Flor del Vacío / Patricia Pérez Esparza

—Lo que llamamos pasado no es propiedad de nadie.
Pero si me presionaran a decir algo diría que tal vez sólo ejercemos propiedad sobre las palabras presentes que cuentan el pasado.
Y no sólo sobre las propias. Porque no es necesario saber de quién son las palabras. Pero, espere, ¿no es siempre lo que llamamos «instante presente» un momento sin palabras? Así, aunque
una persona esté conversando como yo, ¿el «instante presente»
en sonidos como y u o no es un silencio sin sentido?

YASUNARI KAWABATA 1  

El razonamiento me dice que a medida que envejezco
me aproximo a convertirme en esqueleto. Así que,
sin esperar el análisis, ya soy un esqueleto.

D. T. SUZUKI 2

 
1
 

«POR MÁS ALEJADO del mundo que uno pueda estar, el suicidio no es una forma de iluminación. Por muy admirable que sea, el suicida está lejos del reino de la santidad». Yasunari Kawabata, autor de lo anterior, se suicidó a los 72 años. Apenas cuatro años antes de su muerte había leído esa frase, parte de su ensayo «Visión en los últimos momentos», en su discurso de aceptación del Premio Nobel, el primero otorgado a un escritor japonés. ¿Qué olvido, qué desesperanza, qué miedos lo guiaron y acompañaron al final? ¿En qué se detuvieron sus ojos? No hubo nota póstuma.
    En ese ensayo, a propósito de Osamu Dazai, otro autor japonés suicida, resaltaba Kawabata el sentido que la muerte puede tener para un oriental, especialmente alguien con formación budista; parecía, escribió, que Dazai había querido demostrar una y otra vez que no había un arte superior a la muerte, y se preguntaba: «De aquellos que reflexionan, ¿quién no habrá pensado alguna vez en el suicidio?». 3

2

EN 1968, cuando recibió el Nobel, Kawabata tenía 68 años y en su lectura también mencionó a Ryokan, monje zen y poeta de finales del siglo XVIII y principios del XIX, «ya senil, a los sesenta y ocho años». La vejez parecía preocuparle. Fue uno de sus temas guía desde los primeros textos, interés constante, casi obsesivo. Y la memoria parece tomar un lugar esencial en esa vejez que vislumbra; indispensable bastión conforme pasan los años.
    En la mente de sus personajes parece abrirse una pequeña grieta por donde los recuerdos fluyen en un río incontenible que termina conduciéndolos al vacío. En medio de ese vacío, la pérdida que da el olvido puede llegar a reconstruir, a salvar, desde la resplandeciente página en blanco:

Cada vez que la madre iba a hacerle visita, el muchacho le decía: «Mamá, escribí algo. ¿Me lo lees, por favor?». Al ver la hoja de papel sin una letra, la madre sentía ganas de llorar. Sin embargo, mostraba un rostro sonriente y le decía: «Está muy bien escrito. ¡Qué interesante!». Con mucha frecuencia, importunada por los ruegos de su hijo, la madre le leyó la hoja de papel en blanco. Se le ocurrió contarle sus propias historias, haciendo ver que las leía. […] La mamá le cuenta al joven su niñez. El joven loco cree que lo que escucha es el documento que él escribió con sus propias memorias. Los ojos le brillan de orgullo. La madre no sabe si él comprende o no lo que le cuenta. Sin embargo, al repetir la historia cada vez que lo visita, se va volviendo poco a poco más hábil hasta que llega un momento en que tiene la impresión de estar leyendo de verdad una obra de su hijo. Recuerda cosas que había olvidado. También los recuerdos del hijo se van tornando más hermosos. El hijo convoca el relato de la madre, colabora con ella, reconstruye los hechos. No hay modo de saber si se trata del relato de la madre o del relato del hijo. Mientras la madre está contando la historia se olvida de sí. Puede olvidar la locura del hijo. Mientras el hijo escucha la lectura con tanta concentración, no es posible discernir si está loco o no. Durante esos instantes el alma de la madre y del hijo se funden en una sola. Se sienten felices como si estuvieran viviendo en el cielo. Y así, mientras se repite esta experiencia, la madre sigue leyendo hojas en blanco convencida de que el hijo ha de sanar de su locura. 4 

    Sin embargo, sus obras no son, por lo general, una apología de los recuerdos, sino un elogio de las sombras. Los viejos se aferran por momentos a su memoria, pero terminan por aceptar, resignados, que esa memoria se les ha ido escapando entre las manos y ahora le pertenece a alguien más. Cuando no es posible entrar en la «misma región de las reminiscencias» de los demás, deja de tener importancia que los recuerdos de los otros no coincidan con los propios o, todavía más allá, con una supuesta realidad:

Concluyeron que evidentemente estaba loca. Kozumi, sin embargo, pensaba que él también debía estar loco. Había estado oyéndole la historia a la mujer, buscando en sus recuerdos mientras la escuchaba. En este caso, no había exis-tido un pueblo llamado Yumiura, pero cuánto de su pasado, un pasado que él había olvidado y que para él ya no existía, podía ser recordado por otros. Después de su muerte, la visitante de hoy iba a pensar que Kozumi le había propuesto matrimonio en Yumiura. Para él no había diferencia entre uno y otro caso. 5

 

3

MUCHO SE HA ESCRITO sobre La casa de las bellas durmientes como ejemplo de la literatura erótica japonesa, pero éste es también un libro de la memoria y el vacío. Eguchi tiene 67 años cuando comienza a visitar la «casa de las bellas durmientes», pero «no ha dejado de ser hombre», a diferencia, presupone él mismo, de los otros viejos que también asisten, los que ya se han olvidado de la felicidad de estar vivos e intentan recuperarla. En esa casa pueden dormir tranquilos junto a bellas jóvenes narcotizadas, y tener sueños felices o recordar lo que ellos mismos sentían cuando eran jóvenes.                    Emprenden un camino en doble dirección —recuperar los recuerdos pero también olvidar—, que paradójicamente los conducirá a un único sitio, quizá también paradójico: sentirse vivos para enfrentar su muerte. Los viejos buscan olvidar esos últimos y desesperanzados años, las preguntas sin respuesta, la nostalgia, el daño que han hecho, su incapacidad de ser hombres, «su pesar por los días perdidos sin haberlos tenido jamás», su «sueño inacabado». Dormir con esas jóvenes es también un acto de purificación.
    La supuesta realidad externa funciona como mero pretexto o disparador de una realidad más fina y más palpable: la que lleva dentro Eguchi, bordada con delgados hilos de años y recuerdos, de preguntas a las que, quizá hasta ese momento, comienza a entender que no podrá responder jamás.
Frente a las bellas mujeres jóvenes e irremediablemente dormidas que se encuentran en la casa, los sentidos —especialmente el olfato— conducen al viejo a un mundo interior que no recordaba, en un movimiento que lo obliga a borrar el mundo exterior que lo disparó: «Era como si hubiera olvidado a la muchacha que yacía junto a él, la muchacha narcotizada; pero era ella quien le había hecho pensar en la mujer de Kobe».6 No está en las mujeres sino en lo que los sentidos, a través de ellas, despiertan en el mundo interior, con lo cual éste se vuelve casi una continuación del exterior: los límites se pierden por momentos, se vuelven difusos.

4

EN El clamor de la montaña, lo mismo que en la novela anterior, la realidad se divide en distintos planos superpuestos: los sueños, los recuerdos, los pensamientos y el transcurrir cotidiano. Pese a su simultaneidad, cada uno de ellos tiene incluso su propio lenguaje y abre, a su vez, infinitas posibilidades.
    Ya desde el primer capítulo se trazan estos planos, que persistirán durante todo el relato: el anciano Shingo escucha el clamor de la montaña, sonido que había escuchado muchos años atrás, anunciando la muerte de su cuñada, de quien estuvo (¿está?) enamorado. No podemos saber si el clamor anuncia, en esta ocasión, su muerte, pero tampoco importa: al escucharlo, se desatan en el viejo los recuerdos, el mundo del pasado que nunca lo ha abandonado y al que él voluntariamente se abandona, borrándose lentamente de su terrible vida cotidiana, vacía y dolorosa, sin dejar siquiera rastros en su propia memoria.
Pasado y presente se enfrentan a través de la oposición entre sueños y recuerdos —único lugar donde la verdadera belleza existe—, frente al desarrollo de una vida familiar que no entiende y las sucesivas muertes de sus viejos amigos; a muchos de los que todavía están vivos los califica de decrépitos y egoístas: él, como Eguchi, parece mirarlos desde lejos.
    La tristeza, la soledad, la amargura y la desesperación pueblan su mundo, ante la incapacidad de resolver la vida de sus hijos y la suya propia; la esposa de su hijo es la única ventana que le permite atisbar un poco de esa belleza anhelada: «Cuando se casó y vino a casa por primera vez, Shingo notó los movimientos leves, pero bellos, de sus hombros. Sintió en ello un encanto nuevo. Algo en su delicada figura le hacía evocar a la hermana de su mujer». 7

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KAWABATA HABLA del vacío en términos budistas: no es el vacío del nihilismo occidental, sino un vacío habitado, que contiene en sí mismo «un cosmos espiritual donde todo se intercomunica, trascendiendo fronteras, sin límites espaciales ni temporales».8 El vacío de donde todo proviene y hacia donde todo se dirige: «Para nosotros, la verdadera existencia viene de la vacuidad y vuelve nuevamente a la vacuidad. Lo que aparece a partir de la vacuidad es la verdadera existencia. Hay que pasar por el portón de la vacuidad».9
    Eguchi y Shingo, en efecto, van atando hilos con la realidad circundante para conseguir situarse en el vacío de la memoria. Desde allí los recuerdos fluyen, se multiplican y vuelan, son como un campo lleno de mariposas:

Dos mariposas jugueteaban entre los bajos arbustos que bordeaban el sendero de piedras de un jardín. Desaparecían entre las ramas, las rozaban, parecían divertirse. Volaron un poco más alto y danzaron grácilmente hacia los arbustos para alejarse de nuevo, y otra mariposa apareció de entre las hojas, y después otra. […] de los arbustos fueron surgiendo más mariposas, una tras otra, y el jardín era un enjambre de mariposas blancas, muy cerca del suelo. […] El enjambre de mariposas había crecido tanto que era como un campo de flores blancas. 10

 

Mariposas blancas que contienen en sí todos los colores y todas las formas y, por ello mismo, ninguna. Sospechosas y huidizas, habitantes de la nada que se anticipa a los colores y las formas de ese otro mundo: «Seguían revoloteando por detrás. Mientras miraba así, absorto, Shingo empezó a sentir que tras la esparcela había, quizás, un pequeño mundo».11
    En este cosmos que puebla el vacío, el poder sugestivo de lo más nimio termina por conformar una realidad mucho más profunda, más vasta. «La intuición Prajna no sólo sirve para ver una cosa individual, sino la totalidad de la Realidad concentrada en ese objeto particular».12 Un pequeño objeto puede ser visto en tanto su propia particularidad, pero también, y al mismo tiempo, como el mismo universo infinito representado en él, que lo contiene.
    La asimilación con la naturaleza y, más aún, con un rasgo aparentemente pequeño, no es más que ese espíritu del vacío zen: lo pequeño representando la vastedad del universo —rasgo muy evidente en la pintura oriental. A través de ello, la fusión del hombre, de sus sentimientos, es con el universo entero:

En el césped se erguía un árbol muy alto. Shingo, atraído, encaminó sus pasos
hacia él. A medida que se acercaba, los ojos alzados al tronco gigantesco, sentía en sí mismo más y más profundamente el volumen y la nobleza de aquel
verdor erguido. La Naturaleza les lavaba —a él y a Kikuko— sus penas, sus melancolías…13

    El viejo Eguchi, excitado ante la belleza dormida de su acompañante, se funde y se vuelve uno con el tronar del mar sobre el acantilado, late con fuerza y se estrella: «Al cabo de unos momentos el sonido de las olas se incrementó, porque el corazón de Eguchi había sido cautivado. Se desnudó con decisión».14 Shingo es el árbol; Eguchi, el oleaje del mar. Se han perdido las fronteras.
    En ese mismo movimiento de fusión, pero en sentido contrario, la naturaleza puede convertirse también en triste reflejo de los hombres:

Ya los pinos no eran tan sólo árboles. El aborto de Kikuko estaba enredado a ellos. Cada vez que mirase esos pinos, en sus idas y venidas, recordaría inconscientemente a Kikuko. […] Pero esta mañana estaban separados de la arboleda, y el aborto, enredado a sus troncos, les hacía aparecer con un color impuro.15

    Y al final, esa pérdida gradual, esa entrada al vacío, esas sombras que terminan poblándolo todo, no son parte de un proceso gozoso ni para Eguchi ni para Shingo, quien al no poder hacer el nudo de su corbata se percata de lo que allí está en juego: «repentinamente se vio invadido de una sensación angustiosa: era la pérdida y la desintegración del propio yo».16 ¿Qué es el yo?, preguntaría el budismo: sólo una ilusión, una construcción de la mente.         Apenas unos minutos después, se hace el nudo con toda naturalidad y se pregunta cómo pudo haberlo olvidado.

6

Memoria puede ser desmemoria. Su propia traición. Quien recuerda es otro que se ve a sí mismo, como una lejana y brumosa figura, y se reinventa. La memoria no es fiel a la verdad (no se atrevería), sino un juego de supervivencia y sentido.
    El recuerdo puede ser desaparición, pérdida. Su propia traición. Quien recuerda se va sumergiendo en mundos alternos, paralelos, hasta que termina por olvidarse de sí. El recuerdo borra, desdibuja.
    Sin memoria, sólo queda la nada, el vacío. Luis Buñuel escribió en su libro autobiográfico, a propósito de su propio intento por recuperar sus recuerdos: «Una vida sin memoria no sería vida […]. Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada».17
    Pero el término «vacío», en la concepción occidental, se suele leer desde un aspecto negativo, que incluso marca una carencia. Nada más ajeno que todo esto al concepto budista. Mientras un occidental buscaría llenar un recipiente vacío, un budista pensaría en vaciar un recipiente lleno, para que, una vez vacío, pudiera contener su verdadera esencia. «Aquellos que no tienen ojos para ver ni orejas para oír no pueden percibir la flor del Vacío. Como no son capaces de ver ningún color ni luz, ni ninguna hoja ni flor, sólo pueden olerla».18
    Kawabata se presentó ante los occidentales, presentó sus propias obras, como parte y reflejo de esta concepción budista. Eguchi, de 67, Shingo, de 62, parecen estar en la antesala de la senilidad sin retorno y la miran, por momentos, con los ojos desorbitados. Saben hacia dónde caminan y sienten miedo. Ambos observan cómo se van diluyendo los recuerdos, cómo se va borrando su presente inmediato. El oscuro vacío que los acecha parece amenazante. La «fealdad de la vejez» los hace temblar y, ante ello, sólo les queda volver la vista hacia la belleza, con esperanza. Casi como un milagro, la contemplación gozosa, maravillada, casi virgen e inocente, de la belleza, les brinda una nueva posibilidad de vida. Quizá esté allí la manera de encontrar el supremo arte de la muerte. «La verdad está siempre a la mano, a nuestro alcance»19.

1     «Sin palabras», Primera nieve en el monte Fuji, Norma, Bogotá, 2006, p. 167.
2    El ámbito del zen, Kairós, Barcelona, 2005, p. 87.
3    Y. Kawabata, El bello Japón y yo, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1987.
4    Y. Kawabata, «Sin palabras», op. cit.,  pp. 161-162.
5    Y. Kawabata, «Un pueblo llamado Yumiura», Primera nieve en el monte Fuji, op. cit.,  p. 193.
6    Y. Kawabata, La casa de las bellas durmientes, Caralt, Barcelona, 1989, p. 65.
7    Y. Kawabata, El clamor de la montaña, en Los premios Nobel de literatura, vol. XII, Plaza & Janés, Barcelona, 1970, p. 673.
8    Y. Kawabata, El bello Japón y yo, op. cit.
9    Shunryu Suzuki, Mente zen, mente de principiante, Estaciones, Buenos Aires, 1987,  p. 142.
10    Y. Kawabata, La casa de las bellas durmientes, op. cit., p. 82.
11    Y. Kawabata, El clamor de la montaña, op. cit., p. 683.
12    D. T. Suzuki, El ámbito del zen, op. cit., p. 79.
13    Y. Kawabata, El clamor de la montaña, op. cit., p. 809.
14    Y. Kawabata, La casa de las bellas durmientes, op. cit., p. 19.
15    Y. Kawabata, El clamor de la montaña,  op. cit., p. 804.
16    Ibid., p. 860.
17    Luis Buñuel, Mi último suspiro, Círculo de lectores, México, 1983, p. 14.
18    Dôgen, Cuerpo y espíritu, Paidós, Barcelona, 2002, p. 114.
19    S. Suzuki, Mente zen, mente de principiante,  op. cit., p. 86.

 

 

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