El niño de la bicicleta / Naïm Kattan

«Hace meses que vi a Armando», se dice Bruno. De regreso de Japón debía detenerse en Londres por un día, el domingo. Llamó a Armando para anunciarle su visita. Su sobrino insistió en que pasara la noche en su casa: «Tenemos un cuarto de visitas bastante confortable y deseo que te quedes el mayor tiempo posible en Londres. Tendrás ocasión de volver a ver a Patricio, que acaba de cumplir cinco años el mes pasado. Ya no es el bebé que durante tu visita pasada lloró toda la tarde».
Director comercial de una compañía farmacéutica, Bruno pasaba la mayor parte de su tiempo libre recorriendo el mundo. Soltero, sesenta años, no se privaba de nada. «Me encantan los aviones y los hoteles». Tenía enredos amorosos en Montreal, Toronto y Nueva York. Éstos no duraban. Las mujeres le apasionaban, aunque por un tiempo. Tardes y noches fastuosas enmarcadas por los problemas del día siguiente les imprimían una sensualidad episódica. Su principal, por no decir su único interés, era el de acrecentar el volumen del negocio y, sobre todo, implantarlo en el mayor número de ciudades. Sus queridas, que discretamente lo escuchaban hacer alarde de sus logros y a veces de sus fracasos, le reprochaban enseguida su parsimonia en las expresiones amorosas. «Porque aquí estoy», replicaba, «¿no pasamos una noche hermosa?». Restaurantes elegantes, comidas suculentas, sucedía a veces que reservaba lugares para el teatro, con la condición de que se tratara de una comedia. Tenía generalmente sus citas en las filiales de su compañía y poco se preocupaba por la tardanza de sus compañeras. Evitaba a las muy jovencitas, tan ávidas como ingenuas, quienes frecuentemente soñaban con casarse y tener hijos. Prefería a las madres, divorciadas o en trámite de divorcio, sobre todo aquellas que, cansadas de los maridos, los abandonaban. Luego de sus pasajes por China y Japón, empleaba sus raras horas libres en comprar pequeños regalos exóticos destinados a una u otra compañera del momento.
     Comenzaba sus días frecuentando los gimnasios de los hoteles. Sin ser muy deportista, se preocupaba por su salud y muy poco de su condición física. Y apenas regresaba de un viaje cuando ya se preparaba para emprender otro. Fuera cual fuera la ciudad donde se encontraba, la internet le permitía estar constantemente presente en su oficina, su secretaria y sus asistentes le hacían el balance del día y dejaba las reuniones de los comités para el día siguiente a su regreso.
Armando, el hijo único de su hermana Ginette, fallecida a los cincuenta años, era su único lazo familiar. Lo quería, aunque le reprochaba su falta de ambición. En cuanto a él, después de haber obtenido su diploma de ingeniero en Montreal, había hecho una estancia en Londres.
     Sin olvidar nunca el cumpleaños de su tío, Armando le enviaba una carta, operación que repetía para el año nuevo. A Bruno le gustaba llamarle por teléfono y preguntarle las novedades de su pequeña familia. Al no saber qué regalo darle para su boda y por el nacimiento de su hijo, enviaba cheques. Así su visita era tan valiosa como rara. Compró en el aeropuerto un perfume para Helena, una botella de vino para su sobrino y un juguete para Patricio. Tenía la intención de invitarlos a un restaurante.
     Armando vivía en un chalet en Hampstead. Bruno se sintió turbado por el cálido recibimiento. Su sobrino lo abrazó y Helena se acercó para recibir un beso en la mejilla y, en cuanto se sentó, el niño, contento con su regalo, saltó sobre sus rodillas. Él lo cargó y, como le pareció muy pesado, lo puso rápidamente sobre un sillón. Era el mediodía. El cielo estaba cubierto y el viento soplaba fuerte, entorpecido por una ligera llovizna. Bruno detestaba el viento que lo aturdía. Modesta, la casa parecía pequeña por el amontonamiento de juguetes de Patricio en el pasillo, la sala y el comedor.
     —Vamos a comer —anunció Helena—, y enseguida iremos al parque.
     Armando pidió la opinión de su tío, quien asintió: «No tengo opción», se dijo. Él había querido sacrificar su libertad. Y además un día se pasa rápido.
     La comida fue frugal. Una ensalada, pasta, queso y fruta. Armando propuso tímidamente algo de vino. «Al mediodía no», dijo Bruno. «Esta noche en el restaurante». El mutismo de sus anfitriones le sorprendió. Toda la atención se concentraba en la comida del pequeño. Tenían que negociar cada cucharada. Sin saber lo que quería, el niño estaba necio, decidido en su rechazo. La paciencia de sus papás parecía no tener límite, y Bruno se sentía aliviado de no tener que enfrentar esos caprichos, aun cuando lo tomaran como testigo, le hacían jugar el rol de juez. «Tonton —su apodo— no estará contento. Verás como Tonton está de acuerdo, cómo te admira». De pronto, Patricio se precipitó para ir a buscar una espada de plástico o un cochecito para mostrarle a Tonton.
     —Ya lo adoptó, le dijo Helena. Eso le pasa muy raramente.
     Bruno se preguntaba si habría que estar tan contento como lo decía. Y al final de la comida, el niño, encaramándose en sus rodillas, lo hizo participar en un juego electrónico. Participó, aunque le parecían violentas y repetitivas las imágenes. Instalado sobre el único sillón de la sala, no le estaba permitido ser un simple espectador. El niño, como lo adoptó, hacía desfilar sus juguetes y sus dibujos, invitándolo a participar en sus manejos. Y ante su sorpresa, olvidando su fatiga, Bruno entró voluntariamente en el juego.
     Dudando, buscando las palabras, Armando parecía estar esperando la inspiración para pronunciarse. Bruno no tenía para nada el deseo de ayudarle.
     —Estoy contento de que Patricio lo quiera tanto —dijo Helena, para aliviar a su marido.    
     —Conoces seguramente Regent Park —continuó Armando.
     —Sí, pero hace años que no pongo ahí un pie.
     —A Patricio le encanta andar ahí en bicicleta.
     —Tú vas a venir conmigo —gritaba éste.
     —No quiere soltarlo —advirtió Helena.
     Recogiendo los juguetes, Armando recorría a grandes pasos la sala.
     —¿Le dijiste a tu tío lo de esta tarde? —le preguntó Helena.
     —No, todavía no.
     Con los ojos bajos, Armando se acercó a su tío, soltó precipitadamente un texto aparentemente memorizado.
     —Con motivo de la partida de mi jefe de intendencia y de la bienvenida de su reemplazante, me veo obligado a asistir a una reunión. Las esposas están igualmente invitadas y no se comprendería la ausencia de Helena. No pudimos conseguir una cuidadora para Patricio. Es casi imposible los fines de semana.
     Se interrumpió como si hubiera perdido toda la energía. Decidido a no mostrase duro, Bruno esperó. Helena continuó.
     —Es evidente que Patricio lo adoptó totalmente. Nosotros pensamos que usted lo puede acompañar al parque. Andará en bicicleta y estará encantado de que usted le compre un helado. Él conoce bien el lugar.
     —Patricio puede ser revoltoso —continuó Armando—. Pero a ti te obedecerá. Nosotros regresaremos lo más rápido posible. Esto verdaderamente nos ayudará.
     Bruno estaba a punto de expresar su sorpresa por haber escogido un sábado para una reunión de trabajo y que hubiera caído, como por azar, el día de su visita.      Retomando el hilo, Helena parecía captar su interrogación.
     —Lo hicieron adrede el sábado, para economizarle gastos a la compañía. Es un poco ruin, pero es un maravilloso azar que esté usted aquí. Esto le permitirá conocer mejor a Patricio. Es un niño encantador, se lo aseguro.
     Presintiendo que la reunión sería larga, que el aburrimiento reinaría, se dijo que acompañar a un niño al parque sería una aventura de la que él no tenía costumbre.
     —Me va a dar mucho gusto ayudarles —dijo.
     —Los vamos a llevar en coche —precisó Helena—. Les vamos a dar la llave y podrán fácilmente encontrar un taxi para regresar.
     Patricio, que se había encerrado en su cuarto por un interminable juego electrónico, recibió la noticia sin sorpresa. Armando fue por la bicicleta a la cochera, la puso en la cajuela del coche. Llevaba una chaqueta y una camisa sin corbata. El ajuar de fin de semana, se dijo Bruno. Se estacionaron en la entrada del parque.
     —Es Regent Park —precisó Helena—. Con frecuencia se le confunde con Hyde Park, que no está lejos, de hecho.
     Solo con su tío abuelo, Patricio de inmediato estaba menos locuaz.
     —¿A dónde quieres ir? —le preguntó Bruno.
     —Allá, cerca del laberinto.
     Estaba bien indicado. Un laberinto hecho y derecho. Bruno traía la bicicleta en la mano. El niño hizo que la pusiera a la entrada.
     —Podemos entrar —sugirió el niño, jalando a Bruno de la mano.
     —¿Y la bicicleta?
     —Allí la dejamos.
     Estamos en Londres, pensó Bruno, nadie roba en esta ciudad.
     Ramas bien cortadas, sendas estrechas. Bruno seguía al niño, que le indicaba la vía.
     —Es necesario continuar hasta la salida —explicó. 
     No era largo. El periplo se terminó rápidamente. Bruno se sintió aliviado de encontrar la bicicleta en su lugar. Como para hacer una demostración de su talento, Patricio se subió y se fue a la carrera, y Bruno lo vio regresar por detrás.
     —Di la vuelta —dijo el muchacho, orgulloso de su performance.
     —Eres un as, un campeón. Puedes volverlo a hacer.
     —Lo voy a hacer del otro lado.
     Bruno lo vio desaparecer al extremo del sendero. Lo atrajeron los tambores africanos. Un grupo de hombres y mujeres avanzaban en el sendero de enfrente. Dejando sus instrumentos, se aglomeraron sobre el pasto. Surgidas de todos lados, las cámaras disparaban su flashes. Los hombres vestidos de traje y las mujeres con vestidos largos, con colores uniformes, azul y blanco, rodeaban a una novia de vestido blanco. Uno de los hombres llevaba un sombrero con una bandera. Parecen estar disfrazados, pensó Bruno.
     —¿De qué país son? —preguntó Bruno a un espectador, también negro.
     —Etiopía. Mire bien la bandera.
     Al ritmo de tambores, los fotógrafos captaban esa belleza. ¿Dónde está Patricio? Se sobresaltó Bruno. Atraído por el espectáculo, lo había olvidado. Al fondo del sendero, ni un rastro de la bicicleta. Avanzó por un sendero paralelo. Un teatro al aire libre. Una obra de Shakespeare, Cimbelino. Nunca había visto esa obra. Apuró los pasos, sintiéndose culpable de pensar en otra cosa y no en el pequeño Patricio. Asustado, paraba a los transeúntes: «¿Ha visto a un niño en una bicicleta?». Mirando en torno a ellos, hombres y mujeres hacían una mueca y sonrisas de pesar. «¿De qué lado se fue?», le preguntó un hombre con aspecto deportista. «No sé, no sé nada», jadeaba muerto de inquietud. «Busque a un guardia», le aconsejó una señora que iba de la mano de un anciano. «Dé un aviso de búsqueda», parecía intimidarlo un hombre maduro. «No faltan en Londres los robachicos», suspiró una señora con acento extranjero.
     Bruno se sentía totalmente solo, rodeado de extranjeros, de donadores de puntos de vista poco aptos para ayudarlo. Corría de un sendero al otro. Nada. Nadie. Sólo desconocidos. Aparentemente venida también de fuera, una mujer joven le preguntó el nombre del niño. Patricio. Patricio. Ella se puso a gritar con una voz estridente. Patricio. Bruno le hizo eco. Grito acallado por el ahogo de la carrera. La gente, apenas curiosa, seguía su camino. Nadie le echaba la mano. Patricio. Patricio. Todavía nada. Ninguna compasión por el hombre desamparado. La desesperación se volvía dolor. Le confiaron a un niño y él lo perdió. Un niño que no era suyo. «Espero que no se haya aventurado hacia el exterior del parque», exclamó alguien que pasaba, dirigiéndose a una joven, sin mirar a Bruno. «Los coches van tan rápido en la carretera. Constantemente hay que correr». Bruno iba a gritarle que se callara, que fuera a propagar a otro lado sus invocaciones de desgracia. No encontraba su camino. ¿Cuál? Un parque inmenso, sin fin. El pavor le ganaba. Luego, tuvo el impulso de regresar sobre sus pasos. Afortunadamente tenía un indicio. El laberinto. «¿Dónde está el laberinto?», preguntaba a los transeúntes. Ellos se encogían de hombros con una sonrisa de conmiseración. Cuando la desgracia toca violentamente a la puerta, la humanidad no es más que indiferencia. Nadie escucha. Sólo sordos. Una joven, que llevaba a una niña de la mano, le anunció: «Voy para allá, sígame». También él debió haber tomado de la mano al niño y jamás soltarlo. ¿Adrede caminaba esta mujer a paso de hormiga? Ella tenía todo el tiempo. Él la rebasaba, luego se paraba para esperarla. «Es al fondo de este sendero», le indicó finalmente. Él aceleró el paso, sofocado, entrevió de nuevo a los etíopes sobre el pasto. La boda había terminado. Los retrasados. Iba a maldecir el evento nefasto cuando percibió a un niño de la mano de una mujer que le hablaba. Se parecía asombrosamente a Patricio. El niño lloraba. Era él. ¿Cómo no lo iba a reconocer? Se abalanzó. La bicicleta tirada en la tierra. Sin pensarlo, se lanzó sobre él, lo estrechó en sus brazos, lo presionó contra él. El niño también lloraba desconsolado. «Aquí estás, aquí estás», gritaba. Al soltarse de los brazos de su tío abuelo, el muchacho dejó de llorar. La mujer, todavía ahí, lo observaba con una sonrisa dudosa que pronto desapareció. «¿Ya todo bien?», preguntó al muchacho. Patricio bajó la cabeza sin poder aún sonreír. «Estaba perdido», dijo la dama. Bruno no se animaba a mirarla. Tenía agarrado fuertemente a Patricio, los brazos rodeándole la espalda. «Afortunadamente él tenía una indicación», continuó la dama: el laberinto. «No hablaba más que de Tonton, del tío abuelo. Él no conocía su nombre». Bruno levantó sus ojos sobre ella. El cabello gris, la mirada brillante, entre dos edades. La hubiera invitado a tomar una copa en otras circunstancias. Tampoco le iba a contar su vida. Él estaba de paso. Un día en      Londres. ¿Qué esperaba ella?
     —¿Puedo dejarlo ahora? —dijo ella.
     —Gracias infinitas, señora —dijo Bruno, recuperando su cortesía y recomponiendo su personaje de pariente.
     —Él tenía tanto miedo —dijo ella. ¿Iba a dejarlos finalmente en su reencuentro? Ya no tenemos necesidad de usted, señora.
     —Es un infeliz malentendido. Sobre todo porque no conozco los vericuetos de este parque.
     —Usted no es el único, nadie los conoce.
     —Debí haberlo cogido de la mano.
     —¿Con la bicicleta? —ella reía a carcajadas.
     Risa contagiosa. Patricio, por su parte, reía. Bruno también. Le agradeció de nuevo, evitando ser protocolario. Ella los abandonó. La intimidad pudo establecerse entre él y el muchacho. Los extranjeros podían seguir su camino.
     —¿A dónde quieres ir, querido?
     Ni siquiera se sorprendía al decir su amor. Tan simple. Tan natural. Quería a ese muchacho. Mi querido.
     —Un helado.
     —Tienes razón, mi querido. Iba a olvidar mi promesa.
     Patricio conocía la ruta del café. Bruno lo llevaba con una mano y la bicicleta con la otra.
     —No te suelto más.
     El muchacho apresuraba el paso. Parecía haberle dado vuelta a la hoja, olvidada la desdicha. Era la hora de la recompensa, del helado.
     —Escoge lo que quieras —dijo Bruno frente al mostrador. Volteando hacia la despachadora—: Dos bolas —dijo.
     —Pistache —dijo Patricio. 
     —¿Pistache y qué? —preguntó Bruno— ¿Chocolate y vainilla?
     —Pistache —repitió el muchacho afirmativamente.
     —Dos bolas de pistache —explicó Bruno a la joven—. Y para mí, chocolate, vainilla.
     Era una locura para su dieta. Pero era la celebración.
     —Vamos a sentarnos —dijo Bruno.
     Comía su helado con gula, sin reflexionar, los ojos fijos en Patricio. Un tesoro, se repetía. Y pensar que estuvo a punto de perderlo. «¿Está rico?», le preguntó al pasar la mano sobre la cabeza del muchacho. Lo amaba. Sí, lo amaba. Lo estaba cuidando porque lo amaba. No era una carga. Siempre le había temido a las consecuencias del amor. Coacción. Pérdida de libertad. Matrimonio. Patricio no pedía nada y estaba simplemente feliz.
     —¿Te gusta el pistache?
     —El helado —precisó el muchacho.
     Era tan simple. Un helado y es la felicidad. Con la condición de que sea de pistache. Bruno se sentía ligero. Y tan joven. Todo puede comenzar, tener un principio. Sería suficiente un helado. Es todo.
     —Voy a decirles a tus papás que yo me perdí en el parque.
     Patricio soltó la carcajada. Sintiéndose exaltado por la alegría del alivio, Bruno se dijo que si le preguntaran cuál era el sonido más bello del mundo, él respondería sin dudar: la risa de un niño.
     —¿Tú?
     —Sí, soy yo el que confundía los senderos.
     Acabando de lamer su helado, Patricio le dio el barquillo a Bruno.
     —¿No quieres más?
     —No me gusta el barquillo.
     Le iba a proponer otro helado. Se abstuvo para no estropear su cena.
     —¿Quieres andar de nuevo en la bicicleta?
     Patricio hizo un gesto antes de decir con voz sorda: Sí.
     —Te vas por este sendero y donde termina das la media vuelta, te regresas hacia mí. No te vas a ningún lado más lejos. Te voy a vigilar.
     Bruno no podía negar su miedo. Era importante que su miedo y el del niño no se transformaran en traumatismo. Patricio hizo dos vueltas. Luego, dejando caer por tierra su montura, se arrojó en los brazos que Bruno le extendía.
     —Te amo —dijo éste, espontáneamente. No le tenía miedo a la palabra que en general no se le escapaba en el apogeo de ciertos abrazos.
     —Yo también te amo —dijo el niño.
     —¿Quieres regresar a casa?
     —Sí, jugaremos con los legos.
     Patricio le mostró el camino. Pasaron frente a un puesto de periódicos. Una variedad de dulces, extendidos sobre el mostrador, inmovilizó al niño. Porquerías, dijo Bruno.
     —¿Quieres dulces? —los nombres se le escapaban.
     —Mamá no quiere.
     —No le diremos; ése será nuestro secreto, tuyo y mío.
     Lo jaló hacia él, lo estrechó. Bruno temía agotar rápidamente sus talentos de tío abuelo. Al día siguiente estaría muy lejos. Miraba de arriba abajo al muchacho, su mirada pasaba de sus brazos a sus piernas. Era la primera vez que experimentaba un sentimiento tan poderoso sin la sombra del deseo. Le acarició la cabeza. El momento de gracia, los instantes privilegiados serían muy breves. Lo colmaría de cumplimientos, le diría en silencio: Tienes unos ojos tan bellos, una boca hermosa. Mi querido, mi amor. Inauguraba un camino desconocido y el brote de una fuente inagotable no se detendría jamás. Amaba a este niño y no se preguntaba si era tan bello, tan inteligente como lo sentía. No importa. Tenía ganas de cantar, de saltar, de gritar de todas las maneras su dicha, la gran revelación del amor. Tenía que confesarle a Patricio que le aseguraba que no lo olvidará jamás, que regresará pronto a Londres para verlo.
     Tenían un rato en casa cuando Helena telefoneó para decir que estaban retrasados. «¿Tarde?», exclamó. «No importa a qué hora, ellos llegarán muy pronto. Estamos tan bien Patricio y yo juntos. Jugamos».
     Apenas abierta la puerta, su sobrino se deshizo en disculpas, él lo desengañó. ¿Qué le iba a decir sin disimular? ¿Que había descubierto el amor? Un amor del que nunca había sospechado la existencia. Que él había pasado tantos años en dar la vuelta al mundo, en cambiar de brazos y de cuerpo, sin darse cuenta de que se perdía de este amor libre, sin temor. Un regalo supremo. Rodeó con sus brazos las espaldas de su sobrino. ¿Iba a confesar su angustia por no haber tenido hijos? Se dio cuenta —a tiempo, afortunadamente— de que hubiera sido el colmo del ridículo. Lo apretó como para decirle: «Tú eres como un hijo para mí». Miró fijamente a la ventana para evitar la mirada de su sobrino. Alejaba las palabras que lo traicionarían de lo que lo colmaba de gratitud.
     —Patricio es un muchacho adorable.
     No sintió la necesidad de contar su día, el terror experimentado en el parque. A su partida, les anticipará. Volverá rápido a Londres para jugar con Patricio l

Traducción del francés de Silvia Eugenia Castillero

 

 

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