(Guadalajara, 1964). En 2020 se publicó su traducción de El velo alzado, de George Eliot (UNAM, 2020).
Leí una primera versión de El cuarto jinete, la novela más reciente de Verónica Murguía, hace muchos años. Como explica la autora en la nota al final del libro, esa encarnación previa se remonta a 2003. Desde ese primer manuscrito experimenté como lectora, con estremecedora inmediatez, la vívida representación de la tragedia de la peste negra en la Francia del siglo xiv gracias a la pluma exacta, erudita y virtuosa de Murguía.
Con enorme placer leo ahora este libro no por desgarrador menos hermoso, publicado al fin durante la pandemia de covid-19, y oportuno recordatorio de la esencia de nuestra común humanidad.
El «coro de voces» que narran la historia —homenaje a Marcel Schwob— se enlaza en torno a las de dos hombres: Abu Alí Ibn Mohamed de Ronda, después conocido como Pedro de Hispania, y su discípulo Guy de Comminges, a quienes vemos luchar contra los demonios poderosísimos del miedo y la repugnancia. Su aprendizaje es una verdadera iniciación: imperfecta, sembrada de dudas y caídas, y al final de la cual no hay recompensa visible más allá de haber atravesado el bosque de la propia vida y comprendido su severo misterio.
Pedro cumple con entereza su penitencia por haber abandonado, espoleado por el terror, a su esposa, su casa, a sus esclavos. Cruza la frontera a Francia para averiguar cómo los médicos enfrentan ahí el azote de la peste, y se dedica a atender a los pobres, su vida anterior de placer y privilegios convertida en un pasado irreconocible. A su vez Guy, un joven lleno de ambición y sed de conocimiento, con una exacerbada sensibilidad a los olores que despiertan su curiosidad y su placer, es arrojado merced a la peste a un mundo donde no sólo los hedores y el asco le son insoportables, sino en el que su antigua vocación por la medicina es desmoronada por la realidad. Los dos hombres, de distinta fe y distinta patria, son unidos aquí por un dolor que los rebasa, pues es no solamente el suyo, sino el de todos sus semejantes.
La fe es un elemento crucial en El cuarto jinete. Oímos hablar a hombres y mujeres cristianos, musulmanes, judíos, genuinamente devotos unos, otros nada más supersticiosos y llenos de prejuicios, o a fanáticos como los flagelantes, movidos por la pasión, el odio y el fervor por la sangre. En un París sucio y asolado por la desgracia que mina las certezas y el orden social, estos personajes serán capaces de actos de infinita piedad, solidaridad y amor, de grandes infamias o pequeños crímenes (como en el caso del carretero que recoge a los muertos, a quien la peste le proporciona un oficio y dignidad), pero el eje que atraviesa el discurso de todos ellos es la fe —el referente que da sentido a sus vidas— o su pérdida. La erudición de la autora, conocedora profunda de la Edad Media, nos hace vislumbrar lo que habrá sido vivir en una época en que la fe era una forma de habitar el mundo. Si bien en la novela se comparan las distintas religiones y costumbres, el centro de aquel mundo es la fe, una visión —una poética, de hecho— que ahora nos cuesta mucho comprender.
Encontramos también a aquellos que exaltan no a Dios, sino a la vida misma: los que se entregan al deseo y al placer desafiando a la muerte en una celebración extática del cuerpo; a niños que pierden la inocencia y hasta el miedo, envalentonados por vivir en un mundo que se acaba, o a un mendigo que observa cómo ahora el mundo entero es su igual en sufrimiento. Murguía nos hace habitar un mundo en el que la vida es ardua, la ciencia se confunde con la superstición, y en el que no hay fronteras definidas entre los prodigios (como el cometa que algunos creen que anunció la peste, en una visión a la vez terrorífica y de extraordinaria belleza), un reino interior espiritual, por defectuoso que sea, y lo sobrenatural.
Uno de los recursos con que la autora nos abre magistralmente sus puertas es su atención minuciosa al cuerpo: el cuerpo sano y lleno de deseo, en contraste brutal con el de las víctimas de la peste, cuyas descripciones son sólo soportables por la gracia y sobriedad del lenguaje, y el cuerpo humano en la cotidianidad de sus dolores, placeres, humores, belleza o fealdad. Ahí encarnan la vida y la muerte; ahí habitan la fe o su ausencia; ahí sucede la existencia, el testimonio del mundo, y en esos cuerpos reconocibles queda tendido un puente entre los hombres y mujeres anónimos del pasado, nosotros y los que vendrán.
Otro elemento clave es la compasión como el único antídoto contra el miedo y la única respuesta ante la muerte, aunque no logre conjurarla.
En su nota final, Verónica Murguía comenta que, en nuestros propios tiempos aciagos, encuentra una forma de esperanza en saber que, después de la peste, uno de los signos que anuncian el final de la Edad Media, llegó el Renacimiento. Por mi parte, encuentro ya bastante consuelo en un libro que nos entrega una verdad existencial y humana mediante una historia en la que el sufrimiento atroz se revela con enorme belleza.