Felicidad, lenguaje y cultura / Julio Horta

Existen dos maneras de ser feliz en esta vida,
una es hacerse el idiota y la otra serlo.
Sigmund Freud

 

Un mundo feliz es, a la manera de A. Huxley, un espacio donde diversas voluntades coinciden bajo una misma voluntad uniforme y necesaria. En este relato de ficción, la mirada disidente del personaje principal, John «El Salvaje», nos muestra la ambigüedad de un conflicto moral inherente: la felicidad sólo puede alcanzarse eliminando al individuo feliz. Pero quizás eliminar sea mucho decir, finalmente esta felicidad solicita la funcionalidad mecánica de los individuos en sociedad. En todo caso, se requiere más bien de condicionar las emociones contingentes, inhibir la elección y, en general, suprimir la angustia que surge de lo individual. En Un mundo feliz (1932) la felicidad es artificial y «sin alma»… es el medio donde se realiza lo humano, y no es el fin como ideal de humanidad.  
     La reflexión filosófica ha sido menos elocuente que esta imagen literaria. Sin embargo, hay en efecto una continuidad en los problemas morales. En términos de voluntad, para G. Leibniz (Nuevo tratado sobre el entendimiento humano) la felicidad es la correspondencia entre la voluntad y la realidad; es, en este sentido, la adecuación efectiva de la racionalidad humana en el mundo. El «placer duradero» de ser feliz supone que la realización progresiva de lo humano conlleva invariablemente hacia la felicidad en nuevos placeres. Pero la realización de la voluntad parece implicar el conflicto entre voluntades particulares, en el que la infelicidad está en el otro que niega la propia individualidad.
     Mucho antes de la especulación moderna, Aristóteles (Ética Nicomaquea) había entendido la felicidad más bien dentro de un carácter más extenso y práctico: «es determinada actividad del alma desarrollada conforme a la virtud». Por supuesto, bajo la mirada aristotélica los individuos son felices si poseen mayores bienes espirituales, pues cuanto más abundantes son más útiles. Por ello, si bien la posesión de bienes exteriores debe ser mesurada, no se rechaza tampoco la satisfacción necesaria de placeres y aspiraciones mundanas. En este camino que tiende hacia los excesos, la felicidad es teleológica; a saber, es el fin último y supremo, es el fin como unidad ideal hacia donde tienden todas las acciones humanas. 
     En general, los senderos de la filosofía tienden a caer en una demarcación intelectual. Por un lado, parten de suponer que la felicidad es una entidad real, que existe y permite existir, que puede alcanzarse de manera fáctica. Pero si se evita este realismo, entonces la felicidad supone una situación determinada del hombre; una posición de éste frente a su propio devenir en el mundo. De ahí que esta situación sea en relación con el Bien: se es feliz en una posición de bien-estar en el mundo. Por supuesto, este bien-estar no es otro que la voluntad del individuo puesta en acto, la satisfacción de sus necesidades y la plenitud del placer.
Con todo, la felicidad es, como realidad, algo paradójico. El hacedero pleno del individuo implica un estado permanente de conflicto voraz entre lobos, a la manera de Hobbes. El constreñimiento de lo individual conlleva la marca de infelicidad, ante el hecho del placer y satisfacción inalcanzables. Al final, la infelicidad está en la realización del bien.

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La felicidad es una falacia, una forma del lenguaje que enmascara la finitud: donde se asume que el hombre trasciende por sí mismo, en sus actos, hacia la felicidad. Sin embargo, como límite y negación de lo humano, la finitud es inevitablemente el rasgo necesario de una cultura. 
     En el incansable desarrollo de la civilización, la emancipación del sujeto ante lo externo, como fuente inagotable de placer intelectual, no hace sino exaltar el goce por esa creciente evasión frente a la finitud y el sufrimiento, así como el consecuente fracaso por alcanzar la felicidad. Aceptando esta mortaja como límite en la reflexión, la cultura se muestra entonces como el horizonte de la frustración: único bastión donde se realiza la satisfacción incompleta del individuo.
     La cultura se encarga de mediar la posibilidad de realización total del placer, pues lo contrario conllevaría hacia la muerte: por ello, el placer, como satisfacción plena de las pulsiones, no puede ejercerse en sentido estricto y directo, pues existen elementos «represivos» de la cultura que, en tanto condiciones de reproducción cultural, impiden la destrucción (Thanathos) de la especie. Este proceso se realiza a través de representaciones culturales: es decir, a través de medios simbólicos que redirigen y subliman el fin absoluto del placer.
     Surge un conflicto interno: la confrontación entre las reivindicaciones individuales y las colectivas. El psicoanálisis freudiano hace una acotación al respecto: en efecto, el individuo busca emancipar su propia libertad frente a la voluntad de la masa, y sus disposiciones propias no parecen apuntar otra cosa; en todo caso la libertad individual no existe sino como el deseo de un estadio perdido primigenio de unidad —«tranquilidad psíquica», diría Freud; «mónada psíquica», apuntaría
C. Castoriadis. Es quizás por este anhelo que queda como especulación acerca del destino si el hombre podrá alcanzar alguna vez el equilibrio entre lo individual y lo colectivo. En este conflicto, las restricciones culturales dirigen la satisfacción hacia la infelicidad permanente.
     Acorde con el Principio de realidad (El malestar en la cultura, S. Freud, 1996), el lenguaje se adquiere como una forma de dar cuenta de las experiencias propias del individuo en el mundo. La «palabra» se genera de la restricción de lo «no decible todavía» en favor de lo que «ya puede ser dicho»; de donde se sigue que, en el sentido freudiano, el sujeto miembro de una cultura debe reprimir su impulso comunicativo interno, para reproducir y dar continuidad al entendimiento con los otros congéneres —cediendo el terreno de su mundo, para internarse en el mundo de los otros.
     En esto último se evidencia la importancia cultural del lenguaje: pues la obligación de adoptar un elemento externo, que regula el comportamiento, surge de ese sentimiento de «desamparo» y dependencia hacia los demás, del miedo ante la pérdida del «amor» del otro. En todo caso, para Castilla del Pino (La incomunicación, 1972), el lenguaje surge de una estructura social anómica, en la cual el principio rector es la competencia por la adquisición (económica) de objetos. Por mediación de la representación simbólica de un lenguaje se evita el sufrimiento inflingido por otros humanos, se evitan los castigos que marcan los límites culturales de lo otro: a fin de cuentas, la adquisición de un lenguaje —que resulta ajeno y externo— refiere (en igual medida que las disposiciones morales) un estado de angustia social que surge del temor por la pérdida del otro.
     La formación del individuo como sujeto social es en sí misma la transformación de lo subjetivo en objeto: donde el individuo se convierte en soporte de la transferencia del amor de sí mismo y del objeto de odio hacia instancias psíquicas no reales. En la ambivalencia de afectos, el odio alcanzará de manera concreta a toda instancia externa, como un estado latente que tiende hacia la generalización del otro.
     El odio latente hacia el otro y la insatisfacción del deseo establecen un lazo entre los psíquico y lo social en el que la psique está obligada a aceptar una noción de «realidad». En la experiencia social, de facto, la realidad es la infelicidad como negación concreta de la individualidad.

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La felicidad está en el lenguaje, como elemento lingüístico que asiste a la necesidad psíquica de dar sentido al mundo externo. La imposición social obliga a aceptar una realidad específica, y con ello satisface la necesidad psíquica de sentido. La felicidad es, a un mismo tiempo, el rasgo vivencial de la insuficiencia de sí mismo y un signo que forma parte del «imaginario» de una sociedad.
     Si, a la manera de C. Castoriadis (Figuras de lo pensable, 2001), el «imaginario social» es la creación de valores, creencias, normas… que cada sociedad establece para «autocrearse» institucionalmente en los límites de su propio mundo; entonces, ser socializado significa no sólo investir la institución social existente, sino además investir el conjunto de significaciones insertas en la estructura institucional. En este sentido, la realidad es una «significación imaginaria» cuya dimensión de sentido está en la institución imaginaria de la sociedad; mientras que la dimensión formal se encuentra manifiesta en la materialidad del lenguaje.
     Este lenguaje es, desde este punto de vista, el elemento en el cual se depositan los «objetos, estados, procesos, cualidades…» y sus diferentes tipos de relación. Ello supone que el lenguaje mismo, en tanto forma manifiesta del imaginario social, propicia una «clausura de sentidos». Clausura que establece los límites de lo propio y lo extraño, dentro de los modos institucionales de establecer los significados del mundo a la manera de un «cerco cognitivo». En este territorio, la felicidad como signo constituye parte del conjunto de significaciones que edifican el sentido del imaginario social: a saber, las formas significativas que dan unidad y trascendencia social a lo humano.
     Para Castoriadis, las significaciones imaginarias están en el orden de representaciones como los dioses, la realidad, la familia, la ley, la soberanía… es decir, representaciones que se corresponden con la no división de la totalidad de la psique. En este sentido de unidad e integración psíquica es evidente que la felicidad forma parte de un imaginario muy particular que busca su identidad en la trascendencia colectiva, no individual.
     Este carácter limitativo del lenguaje abre la posibilidad de representar el sentido del mundo: donde el significado de todo lo que existe está en una relación de inmanencia con la sociedad. Pero si la sociedad y la cultura son la negación del individuo, y es esta negación (por su inherente insatisfacción) el camino creciente hacia la perpetua infelicidad, luego, la felicidad como una significación específica del imaginario social implica necesariamente la negación del individuo y su objetivación como «sujeto social».

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«Felicidad en el mal» es la frase con la que J. Lacan (Escritos 2, 1994) describe el proceso de perversión sadiana que se inicia en el siglo xix, como derivación de una ética kantiana cuyo imperativo moral trasciende el pathos de los individuos en aras de un Bien supremo.
     El principio es claro: si la moral de una sociedad está en razón del Bien, y este Bien debe ser superior a todo bien-estar particular; entonces, la auténtica moralidad debe ser indiferente —por su universalidad— a todo sentir propio de los individuos. A la manera de un superyó de carácter freudiano, esta moralidad se constituye en un mandato que condiciona y determina la voluntad particular, negando la diversidad, espontaneidad y contingencia del acto individualista. El lenguaje, en su carácter institucional, señala la norma y castigo que constriñen de igual modo la expresión singular del mundo.
     La determinación de la multiplicidad de experiencias, bajo la noción de feliz o felicidad, no sólo imposibilita la expresión originaria del individuo, sino que además la enmarca dentro de una empatía social que se corresponde con una forma convencional de expresión. Esta necesaria negación del individuo permite el orden social en la constitución misma de una cultura: el espacio permanente de la insatisfacción y la infelicidad, como consecuencia de la satisfacción absoluta, total, que exige el superyó que subyace como condición en la estructura de la sociedad.
      Pero si la felicidad como experiencia y situación está en la realización plena de las necesidades y deseos, entonces ésta debe tener como fuente la transgresión de la norma y la convención. Frente a la pureza de la ley, y la consecuente imposibilidad de realizarla, la crueldad como imperativo de la transgresión es el modo original y originario de llevar a cabo la felicidad: llevar las acciones más allá del bien, hasta cruzar la frontera hacia el mal, parece ser la condición necesaria para que subsista el individuo feliz.
     Finalmente, en la negación del individuo se encuentra paradójicamente la afirmación de la vida, la supervivencia de la especie: el individuo se afirma como un sujeto social que puede hablar con sus congéneres acerca de su propia aniquilación. Éste es precisamente el límite que impone el lenguaje: la afirmación lingüística de un sujeto en destrucción. Más allá del lenguaje no hay nada, ni siquiera la destrucción misma. La condena es clara, pues el sujeto necesita asumirse como tal para hablar de su propia destrucción, para enterar a los otros de que él es un sujeto social al borde del abismo.
     En una «sociedad disciplinaria» el sentido moral y determinante del lenguaje es claro: «la disciplina que individualiza y clasifica es autoritaria. Las palabras que constituyen a los cuerpos son órdenes, instrucciones o mandatos. Los resultados han de ser reconocibles, evaluables, identificables y comparables» (1*). Pero en las «sociedades de control» el carácter cambia y atenúa la destrucción del Sujeto por una invención lingual en perpetua reinvención: «las palabras que sujetan ya no son de orden, no son mandatos e imperativos, sino vocablos de paso, passwords, contraseñas para acceder al siguiente nivel del juego, criptogramas, claves de acceso que hay que alcanzar sólo para comprobar una vez más que el juego sigue, que se ha pospuesto otra vez la culminación» (2*).
     Pero aun en su destrucción, para llegar más allá del Sujeto se necesita, antes, un Sujeto que se afirme en su negación: ya como determinación, o bien como atenuación, el mal de la negación misma del individuo en sujeto es una condición insoslayable, pues en el sentido que plantea Daniel Gerber «el mal (mismo) es inevitable desde el momento en que hay logos, razón, discurso, orden simbólico que genera (siempre) su más allá» (3*).

 

(1*) Gerardo de la Fuente Lora, «El sujeto disciplinario como Mal», en El Mal. Diálogo entre filosofía, literatura y psicoanálisis, de Alberto Constante et al. (coordinadores), Ediciones Arlequín /Laurena / itesm Campus Ciudad de México, México, 2006, p. 43.

(2*) Ídem.

(3*) Daniel Gerber, “De Sade a Freud: el mal como un deber kantiano”, en El Mal. Diálogo entre filosofía, literatura y psicoanálisis, de Alberto Constante et al. (coordinadores), p. 102. (Nota: las palabras entre paréntesis son del autor del presente texto).

 

 

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