Catorce / Brigitte Kronauer

Para entonces tenía veinte años. «¿Y qué es del amor, Rita?», me interrogaban con mayor frecuencia. Por la noche, rechinaba los dientes, yo misma no lo sabía. ¿Por qué todo salió mal? Luego, encima, como un castigo adicional, la curiosidad impertinente de muchos extraños y demasiados muy bien conocidos. Vivía por algunas semanas en una ciudad, en casa de una pareja de ancianos para los que, durante el doloroso mayo, debía sustituir un poco a la hija fallecida. Por eso tenía comida y alojamiento con ellos, mientras durante el día iba como estudiante a un trabajo vacacional bien remunerado, en una verdaderamente canosa oficina estatal, que por razones misteriosas para mí se llamaba «Unión de Estaciones de Energía». El hombre, un conocido de mi padre, me había gestionado este trabajo.
      Cada día él anunciaba al desayunar la hora exacta del amanecer, que siempre seguía avanzando más, y por eso, cada vez, parecía esperar un pequeño elogio. Del orgullo del viejo había que concluir que él mismo empujaba los cuerpos celestes arriba y más arriba. Con el solsticio de verano, sin duda, sus músculos estarían más relajados cada mañana. Después del trabajo, le ayudaba a él y a su esposa en su gran parcela. Pero casi siempre ya se había hecho lo más importante del día, y nos sentábamos en la terraza de follaje verde, nos deleitábamos con las lechugas y las diferentes aves, jugábamos a las cartas, bebíamos cerveza y todo me indignaba más de un día a otro.
      Pronto florecerían las castañas. ¡Las castañas! ¡Principios de mayo, y yo de veinte! Era para enloquecer. Nos sentábamos bajo el sol o bajo techo, en la terraza climatizada; platicábamos y constantemente se preguntaban los pájaros y los ojos traviesos de estas personitas arrugadas: «¿Qué tal el amor?». Debía tratarse de un crimen de la naturaleza y la civilización, si uno a esa edad no presentaba algún amante. Aun siendo yo realmente muy joven, pero «la juventud» debía ser algo que se tenía que conquistar como un objeto fuera de sí mismo. Una instancia invisible ordenaba traer el trofeo a casa.
      Encima se retomaba la costumbre tonta de las Festividades de los Mayos, incluso en las grandes ciudades. Hasta la lila se burlaba en silencio, con su fragancia desde la ventanilla de la glorieta; los lirios se mordían los labios, alegres ante el mal ajeno, cuando me inclinaba hacia ellos y quería aspirar su olor, en vez de recibirlos en ramo como regalo y en lo alto del pecho de alguien que se hubiese fijado en mí. Lo peor era cuando brillaban en la oscuridad, cuando en la suave luz de la luna se medio ocultaban, se medio desnudaban.
      Mis expectativas en el amor eran grandes y maravillosas. Aun cuando no tuviera un amado en ese momento, por supuesto, ya conocía el juego de manos, el ajetreo insignificante, que me era familiar. Lo mejor aún estaba por llegar. Yo estaba segura de eso, pues me sentía totalmente impregnada de amor. Dondequiera que miraba me estremecía, sentía todo el deseo y los espasmos del aire, ninguna pared mugrosa de casa representaba una barrera, todo se juntó en una canción y una exuberancia sin fin. El amor pasó a través de mí con energía eléctrica y conectó mis nervios con todos los objetos que el mes lúdico trajo, unía cada susurro de una voz masculina profunda en una habitación vecina. Con cada paso fuerte viril en el corredor mi piel se agitaba en olas y ondas de un temblor, un escalofrío.
      La garganta se me cerró, como si preparara un grito hasta lo alto de las nubes, hasta las pequeñas nubes de color plateado alrededor de la luna y hasta las pesadas, que apenas podían sostener a la lluvia en su hinchazón. Casi me disuelvo, me apoyaba en los muros de afuera y de adentro, estaba en medio del temporal del amor verdadero. Me llevaba en mi dolor por la ciudad y por los caminos desiertos del parque, cuando ya todos estaban frente a la televisión. Excepto las plantas, ellas me miraban y estaban a mi acecho.
La ley del amor de aquella primavera era implacable y plena de censura para mí, pues en realidad no había nadie que resistiera mi tensión. Parecía ser mi culpa que fuera así. Todo Cristo renunció ante los excesos de mi emoción desbordada. La insatisfacción no se encontraba en el mundo, sino en mí.
      Eso también me lo decía la mirada de aquella pareja de ancianos; lo decían incluso con tono de trueno los trenes de hormigas en las tablas de la glorieta. Obviamente, parte del amor era darse por satisfecho. En todas partes rondaban por ahí las novias con sus lindos novios. Todos ellos supieron conformarse.
      En la huerta familiar casi señorial, ubicada enfrente, a menudo un chico de catorce años venía en bici para visitar a su abuelo. Tenía una escasa pelusa negra en el labio superior, la voz ya enronquecía; un chiquillo confiado, que por la noche, cada vez con más frecuencia, trepaba por la cerca a casa y hablaba de la fábrica de chocolate de su padre. Era bienvenido por los tres, también porque nos daba regalos no muy costosos de la compañía de su padre, que comíamos juntos entre preventivas advertencias amistosas. Con eso sentí un poco menos el rechinar de mis dientes, por lo que, para mí, el chiquillo era bienvenido, aunque era un poco molesto en su afabilidad.
      «¿A ti te gusta el vestido de la chica o son los rizos?», dijo, para mi sorpresa, la anciana, una tarde, y se quitó los guantes de jardinería para tomar un bombón.
      El chico respondió muy serio: «No tiene ni un mínimo de rizos. No me gustan los rizos».
      Más tarde, de camino a casa, ella hablaba de una llamada de la abuela del chico. Él no hacía ninguna tarea de la escuela en lo absoluto; apenas era accesible. La anciana esposa lo dijo por decir sólo así, sólo bien entrados en el aire de mayo, que escaparía yo de buen grado del ardor. ¿Pero para qué, en qué sentido? Tuve la impresión, aún hoy, de que estos señores de edad avanzada, especialmente la mujer, lo habrían visto con verdadero alivio.
      Dos días más tarde, nuestro proveedor privado de chocolate llamaba a la puerta temprano en la noche. Puesto que estuvo lloviendo a cántaros desde temprano en la tarde, en vano había esperado por nosotros en el huerto. Estaba empapado por completo de su paseo en bicicleta, pero quería, de inmediato, hablar a solas conmigo. Así que nos sentamos uno frente al otro, en la sala de estar. Me miraba asombrado, solícito, y esperaba —pasando nervioso su mano por su vellito enternecedor— por mi sorpresa ante una caja de cartón envuelta en plástico por la lluvia, que deslizó hacia mí sobre la mesa. Probablemente un gran paquete de dulces para el cumpleaños de los niños.
      Pero se trataba de los zapatos más locos que había visto en mi vida, envueltos en papel de seda negro.
      ¡Probablemente también los más caros! Por un largo instante, sólo nos oíamos ambos respirar y mirábamos fijamente: el chico mi cara y yo los zapatos. Zapatos de cuero dorado hasta la suela, sin pieza intermedia. El talón se levantaba con una encantadora exageración, en la pierna imaginaria. El cuero tan costoso podía tratarse como una suave tela y remedar los pétalos de una flor alargada. El tacón, muy alto, se juntaba tan fuerte con la suela que el talón de perfil se ondeaba inicialmente en una curva rasante de dentro hacia afuera y luego otra vez hacia dentro y otra vez, como reincidiendo, hacia afuera. Completo, parecía como un calcetín lujoso de seda que se adhiere a un pie invisible, pero en un pedestal de oro. Probablemente en alguna parte existirían incluso seres que allí podrían dar un par de pasos.
      No sabía si tenía que reír o llorar de horror.
      Antes de que pudiera decidir, antes de que fuera pronunciada una sola palabra, volvieron a tocar y entró un hombre atlético a la habitación. Agarró al pequeño; le dijo secamente, varias veces, a la señora de la casa indignada, que era el conductor y estaba autorizado por los padres; también tomó el paquete, que yo había vuelto a entregar al chico, y desapareció con el niño desprevenido, que atónito me miraba
a mí, que presenciaba incrédula todo aquello, sin decir una palabra, sin una protesta frente al adulto poderoso y que apareció de improviso, por la primera y última vez,
en medio de un indefenso y endeble fervor.

Traducción de Juaísca Rodríguez y Christina Lembrecht
 
 
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