y tocó los tapetes, que despedían visible polvo. Un pajarito cantó. Philander reposó esa mañana. Seis veces quiso que Genet depositara al pie de su puerta una bandeja con chocolate amargo, e incluso desplegó sobre la cama un libro de láminas entintadas, que retiró sólo hasta que oscureció. Dormitando en ocasiones, Philander tuvo descanso esa noche.
Despertó con el alba, al día siguiente. Abrió las puertas del clóset, vistió su traje negro, se lavó la cara y salió al jardín. Era un día tibio y claro, podía distinguirse el cielo aunque había una atmósfera de bruma traslúcida. Philander tomó por la derecha, a un costado de la casa, y luego jardín adentro. Altas hileras de árboles de corteza blanca y hojas amarillas lo flanqueaban. Al llegar a la rotonda dobló casi de vuelta por otra vía que encaminaba a Cranbrook y a la mitad, sentado en una banca, vio un hombre de presencia compuesta y agradable. Era su padre. Lo esperaba tranquilo, con la vista hacia él y las piernas cruzadas. Philander fue a sentarse a su lado, un poco encorvado, y recargó la cabeza en su hombro. Largo rato se estuvo así.
     Después el niño continuó, camino a la edificación. La compañía serena de su padre le había dicho que podía estar tranquilo, que Dios ya no le haría daño. Philander comió poco y al terminar, una hora más tarde, subió a su habitación. La tarde descendió por el lado opuesto de la casa, la luz salió del cuarto por las ventanas.
Días después, en uno de sus paseos, Philander vio a su madre acompañada. Ya no caminaba el niño de manera repetida por el parterre frontal sino que, de traje negro, iba a otros lugares. Le gustaba avanzar por el parque del estanque, caminar a un costado de éste, rebasarlo y alcanzar el belvedere. No subía a la terraza. Tomaba asiento bajo uno de los arcos y desde ahí contemplaba. Llevaba en ocasiones un libro o una partitura. La abría sobre sus piernas y sin soltar las orillas, erguido, leía la música. O iba al otro extremo de la propiedad. Recorría entre árboles la calzada de los carros y se detenía justo en la entrada.
     Si en lugar de ir hacia el belvedere avanzaba un poco más hacia el poniente, a las escalerillas, Philander encontraba el jardín íntimo. Elevado con respecto al gran estanque, era una superficie rectangular. Había sido creado en medio de árboles perennes que crecían muy por encima de él, y una balaustrada baja lo delimitaba. Al fondo, una banca de piedra y respaldo alto que miraba al jardín hacía las veces de borde. Lo que veía Philander desde la escalinata era el profundo rectángulo de arreglos florales superficiales, el ancho asiento en el otro extremo y el claustro de los árboles alrededor.
     Ahí, sentada en esa banca, reconoció a su madre. No se había arreglado, al parecer había dejado la casa sin pensarlo, para venir hasta acá. Se había puesto sólo un suéter y del acomodo de su cabello acababa de escapar una mecha. Miraba hacia abajo. A la izquierda estaba su acompañante. Tampoco descansaba contra el respaldo; inclinado hacia delante, apoyaba en las piernas sus antebrazos. A pesar de la distancia, Philander sabía que el hombre miraba ávidamente al frente y que movía un pulgar, como si persiguiera una solución. Su cabello lucía muy diferente, había sido engomado y peinado con extremo cuidado, tal vez con la vanidad de otra edad, y vestía de modo más atrevido, pero no había duda, era su papá, y estaba sentado cerca de madre.
     Y parecía que Philander los hallaba en la hora en que la tristeza de una separación larga e injusta socava el ánimo de los amantes, tiempo después del desesperado encuentro y en la misma hora en que han reñido con mesura en busca de una salida, y al no encontrarla se sumen en silencio. «Esto apenas comienza», parecía decir su madre con su mirada baja y su espalda derecha. «¿Cómo? ¿Cómo?», se preguntaba su padre, moviendo nerviosamente el pulgar.
     Philander se había plegado un poco para poder observarlos por más tiempo, y ahora juzgó que debía retirarse. Luego, en el jardín frontal, vería pasar la figura de su madre, la vería cruzar de camino a la casa. Fue él también a la casa un minuto más tarde y la encontró sentada en la sala. Los muebles de la sala seguían cubiertos y tres de las cortinas metálicas cerradas, sin embargo, ella ocupaba un sillón de figuras blancas y lilas que miraba a la ventana, y un té despedía vapor en la mesita. Philander permaneció junto a la puerta, tras abrirla. Ella volteó un momento después y lo miró con tristeza. Pero él sentía ilusión, tenía cierta esperanza y le sonrió, y ante esto ella terminó por reír un poco e inclinar ligeramente la cabeza.
     El segundo encuentro ocurrió días después. Era muy de mañana. Hacía veinte minutos, media hora, que había salido al jardín a caminar cuando por entre las líneas de árboles, al otro lado de un parterre, los distinguió. Eran un aspecto más de los contrastes matinales, pero Philander sabía que se trataba de ellos. Su madre estaba sentada en una banca, era la misma banca donde él se había encontrado con su padre. Parecía estar un poco girada a su derecha y se cerraba una parte del suéter sobre la otra. Él estaba varios pasos más allá. Perfectamente de espaldas, con una mano en el bolsillo del reloj, fumaba, y contemplaba el siguiente parterre. Philander los había visto sin dejar de avanzar. Luego, de un momento a otro, su madre parecía haberse vuelto hacia él y seguir con la mirada su marcha. Lo siguió por un tiempo, después se levantó y partió. Alcanzaba ya el extremo contrario cuando Philander entró en ese camino. Su padre se había detenido metros detrás de ella, con la mano en el bolsillo de un modo que parecía postizo. Por un momento aguardó de cara a él y después, sometido a cierta rigidez, echó a andar de nuevo. Philander no los siguió, eran ellos quienes lo dejaban atrás. Tomó en la otra dirección, hacia el estanque y el belvedere, y se alejó.
     Cuando regresó a la casa por la tarde, Philander subió al cuarto escarlata. Si su mamá lo esperaba en la sala o inclusive en el vestíbulo, deliberadamente la había ignorado. Sólo se había detenido en el estudio. Había abierto la puerta y reconocido adentro la Crucifixión de su padre. No estaba recargada apropiadamente contra el ventanal, tal como él la había dejado, sino invertida: la imagen apuntaba hacia abajo. La volteó con dificultad y salió. En el cuarto escarlata redactó una carta. La dirigía a sus padres y reclamaba con claros argumentos que lo hubieran ignorado, que no lo dejaran reunirse con ellos. Luego fue al cuarto de su madre y la dejó en el buró.
Philander no recibió contestación esa noche ni vio un sobre deslizado por debajo de la puerta al inicio del otro día. Contenido, sin embargo, mantuvo sus planes para las horas siguientes. Como todas las mañanas, caminó en los jardines. Caminó por las calzadas del jardín principal, en los alrededores del estanque, bajo los altos techos del belvedere. Era muy temprano aún cuando volvió. Se dio un baño y dedicó más de una hora al desayuno en el vacío comedor. Luego atravesó el hall hacia la biblioteca y se instaló ahí. Desde la puerta se le podía reconocer al fondo, revisando un libro junto a una de las ventanas. A las dos de la tarde subió a dormir. La tarde se trocó mientras dormía. Se serenó. La luz se tornó ambarina, las sombras se disgregaron. Por entre árboles entraba esa luz en su cuarto cuando despertó.
     Al despertar, le pareció que había escuchado una voz retirada, que la voz había ascendido hasta su habitación por el tiro de las escaleras. Salió descalzo y, asomándose abajo, vio entreabierta la puerta del estudio. Bajó un nivel y caminó. No empujó la puerta al llegar sino que aguardó afuera. Pasó un minuto antes de que el sonido de una cuchara de plata percutiendo porcelana lo alcanzara. Philander movió la puerta hacia el estudio, vio primero el cuadro de la Crucifixión y en seguida los reconoció al fondo. Se hallaban en el sillón, y la lámpara en el centro del estudio era la única luz. Philander dijo algo desde la puerta, sus palabras apenas tuvieron peso, y fue hacia allá. Ahí también, en esa habitación grande y sin luz del exterior, su padre parecía trastocado. ¿En qué resultaba distinta su actitud, la manera en que estaba sentado? Philander pasó a un lado de la lámpara: su luz baja teñía a la pareja, sugería el pelo engomado, el cuidadoso peinado otra vez. Con intención, el visitante volvió el rostro hacia la luz y el niño pudo observar esas facciones. Podía divisar en ellas a su padre, pero no eran verdaderas. Philander se detuvo y el busto del hombre acabó de formarse. El lunar color negro, el amaneramiento de la mano izquierda, el desgarbo menor fueron evidentes. Él se volvió, le dirigió por un instante su mirada. Nunca había visto esos ojos. ¿Quién era el visitante, quién se sentaba a un lado de su madre? Philander veía en esa cara, en la boca amplia y levemente abierta, una marca de fastidio e intención, y pensó en el retrato de la escalera. Nunca lo había visto, nunca se había encontrado con él en Cranbrook; no tenía seña alguna de la apariencia de Farrington de joven, pero ahora lo veía y sabía que era él. El amante de su madre no era su padre sino Charles Farrington. Philander le habló a ella. Se sentía muy pesado, sumamente pesado. Él miraba hacia la puerta, retraía tenuemente los labios, nivelaba los ojos con aquel mismo fastidio. La puerta del estudio se abrió y se cerró. Farrington abrió la boca un poco, como atrapando y paladeando un aire. No se oyeron los pasos, Genet se deslizó sin demora hasta ellos, colocó la charola en la mesa de centro, a media distancia entre Farrington y él y, mirando a lo alto, preguntó si el señor tomaría ya su té.
     Al día siguiente Philander estuvo en los jardines hasta tarde. Llegó a ver a su madre buscándolo, llamándolo, pero la evitó. Por la noche, cuando entró a la casa, vio que las pinturas del vestíbulo estaban en el suelo. No se habían llevado ninguna aún. Se hallaban justo al pie de los espacios que habían ocupado en los muros. Los muros eran vastos y las marcas de los cuadros aparentes. ¿Por qué las habían bajado? Philander vio la marina de aguas embravecidas, vio el Diluvio y el Moisés, y en la pendiente de las escaleras el retrato de cuerpo entero de Charles Farrington. Philander subió deprisa. Encontró a su madre en la recámara principal, sentada en la silla de espaldas a la ventana. «No quiten las pinturas», le suplicó Philander. Había llegado hasta ella y estaba ahora a sus pies. «No los provoquen más», añadió, y lo venció el llanto, un llanto proveniente de las más espaciosas profundidades. Annamaria lo pegó a sus rodillas, lo acariciaba sin delicadeza con una mano, como reconociéndolo, e intentaba mirarlo a los ojos. Philander se levantó y fue a su habitación. En la cama, tomó el medicamento y acabó durmiéndose.
     Era tarde, su habitación, el pasillo y el resto de la casa estaban en vigilia cuando le pareció que ella lo besaba en la mejilla y regresaba a su cuarto. Más tarde escuchó ruido. Aguardó unos momentos y se paró. Por debajo de la puerta de su madre escapaban ligeras olas de luz. Philander fue, abrió la puerta, vio velas encendidas y en la cama, sobre su madre, a un demonio enviado por Dios. Su madre estaba desnuda, podía ver sus brazos extendidos y sus pantorrillas, y movía la cabeza hacia un lado y otro, como si soñara. El demonio se ondulaba lentamente encima de ella. Philander permaneció inmóvil bajo el marco de la puerta. Luego vio a Farrington. Desde la silla veía atenta, lúbricamente, la dilatada cópula. Separaba sus labios como lo había hecho en el estudio. Cuando el acto se consumó, miró a Philander sin odio ni interés y salió. El emisario de Dios y Farrington salieron. Una corriente de aire había apagado las velas y madre dormía inquieta.
     Philander bajó al hall, levantó un cuadro pequeño, el que tenía más cerca, y lo devolvió a su sitio en la pared. En la noche de la casa siguió colocando cuadros. Más tarde buscó sentarse. Despertó de mañana. El día comenzaba cuando oyó movimiento en el hall y miró. La claridad matinal era intacta, se oía el canto de pájaros y Genet, discreta, grácilmente, terminaba de poner las pinturas. Ahora colocaba con ligereza una mediana, la última. Philander cerró los ojos antes de que lo viera. Aun así supo que ella lo miraba sonriente un momento después, enterada de que había despertado.
     Annamaria bajó en busca de Philander. Se disponía a cargarlo de algún modo en sus brazos, pero Genet sugirió que podría hacerse daño, lo mismo que a la criatura. Annamaria se inclinó nerviosamente hacia Philander, le dio algunas palmadas en la mejilla para que despertara y caminaron al piso de arriba. Mientras él esperaba en una silla, ella preparó la tina, lo ayudó a desvestirse y lo enjuagó una y otra vez. Luego lo hizo ponerse la pijama, lo condujo a la cama escarlata y lo vio dormirse, sin separarse de él. Philander durmió hasta la hora de comer.
     Por la tarde, Annamaria se lo llevó a caminar. Salieron de Cranbrook hacia el este, donde los campos tomaban altura y la amplitud era de cuando en cuando interrumpida por salientes o caídas rocosas. Ascendieron por cosa de una hora. Nada se oponía a la expansión del abierto firmamento, de esa indefinida, serena combustión azul: una formación de piedra, los declives de pasto, pero nada. Annamaria llevaba aire a sus pulmones para que él la imitara. «Vamos a respirar hondo», decía en la vastedad, pero él no podía. Su madre estaba cerca de él, no se sentía solo, pero la belleza del entorno lo oprimía. Presenciaba la caída y el ascenso de los campos y sus promontorios, veía el incierto horizonte, miraba el misterio del firmamento, y en todo ello veía a Dios. Dios estaba en todas partes, sobre todo en el cielo numinoso. Había permitido que se consumiera y ahora dejaba caer sobre él el peso disperso de su majestuosidad. Sin estar en la amplitud se manifestaba en ella, tal era su omnipresencia. Ocupaba el lugar de la belleza, de todo lo formidable. «¿Por qué no me quiere, mamá? ¿Por qué le soy indiferente y me daña?», preguntaba de cara a los declives y al cielo como de cara a un abismo superior y sin orilla alguna. «¿Por qué, mamá?», pronunciaba, tirado de costado en el suelo. Annamaria lo removía, le alzaba la cabeza, que volvía a caer un tanto inerte, y lo jalaba, hasta que logró que se sostuviera en pie. Les tomó tiempo volver. Annamaria se llevaba una mano al vientre como cuidando de éste, y no dejaba de atender nerviosamente a Philander, de mirar su avance, de intentar sujetarlo. Lo condujo hasta la cama del cuarto matrimonial, llamó con una sola voz, por el tiro de la escalera, a Genet, y cuando la vio aparecer abajo le pidió que fuera en busca del doctor, que volviera con él lo antes posible.
     Philander tomó el medicamento. Annamaria incrementó la dosis y se la dio en agua. Pese a esto, la impresión que habían causado en él los campos abiertos no se extinguía. Era nítida y de una dimensión equivalente a la real, y se desarrollaba en él. Era como si Dios hubiera escogido esas colinas para acabar de manifestársele, para comunicarle cabalmente su naturaleza y su relación con él. El medicamento tenía efectos en su carne, la adormecía, pero en su interior el desasosiego continuaba. Cuando abrió los ojos por última vez no había luz alguna en la habitación, sólo un aire iluminado de luna que entraba por las ventanas. Había abierto los ojos justo al cobrar conciencia, al cobrar esa conciencia perturbada. Su madre estaba dormida a su derecha, se había quedado vestida, tal vez vigilándolo, y otra vez cuidaba de su vientre con una mano. Philander no pudo más. Sentía su corazón palpitar débilmente pero aprisa, como si su solo propósito fuera seguir llenándolo con la impresión que se había instalado en sus cavidades. Philander necesitó destaparse, se pasó las manos por el pecho y por el cuerpo entero, como queriendo despegarse algo. Sin embargo no sintió ningún alivio, se alejó de la cama y salió descalzo.

Como alertada por algo, Annamaria despertó en cierto momento. No sintió a Philander del otro lado, se volvió con inquietud y no estaba ahí. Lo llamó con una voz alta y distinta, «Philander», se oyó en la casa; de pie intentó encender la lámpara. Sus manos se sacudían, pero logró encenderla y fue a buscarlo a todas partes. Se había asomado al balcón del cuarto escarlata, desde ahí le había gritado, pero el jardín estaba en lo suyo, no había señal alguna, nada mostraba la luna. Estuvo sin demora en el comedor, en el fondo de la sala, en la biblioteca. Luego salió a los jardines. Corriendo con la lámpara lo llamaba. Llegó hasta el belvedere. No sabía qué hacer, qué pasaba con su niño. Recordó posteriormente el estudio. Corrió todo lo que pudo. Subió aprisa el tramo de la escalera apenas alcanzó la edificación. Entró al estudio precipitadamente, estaba ahí la claridad de la luna, y al fondo, al pie de las ventanas, vio a Philander en el suelo. Detrás de la pintura de la Crucifixión, que seguía inclinada contra el ventanal, se asomaba inanimada la mano. Annamaria gritó, se precipitó hacia él. Había objetos tirados, los tapetes estaban alterados, como si un combate apenas hubiera concluido ahí. Annamaria empujó la Crucifixión, la corrió parcialmente y Philander apareció. Detrás del lúgubre lienzo, como de un curtido escudo, se veía protegido. Su mano aún sujetaba el atizador, y en la clara mirada, en el rostro, pálido ya, y en el ademán de su cuerpo entero había miedo, pero también se asomaba una determinación, el rastro de una fe o de una herencia. Annamaria lo había sacudido, desesperadamente, y ahora lo sostenía entre sus brazos, abatida, sobre el abultamiento aún leve de su vientre.

 

 

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