Falsa alarma / Gonzalo Hernández S.

Lo observé mientras caminaba, atento a sus pasos. El suyo era un andar despreocupado, parsimonioso. Incluso irresponsable. Le importaba un carajo que llevase minutos, horas aullando. Más de un día. Me fijé en su ropa. Un pantalón de cotelé azul y una chaqueta deportiva blanca. Abajo, una camisa a cuadros. Se detuvo un instante, buscando su manojo de llaves. Un tipo joven. Salí de mi escondite. Lo encañoné.
     —Haz que se calle —ordené.
     Me observó impresionado, pestañeando. Sus manos temblaron. Se le cayó el llavero. Le acerqué la pistola a la sien.
     —Recógelo. ¡Rápido!
     —Amigo, por favor…
     —¡Silencio! ¡Y haz callar también a tu puto auto!
     Se puso en cuclillas, obedeció. Pude notar que entrecerraba los ojos. Quizás rezaba.
     Presionó el botón equivocado. La alarma siguió sonando. Tomé la pistola por el cañón y le di con la culata en la cabeza. Cayó de espaldas, dando un quejido lastimero. Aparte de asustado estaba borracho. Un pobre idiota.
     Recogí el llavero y me preocupé yo mismo de acabar con el demencial ruido.
     —Ahora vas a abrir las puertas —le dije, arrojándole las llaves—. Sin nuevas torpezas.
     Asintió y farfulló algo que no alcancé a escuchar. Pensé que mi postura debía reflejar verdadera convicción. Una determinación, digamos, plena de moralidad. El sujeto no intentó ofrecerme dinero, ni sacó su billetera, ni realizó ninguna otra estupidez que uno pudiera esperar en una situación semejante de parte de un hombre medianamente desesperado. Eso me infundió confianza.
     Sonaron dos bips, luego el chasquido que indicaba la apertura centralizada de puertas. Lo apunté de nuevo y le indiqué con un gesto que subiera. Yo monté en el asiento de atrás, un poco incómodo. Había ropas desperdigadas: camisetas, pantalones, alguna chaqueta. Arrojé todo al asfalto. Los respaldos de cabecera estaban cubiertos de plástico transparente; el olor aún delataba lo reciente de la compra. Todo ahí dentro parecía más o menos flamante, salvo el conductor.
     —Puedo oler tu miedo, hijo de puta. ¿Estás asustado?
     —Amigo, por favor, no me haga daño. Le doy lo que quiera.
     —Quiero que manejes. Echa a andar el motor y sigue derecho por esta calle. No pases de los treinta, o disparo.
     Obedeció. Quizás se hubiese mostrado menos dócil de saber que yo nunca había manejado un arma. Las luces de los paneles se encendieron. El interior se llenó de destellos verdes y amarillos. El reloj de encima del salpicadero indicó las cuatro y treinta. El vehículo inició una marcha agradable, silenciosa.
     —¿Te das cuenta de la hora que es? —pregunté.
     Quiso responder algo, pero titubeó. No lo dejé hablar:
     —Es plena madrugada del lunes. Tu auto lleva sonando desde la noche del sábado. ¿Tienes una explicación racional para esto?
     —Yo…, no sé, no entiendo, lo dejé en silencio. Escuche…
     —No. Tú escucha. Tuve que aguantar ese ruido toda la noche del sábado y la madrugada del domingo. Ayer, durante el día, tu bosta siguió sonando. Pensé que en algún minuto se iba a detener. Me dije: «Paciencia, tendrá que llegar en algún momento el dueño, hacer que esto se detenga». No fue así. No apareciste sino hasta ahora. Yo debo corregir pruebas para mañana, ¿sabes? Muchos exámenes. Soy profesor y tengo responsabilidades que llevar, no puedo cumplirlas si un ruido del infierno me está importunando todo el tiempo. Requiero mantener mi mente en paz para concentrarme. Necesito silencio, ¿entiendes? Dobla en esta calle a la derecha.
     El tipo obedeció. También lanzó un suspiro. Quizás lo aliviaría el saber que no estaba ante un ladrón cualquiera. Habrá pensado a su situación como menos mala ya que un profesional, un tipo que llevaba una carrera docente a cuestas y no un delincuente común, era quien lo amenazaba desde el asiento trasero.
      El vehículo comenzó el descenso. Era un momento de riesgo inevitable: por alguna calle había que bajar. Al sujeto podía ocurrírsele soltar el pedal del freno, ganar velocidad y luego estrellarse en alguna parte. También podía ser que sus nervios lo traicionaran, máxime considerando que estaba algo ebrio. Le previne convenientemente respecto a estas y otras posibilidades. Tuvo el buen tino de proceder de forma correcta y no cometió yerros durante las tres cuadras que duró el descenso.
     —Ahora toma Prat y dirígete hacia la costanera —le indiqué—. No pases de los treinta.
     Continuamos en silencio hasta llegar a destino. Un recodo de la costanera que derivaba en un embarcadero a medias destruido. No nos cruzamos con nadie en todo lo que duró nuestro corto viaje.
     —Ahora bájate —dije, luego de estacionarnos pegados a la berma.
     No lo perdí de vista. Con la pistola indiqué en dirección al viejo embarcadero. Cerró los ojos y comenzó una letanía de súplica.
     —¡Basta! No quiero llantos ni lamentos. Te vas a comportar como un hombre. ¡Hazte responsable de tus actos!
     —Por favor, yo…, ¡no podía saberlo! ¡Estaba lejos! De haber escuchado que sonaba la alarma hubiera ido a ver qué pasaba, la habría apagado. Por favor, no me haga daño. Tengo un hijo…
     —¿Dónde estabas?
     Quizás no esperaba la pregunta.
     —Yo…, tenía un compromiso… lejos…, o sea no tanto, pero a unas cuadras de donde…
     —¿Por qué lo dejaste justo frente a mi casa?
     —¡No podía saber que era su casa, amigo!
     —¡No soy tu amigo! Si vuelves a repetirlo, te pongo una bala en la rodilla.
     —Está bien.
     —¡No! ¡No está bien! No podías saber que era mi casa, pero no podías saber de quién era en absoluto. Coincidió que era la mía, pero bien podía ser la de alguien moribundo, o de alguna familia con niños que necesitan sueño, descanso, o sencillamente de alguien que aprecia el silencio y no puede obtenerlo por culpa de un irresponsable, un inconsciente, alguien que se pasa por el culo el reposo y la paz ajena. ¡Y todo por andar bebiendo! ¿Lo vas a negar?
     —No…, es decir, sí, tomé un poco, pero…
     —¿Cuántos años tienes?
     Habíamos llegado al embarcadero. Estaba que se orinaba encima.
     —Ve… veintisiete.
     —¿En qué trabajas?
     —Estudio…, ingeniería forestal.
     —Forestal, ¿eh? ¿Y para qué? ¿Para luego actuar con la misma inconsciencia hacia el medio ambiente? ¿Para sólo pensar en tu propia conveniencia, importándote un carajo el bienestar del resto de la gente? No me sorprende. Toda tu generación piensa de la misma forma. Son atropelladores, egoístas. ¿Dices que tienes un hijo? ¿Cuántos años tiene?
     Tragó saliva.
     —Cinco —a punto de llorar.
     —No sabe lo cerca que está de quedar huérfano, el pobre.
     Se quebró. Cayó de rodillas, se cubrió la cara con las manos. Le impedí que gritara y lo obligué a arrastrarse fuera del embarcadero. Saqué la soga y le amarré los brazos al borde de una verja, a un costado. Mis nudos eran torpes, tengo poca experiencia en asuntos de cuerdas, pero era irrelevante. Los mocos le caían por encima de los labios.
     Me devolví al auto, que seguía con las llaves puestas. Saqué el freno de mano y lo dirigí manualmente al borde de la frágil plataforma de madera, la cual crujió un poco. El trasto se inclinó visiblemente, veinte o veinticinco grados.
     —Por favor, no. Le pago lo que sea. Lo indemnizo. Por favor.
     Le volví a pegar en el rostro. Fue el momento en que el embarcadero crujió y se vino abajo. Daba a una parte poca profunda del río, por lo que el auto se estrelló principalmente contra piedras y desechos, produciendo un estrépito clamoroso. Un grupo de ratas salió huyendo de entre las sombras. La alarma comenzó a sonar.
     —Para que tomes nota —lo previne—. Cuando tu alarma realmente se necesite, nadie la va a tomar en cuenta.
     Lo dejé atrás, entre sus lloriqueos y el detestable sonido ambiente. Caminé dos cuadras hasta el lugar en donde tenía estacionada mi vieja camioneta; a la entrada de un pasaje, fuera de su vista. La abordé y volví a casa. Todavía me quedaban cerca de treinta exámenes por corregir.

 

 

 

Comparte este texto: