Fitna, o La tentación del predicador [fragmento]

Fathiya Alnimr

(Emiratos Árabes Unidos). Acaba de aparecer su libro Fitna, o la tentación del predicador (Sharjah Book Authority, Sharjah, 2022).

Todos los intentos de Ismaíl por convencer a su tía de que debía ir al hospital eran en vano. Ella se negaba obstinadamente.

Con el paso del tiempo y el desarrollo de la situación, su cabezonería aumentó, y mucho. En cuanto ella percibía su pacífica sombra mientras él se acercaba con la cabeza gacha, saltaba de su sitio con una ligereza que no se correspondía con su fatiga y se metía en la cama, tirando de la manta y tapándose con ella hasta la cabeza.

Cuando lo hacía, sentía una vergüenza amarga y se limitaba a destapar su cabeza, dejándola al descubierto, aunque con los sentidos atrofiados, sobre todo el de la vista, ya que permanecía siempre con los ojos cerrados.

Sin embargo, Ismaíl no se rendía y no se movía de su sitio, prestando mucha atención, como buscando captar algo que pudiera ayudarlo a seguir intentándolo con más confianza, mientras ella le salía cada vez con una excusa diferente para que no pudiera convencerla. Lo último que hizo fue ponerse los dedos índices en las orejas, acompañando este acto con una gran ira reflejada en sus frágiles ojos…, como si le estuviera diciendo: «Vete; estoy cansada».

Con la grosería con la que ella actuaba, acompañada de una cierta vehemencia, él podría haberse echado atrás o haber perdido el interés, pero no. Él insistía una y otra vez.

En realidad, las dos posiciones tienen una explicación y las dos son dignas de consideración, aunque son diferentes.

Él la consideraba como su segunda madre. Se lo proporcionó todo desde el primer instante que llegó a su casa y entró a formar parte de la familia.

Por ello, él pensaba que no era de buena educación ni de buenos modales eludir su responsabilidad o deber hacia ella y no interesarse por ella o por el sufrimiento que padecía. Por eso siempre le preguntaba con una tristeza evidente, a pesar de su aparente terquedad: «¿Qué quieres que haga por ti, tía?».

Se quedaba pensando un momento, antes de levantar la vista del suelo y lanzarla perdida hacia el horizonte, seguida de una serie de remilgados suspiros. Luego, él se giraba un momento y miraba perplejo hacia la puerta, limitándose a observar cómo ella se encogía de nuevo sobre sí misma.

En realidad, había otra persona que compartía con Ismaíl su interés, su preocupación y su atención por la enferma, aunque de manera distinta.

Se trataba de Saba, la mujer de Ismaíl, pero ella sabía el secreto oculto tras esa situación, hecho que le quitó el sueño por las noches, sin atreverse a contárselo a nadie. Y es por ese motivo por lo que ella no apoyaba a su marido en la idea de convencer a su tía. Más bien lo contrario; intentaba apartarlo.

En cuanto a la enferma, se sentía mal por hacer perder el tiempo a su familia, venida a menos hasta el punto de entonar una elegía, o por implicarla en tratar de rescatar algo irrecuperable. Por ello, prefirió no hablar del tema y aislarse en su habitación, aumentando la melancolía y la soledad con el paso de los días, las noches y las horas. No le interesaba si alguien entraba para preguntar por ella ni tampoco le preocupaban los que no lo hacían.

Cada uno de nosotros tiene una parte de su nombre.

La imagen de Mariam grabada como una inscripción sobre las páginas de los recuerdos se repetía constantemente en su imaginación, tal como el eco de sus palabras y dichos volvió a atravesar sus oídos. Unas palabras y dichos que tenía memorizados, algo que aumentaba su sufrimiento y la llevaba al borde de la locura.

Se encogió sobre sí misma, escuchando con atención su acelerada respiración y contemplando el espacio que la rodeaba, hundido en la ambigüedad, con unos ojos que perdieron, a causa de los problemas y crisis, el brillo que los caracterizaba. Continuó prestando atención al silencio que reinaba en el vacío, para quizá poder captar algo que la tranquilizase o disminuyese su tristeza, pero no captó nada y se rindió al sueño.

Efectivamente, pudo cerrar los ojos durante unos minutos, hasta que se despertó con el ruido de alguien llamando a la puerta, primero con la mano, después con la rodilla y, finalmente, con la cabeza, cada vez con más fuerza y nerviosismo. Era como si alguien quisiese arrancar esa puerta para eliminar esas barreras que separan lo que pasa aquí y lo que pasa en el otro lado de un mundo sumergido en las sombras del sueño y de un silencio aterrador.

No se limitó a eso, sino que filtró, al mismo tiempo, algo de sus murmullos, su respiración y sus jadeos, antes de resumir la situación en unas palabras que abarcaron todo ese terror: «He acabado con ellos y he limpiado mi honor».

Su voz empezó a desaparecer y la sustituyó un breve silencio antes de continuar otra vez, pero con una entonación distinta: «Lo sabía todo, pero no quise decir nada».

Estas palabras empezaron a atravesar el vacío, abriéndose camino hacia la habitación fría y desolada, obligando a la que estaba dentro a concentrarse y recuperar su conciencia para explorar las profundidades de aquel ruido que caía de la nada y todo lo que podrían significar aquellas patadas a la puerta.

No obstante, el que llamaba a la puerta no le dio un respiro ni la oportunidad de echar amarras, sino que se apresuró a exponer sus cartas y a desvelar su identidad con una claridad impactante, declarando lo que se había visto obligado a hacer, fuera de lo común o, mejor dicho, el terrible crimen, cuya tentación atribuyó al maldito demonio, que desempeñaba su papel histórico y avieso conocido desde el principio de los tiempos.

Esta vez, la voz volvió a silbar como si de balas ardientes que revientan los oídos y las cabezas se tratase: «No estoy equivocado
ni arrepentido».

Despertó su cuerpo sacudido de naturaleza, sintiendo un escalofrío y dándole una oportunidad para hablar con perplejidad: «¿Dices la verdad o estoy soñando?».

Instantes de un pesado y terrible silencio cubrieron el momento en el que reinaron dudas, preguntas y controversias, interrumpido por unos susurros semejantes a las llamadas de auxilio que iban incrementándose gradualmente.

A través del camisón pálido, se dio cuenta de que los susurros provenían de la niña tumbada que se había quedado dormida a su lado, compartiendo la habitación con ella. Awashi cayó sentada del miedo, azotando el fantasma que tenía delante con miradas como cuchillos, persiguiéndolo antes de que su desmesurado cuerpo diera la vuelta, dejándole su excesiva sombra antes de desaparecer en la oscuridad de la que había surgido.

«¿Quién ha abierto la puerta?», gritó con dificultad la abuela, asombrada, enfrascada en perseguir la filtración rápida del fantasma que había surgido de los sueños o quizá de las ilusiones.

Después de desaparecer, dejando en el vacío un exagerado asombro y puntos de interrogación, percibió como si hubiera liberado de su puño gelatinoso algo que no pudo ver con claridad, algo de lo que emanaban unos olores que se mezclaron inmediatamente con los del sueño, la desolación y la quietud que llenaban la habitación. En seguida se le llenó el corazón de sufrimiento y dolor. Estuvo
a punto de pararse, pero en su último paso liberó de su puño una
herramienta que, a la hora de topar con el suelo, produjo un tremendo estrépito.

Se lanzó sobre la herramienta, la cogió y la acercó con cuidado hacia ella, pero sin resultado. Dio dos o tres pasos hacia delante, apartando con unos dedos ardientes de tanto estrés y nervios la cortina que tapaba la ventana ancha y que daba a la parte donde vivía la sirvienta con su hija. Se asustó. Las preguntas le salían volando del alma: «Señor, ¿qué hago con este escándalo? ¿A dónde me la llevo?».

Por segunda vez, la despertaron los gritos, que se convirtieron en súplicas que la niña dirigía a quien estaba allí, pidiéndole que fuera compasivo con ella y que la cogiera para devolverla a los brazos de un sueño sin fantasmas ni pesadillas.

La abuela se sentó en cuclillas, con su tronco débil inclinado hacia el delito, y soltó unos sollozos que forzosamente tendrían que despertar a toda la multitud. Empezaron a llegar uno tras otro, con las manos sobre sus corazones, preocupados.

Antes de recuperar la respiración y volver al estado de conciencia, tuvieron que prepararse para otra gran sorpresa.

El techo alto de la habitación donde dormían la abuela y su nieta, que fue la escena del crimen, se derrumbó por sí solo, por alguien o por otros poderes invisibles como fantasmas, duendes, demonios o ladrones. Colapsó por completo, de golpe, mientras sus piedras saltaban para convertirse en polvo, congestionando las narices, acompañado de un zumbido semejante al croar de las ranas. Aquello fue como la gota que colmó el vaso, acabando con la paciencia y la resistencia que les quedaba a quienes su destino les hizo vivir estos acontecimientos. Se quedaron congelados, petrificados.

Y como los problemas no llegan solos, tenían que prepararse para lo más asombroso: una gran cantidad de insectos multicolores y de diferentes formas, que cegaban la vista y ensordecían los oídos.

Había insectos voladores y otros que se movían por el suelo, como hormigas, con tamaños inhabituales, saltando desde y hacia todas las salidas. Tampoco se salvaron sus ojos, orejas, bocas y narices. Los insectos dejaron atrás unos ruidos muy extraños.

Después de un rato, echaron a volar y dejaron la vista despejada, dibujando un cuadro en el que sólo se veía un punto pálido.

En un instante, estos insectos se juntaron formando una bola y atacaron a la enferma, tirándole de las orejas y echando por todos lados un líquido sucio como si de mocos se tratara, hasta centrarse en su cabeza, que se fue haciendo pequeña hasta llegar a tener el tamaño del puño de una niña.

Lo que asombró a los presentes y los dejó sin palabras, pensando si lo que estaba pasando era real, un sueño o imaginaciones o ilusiones suyas, fue la situación tan extraña que presenciaron al final, cuando las alimañas pudieron con la víctima, levantándola en alto y con las piernas colgando como si fueran cerillas, para después lanzarla contra un cuadro en el centro de la habitación y hacerlo añicos.

En este contexto, podemos decir que, si en el mundo de Fida existiera algo que mereciera ser considerado sagrado, no se saldría del marco de esta imagen, que contiene los detalles del más querido, el más cercano e incluso el más piadoso de los seres humanos. Se trata de detalles sembrados con perfección por un experto en masas.

El destino de todos estos detalles era salpicar todas las paredes y rincones con su sangre, salvo la lengua, que rápidamente tomó la forma de un oso blanco gigante y empezó a disparar contra todos los que tenían relación con los acontecimientos y con las personas, tanto presentes como ausentes, con una voz que se hinchaba y temblaba, hasta llegar al final. Antes de perderse la voz, dijo lo último que le quedaba por decir: «Tenía que hacerlo; era necesario. Si no, hubiera sido un cornudo consentido».

Cuando se completó la imagen en los ojos y el corazón de Fida, se vino abajo y su cuerpo hundido se sumergió en sudores, convirtiéndose en un cadáver.

Esto pasó una hora antes del alba del último día del decimosegundo mes del año…

Traducción del árabe de Nabil Mansour y equipo de la Escuela de Traductores de Toledo.

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