Fallas de origen: uno mismo y la historia [algunas piezas / apuntes de un work in progress] / David

Fallas de origen: uno mismo y la historia [algunas piezas / apuntes de un work in progress] / David Miklos

Maremágnum o anteprólogo / justificación,
con el auxilio de Benedetto Croce

En 1915, a la edad de cuarenta y nueve años o «alcanzado el último año del décimo lustro», Benedetto Croce (1866-1952) escribió una autobiografía intelectual: Aportaciones a la crítica de mí mismo [Contributo alla critica di me stesso, 1915; traducida por Isabel Verdejo y publicada en Valencia: Pre-Textos, 2000]. El acicate o la chispa que le sirvió a Croce para encarar dicha empresa fue una máxima de Goethe, que aparece como epígrafe del libro: «¿Por qué no hace el historiador consigo mismo aquello que hace con los demás?» [Werke, Kürschner, 1806, xxxi, 141].
     Hacia el final de sus Aportaciones, Croce no puede sino situarse en el presente: «Pero escribo estas páginas mientras ruge a mi alrededor una guerra que con bastantes probabilidades envolverá también a Italia; y esta guerra inmensa y todavía oscura en su andadura y en sus recónditas tendencias, esta guerra, digo, que acaso podría estar seguida de general inquietud o de fuerte entumecimiento, no se puede prever qué clase de trabajos nos proporcionará en el futuro inmediato ni qué deberes nos impondrá. El ánimo permanece en suspenso, y la imagen de uno mismo, proyectada en el futuro, centellea descompuesta como la reflejada en un espejo de aguas tempestuosas» [Croce, 66].
     En su tránsito al futuro y entre una y otra guerra mundial, Croce escribió, entre muchos otros libros, cuatro obras historiográficas de largo aliento: Historia de Italia de 1871 a 1915 (1928), Historia del reino de Nápoles (1925), Historia de la edad barroca en Italia (1929) e Historia de Europa en el siglo xix (1932).
En 1934, a dos décadas de su entrega autobiográfica y alcanzado el último año del décimo cuarto lustro, Croce buscó su reflejo en aquellas Aportaciones y encontró su vigencia: «Vuelvo a coger la pluma, veinte años después, para añadir algunas cosas a mis autobiográficas Aportaciones a la crítica de mí mismo, escritas en 1915. Concluía aquellas páginas con una alusión a la tempestad desencadenada en el mundo, y a su oscuro porvenir; hoy, todavía, y desde hace veinte años, nos hallamos sumidos en ella, y no se vislumbra rayo de esperanza alguno que nos augure una salida» [Croce, 71].
     Siete años después, Croce hace una nueva escala en sus Aportaciones: «Han pasado otros siete años y, no sin estupor, me encuentro vivo todavía y en plena actividad, y escribo algunas anotaciones como continuación de la continuación que escribí casi veinte años después del primer escrito; ésta la escribo, sin embargo, a sólo siete años de distancia, por la razón que dio Pascoli una vez, y es la de que, a cierta edad “los días no vienen, se van”, y no podemos esperar demasiado» [Croce, 91].
     Finalmente, en esa nueva adenda a sus Aportaciones, Croce terminó por constatar la culminación de aquella tempestad vislumbrada tantos años antes: «Las condiciones generales de la sociedad de mi tiempo no han cambiado esencialmente en estos siete años, salvo en que los conflictos, antes crónicos o latentes, desembocaron hace dos años en una guerra abierta y violentísima» [Croce, 91].
     Cuando Croce, de sesenta y cinco años, escribe estas líneas, firmadas en Pollone (Biela) el 29 de agosto de 1941, mi abuela Anna Segall, de treinta y seis, está embarazada de mi madre y refugiada en Lacourt-Saint-Pierre, un villorrio del sur profundo de Francia, a novecientos dos kilómetros del historiador italiano. Judía alemana emigrada de Berlín y, en ese momento, perseguida por los nazis en su avance continental, Anna dedica sus días a la supervivencia, junto con mi abuelo Israel Landesmann y mi tío Marcel.
     Todos los datos que conozco de mi familia materna y su éxodo de Berlín a París, luego a Lacourt-Saint-Pierre y, finalmente y pasada la guerra, en su disgregación entre Francia y Alemania, me han sido referidos, de manera oral, por mi madre Monique, quien a los veintitrés años dejó Europa y se mudó, para siempre, a América, no sin dejar una amplia estela de pasado tras de sí.
     Pero, antes de proseguir con esta historia, terminemos con la historia aún abierta de las Aportaciones de Croce, que vieron una nueva edición en 1950 (a dos años de su muerte y con ochenta y cuatro de edad), a la que se sumó un tercer y último apéndice, en el que su autor anota: «Estas páginas fueron escritas en 1915, cuando comenzó a verse con claridad que con la guerra europea se entraba en una nueva época histórica; y por eso, al haber sido educado en la época precedente y haber obtenido de ella todos sus grandes beneficios, sentí de manera espontánea no tener nada más que añadir al panorama que había trazado, para no turbarlo con asuntos discordantes».
     Ahora sí, volvamos con mi abuela Anna a 1941, año por demás discordante.
     El domingo 7 de diciembre, la Armada Imperial Japonesa recrudeció la Guerra del Pacífico (1937-1945) con su ataque a la base naval estadounidense situada en Pearl Harbor, Hawái, evento que determinó la entrada de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial.
     El martes 9 de diciembre, después de que mi abuela Anna recorriera, embarazada y en bicicleta, los diecisiete kilómetros que separan al pueblo Lacourt-Saint-Pierre de la ciudad de Montauban, nació mi madre Monique.
     Cuando en 1942 los alemanes ocupan el sur de Francia, mi abuelo Israel y mi tío Marcel se exilian en Suiza; el primero es confinado en Vevey, mientras que el último, de ocho años, permanece en Berna, en la casa de un pastor protestante. Mi abuela Anna y mi madre permanecen en Lacourt-Saint-Pierre, escondidas de los nazis en un establo.
     Los últimos tres años de la Segunda Guerra Mundial son, en realidad, un vacío en la memoria de mi madre, salvo por un par de recuerdos que, muy probablemente, le fueron referidos por mi abuela Anna, aunque ella parece recordarlo igualmente: «Fue durante este periodo cuando lo alemán adquirió una enorme carga negativa para mí: el terror y la prohibición. Por una parte, el terror al soldado alemán, que significaba una amenaza de muerte. Son pocos mis recuerdos de esta época y muchos se confunden con los relatos de mi madre, también parcos, pero tengo totalmente interiorizado el miedo que me inspiraba cualquier encuentro con un uniformado alemán. Al mismo tiempo, mi vínculo con el idioma se encontraba suspendido: el alemán estaba prohibido en casa. Poseo el recuerdo de dos anécdotas relatadas por mi madre, muy significativas en este sentido. Una de ellas refiere la visita de un soldado alemán a la granja, quien me preguntó si quería un dulce. Le contesté: “Ja, ja, ja”, es decir, “Sí, sí, sí”, en alemán. Así, yo delataba nuestros orígenes y mi madre fue presa del pánico. Para nuestra fortuna, el soldado no reaccionó o prefirió no darse por enterado. Aún me invade cierto estremecimiento cuando evoco esta anécdota. También es muy significativa la emoción que embargaba a mi madre al recordar la visita de otro soldado alemán, muy joven, quien le relató, en alemán, el horror vivido en Stalingrado. Mi madre no podía demostrar que entendía todo lo que el soldado le contaba, aunque sentía un enorme deseo de demostrarle comprensión al desconsolado muchacho. Pienso en el sufrimiento de mi madre, en el dolor que ha de haber significado reprimir todo sentimiento de simpatía por un compatriota que, asimismo, era un enemigo real.» [Monique Landesmann en «Yo, ¿alemana?» en Istor, número 30, año viii, otoño de 2007, 161-162; la edición se titula Alemania: una memoria actual].
     Al término de la guerra, mi abuela Anna, mi tío Marcel y mi madre se reúnen y viajan a París, mientras que mi abuelo Israel regresa a Alemania, pero a Fráncfort, no a Berlín, y allí permanecerá hasta el final de sus días. Después de un periodo de miseria en el que tanto mi madre como mi tío son internados en distintos orfelinatos creados para los hijos de los deportados, mi abuela Anna se empareja con Louis, un judío ruso, sobreviviente del campo de concentración de Mauthausen, y se crea así un nuevo núcleo familiar en un apartamento de la calle Saint Denis.
     Mi abuela Anna se separa de Louis, mientras que mi tío Marcel, ya mayor de edad, primero se enrola en el ejército (debe cumplir su servicio militar) y luego busca, en varias ocasiones y no siempre con éxito, irse a vivir a Alemania. Después de un breve idilio en el que madre e hija viven solas y juntas, mi abuela Anna muere víctima de un cáncer fulminante al hígado. Es 1960 y mi madre tiene diecinueve años. No pasará mucho tiempo antes de que, en 1962, conozca a mi padre y, apenas terminados sus estudios de bioquímica, se venga a vivir a México, en donde yo, ahora y a cincuenta y cinco años de distancia en el futuro, pergeño estas líneas, que sirven de entrada a un work in progress que busca atar los lazos que existen entre la historia y la literatura.

Fallas de origen o prólogo / introducción de uno
mismo, ayudado por mi abuela Anna

No soy historiador. Si bien estudié una licenciatura en Relaciones Internacionales y me zambullí en contadas ocasiones en el estudio de la historia, he dedicado un buen tramo de mi vida profesional a la escritura de ficción. Terminé mi primera novela, La piel muerta (México: Tusquets, 2005), en coincidencia con mi entrada a la División de Historia del Centro de Investigación y Docencia Económica (cide), invitado por Jean Meyer a la jefatura de redacción de Istor, en agosto de 2004. Y aquí sigo, siete novelas, dos libros de relatos y cuarenta y tres ediciones de Istor después, convertido en profesor asociado y metido de lleno en el raro maridaje o amalgama creado por la historia y la literatura, gracias a la tenaz insistencia de Luis Barrón. En suma, casi todo lo que sé de historia (primaria, secundaria, preparatoria y licenciatura aparte) lo he aprendido directa e indirectamente de mis colegas de la División de Historia, ustedes, ante los que ahora presento este proyecto aún en ciernes. Pero regresemos con la historia que encendió la lectura de las Aportaciones de Croce, que es, a la vez, la historia de Europa poco antes, durante y poco después de la Segunda Guerra Mundial, así como la historia de mi origen o, atendiendo el título de este texto, mi origen ubicado en la historia.
     Animado por el relato oral y luego escrito de mi madre, quien en su archivo personal posee los documentos que avalan las fechas y los eventos que le dan un sentido material a su vida, además de la memoria y todas las fallas de origen que ésta pueda tener, me di a la empresa de rastrear la existencia de mi abuela Anna más allá de las fronteras familiares de este par de fuentes.
     ¿Cómo rastrear, más allá del cartapacio de documentos personales en manos de mi madre, la vida de una mujer nacida en 1907 en Hirschberg, Alemania (hoy Polonia) y muerta en 1960 en París, en donde fue enterrada, para luego ser exhumada —no se pagó a tiempo la renta de su tumba— y enterrada de nueva cuenta en una anónima fosa común?
     Antes de responder dicha pregunta, quizá sea pertinente hacer una pequeña digresión y hablar un poco de mi propio origen, más allá de las desviaciones profesionales ya mencionadas, y explicar que nací en San Antonio, Texas, el 8 de agosto de 1970 y no tuve nombre ni familia sino hasta el 16 de octubre de ese mismo año, cuando fui adoptado y traído a México —país en el que crecí, cuya nacionalidad detento y en donde aún vivo— por mis padres, Tomás Miklos y Monique Landesmann (ya mencionada y hasta citada en estas líneas).
     Mi infancia fue feliz y plena, y supe que era adoptado poco antes de cumplir tres años, cuando mi hermana Vanessa, también adoptada, llegó a la casa. No fue sino hasta 1990 que comencé a indagar sobre mi origen biológico y obtuve una historia sociomédica en la que quedaban asentados los nombres de pila de mis demasiados familiares biológicos, así como sus fechas y lugares de nacimiento y, en varios casos, muerte. Pero el año que en realidad detonó toda esta historia, mi historia, fue el aún cercano 2009, cuando supe que iba a ser padre y una especie de alarma genética comenzó a repiquetear tanto en mi cuerpo como en mi memoria.
     Resumo la historia: pocas semanas después de saber que mi mujer estaba embarazada, di con el paradero de mi madre biológica. ¿Cómo? A través de internet, primero; luego mediante una carta enviada por correo desde el centro de Tlalpan hasta Schertz, Texas, una pequeña ciudad del área conurbada de San Antonio, en donde fui enterado de que vivía mi abuela biológica. No hubo necesidad de recurrir ni a la ley ni a un investigador privado: bastó con la información que la agencia de adopción había preservado y a la que yo me había hecho acreedor en 1990, más con la habilidad de un asistente anónimo que supo cruzar nombres y fechas en el registro civil de 1950 de una ciudad de California, para luego seguir las huellas del dato conseguido hasta Texas en 2009.
     Pero regresemos con mi abuela Anna, que es la real animadora de este proyecto, que habla del tránsito de la ficción a la realidad (histórica); y viceversa.
¿Me serviría internet para encontrar información relacionada con ella, muerta mucho antes de la creación de la World Wide Web, una mujer nacida en 1907 en una localidad de Alemania hoy perteneciente a Polonia, muerta en 1960 y desaparecida en una fosa común? Ecce Google.
     El resultado de la búsqueda de «Anna», «Segall», «Monique» y «Landesmann» fue instantáneo y fructífero: me llevó a un documento que forma parte del archivo del United States Holocaust Museum, consignado bajo el título de «Unauthorized Salvadoran citizenship certificate issued to Anne (nee Segal) Landesmann (b. July 29, 1907 in Silesia) and her daughter Monique (b. December 9, 1942 in Montaubon) by George Mandel-Mantello, First Secretary of the Salvadoran Consulate in Switzerland».
     Todo en mí dio un tumbo. Había hecho un descubrimiento, sí, histórico.
     Compartí el documento con mi madre, quien a su vez lo compartió con mi tío: ninguno de los dos tenía conocimiento de dicho evento, y ambos celebraron mi hallazgo.
     El documento es una hoja membretada del Consulado General de la República de El Salvador, C. A., ubicado en Ginebra, Suiza, fechado el 8 de febrero de 1944, y lleva como añadido, muy bien aferrado al papel, una fotografía de mi abuela Anna, mal llamada Anne (hay más erratas, como el año de nacimiento de mi madre, 1942 en vez de 1941, y Montaubon en vez de Montauban, pero eso es una nimiedad en la que sólo repara el editor que llevo dentro).
     ¿Cómo había llegado la información de mi abuela y de mi madre a manos de Georg Mandel-Mantello, una suerte de Schindler de origen transilvano-húngaro (como mi familia paterna), sito en Ginebra, Suiza, y empleado por el Consulado General de El Salvador? Aunque el documento no lo registra, estoy casi cierto de que fue mi abuelo Israel el que estuvo detrás del asunto, desesperado porque mi abuela y mi madre salieran de la Francia ocupada, si bien no hay un documento similar a su nombre ni al de mi tío Marcel, por lo cual esa nacionalidad salvadoreña nunca reclamada por mi abuela, extensiva a mi madre, sólo fue tramitada para ellas: misterio.
     Además de los vericuetos incomprobables (o eso creo) de mi historia familiar materna oral, el documento firmado por Mandel-Mantello coloca a mi abuela Anna en la historia sólida, escrita, parte de un archivo que no es intangible memoria ni cartapacio personal, y que transforma las mitologías de mi origen (vertida en mi ficción) y sus fallas en una realidad constatable.
     Lo que sigue, claro, es rastrear el origen de ese documento, pero ésa no es la labor que aquí me ocupa, o no todavía.
     Regresemos, pues, con la literatura. Y, sobre todo, con la historia que la contiene; o que es contenida por ella.

Caso primero:La Clôture, de Jean Rolin, o los lugares
de la historia [primer tratamiento]

El 7 de diciembre de 1815, poco antes de las nueve de la mañana, el mariscal napoleónico Michel Ney fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento en París. Dicho evento, ocurrido hace casi un siglo, es uno de los puntos de partida del escritor Jean Rolin en su libro La Clôture [París: P.O.L., 2002; traducido como La cerca por Luisa Feliu y publicado en México / Barcelona: Sexto Piso, 2012], un híbrido de prosa que no es ni novela ni ensayo ni crónica, sino una amalgama de géneros que, bien vistos, no pueden ser otra cosa sino historia. Pero no cualquier historia, sino una historia del presente gracias a la intervención del pasado en el devenir cotidiano de Rolin, desplazado al margen de París por voluntad propia, con el ánimo de revisar la vida del mariscal Ney y su tránsito por la historia, así como la microhistoria de una serie de barrios parisinos demarcados por los bulevares Ney y Macdonald.
     Fusilado por traición, el mariscal Ney no fue exiliado de la historia sino exaltado por la memoria urbana: su nombre es una marca indeleble en el trazo de París, así como en los anales históricos de Francia. Sin embargo, de su ejecución queda una sola huella tangible, aunque subjetiva, sita en un museo de Sheffield, Inglaterra: Le 7 décembre 1815, 9 heures du matin, un cuadro pintado por Jean-León Gérôme, en el que Ney yace muerto en el suelo, mientras el pelotón de fusilamiento se aleja de su cuerpo, vestido de civil.
     Más allá de la imagen, está la localidad geográfica en la que ocurrió el evento, y sobre este punto Rolin dice: «Las transformaciones efectuadas desde 1815 en el barrio del Observatorio son motivo de que, en la actualidad, la búsqueda del lugar exacto de la ejecución sea, cuando menos, aleatoria. Con toda probabilidad aquel lugar ha desaparecido, o por lo menos ha perdido cualquier tipo de soporte material, y hoy en día está suspendido encima de los andenes al aire libre de la estación Port-Royal de la línea b del rer [el tren de cercanías de París que cruza la ciudad de norte a sur]» [Rolin, 17].
     Lo referido por Rolin en La cerca nos invita a pensar en la materialidad de la historia, o bien, en la historia y su representación física, para no confundirnos con el materialismo histórico. La historia puede ser, hasta cierto punto, tangible y/o visible, más allá de su registro en tales o cuales documentos, depositados en el archivo, aunque el lugar en el que haya ocurrido esté «suspendido en el aire».
     Sin embargo, la historia tiene otro lugar de acción, como Rolin mismo lo demuestra cuando rememora, el 18 de junio de 2000, el centésimo octogésimo quinto aniversario de la batalla de Waterloo, sentado en la terraza del Café Mariscal Ney, desde el punto de vista de la participación del propio mariscal Ney en el evento: «En Waterloo, el mariscal sabe que se juega el todo por el todo, como algunos otros de sus iguales, también traidores a la monarquía restaurada, y más que Napoleón, que en ese asunto sólo se juega la corona. Cuando la batalla ruge con más furia, y ya han muerto cinco de los caballos que montaba con él encima, Ney instará al general Drouet d’Erlon a “aguantar a toda costa”, “porque o morimos aquí, o nos colgarán los emigrados”.
     »Poco después de las once, a la hora en que por fin empieza la batalla con un intenso fuego de cañones seguido de infructuosos asaltos contra la granja fortificada de Hougoumont, decidí moverme hacia la Puerta de la Chapelle. En mi opinión, el estruendo del periférico es un equivalente aceptable de los ruidos de batalla y me parecía que si exploraba todas las facetas del nudo vial, que tiene muchas, conseguiría descubrir un trozo de terreno, a ser posible con hierba, que pudiera representar en mi dramaturgia el papel de la meseta de Mont Saint-Jean, en la que Wellington arraigó sólidamente el centro de su dispositivo» [Rolin, 78].
     En su relato de Waterloo, del que aquí sólo presento un fragmento, Rolin visualiza la batalla en su mente, a partir de lo leído sobre el evento histórico, y luego lo anima con el resto de su cuerpo, cuando se alza en pos de otro sitio de observación (interior, claro está), con la determinación de representar el pasado en el presente, aun en un sitio en donde no ocurrió lo que sí ocurrió. Más allá del sitio de la ejecución de Ney, «suspendido en el aire», la batalla de Waterloo, desde el protagonismo de Ney, está «suspendido en la memoria» de Rolin, que puede pasear el evento por París sin que éste pierda un ápice de realidad histórica. Así, entendemos que la historia tiene un sitio metafísico, que no es documento ni es lugar, pero sí es, valga la redundancia, historia, y ocurre, desde el pasado, aquí y ahora, depositada en el relato de Rolin: «En la Puerta de la Chapelle, en medio del nudo vial, el campo de batalla de Waterloo presenta, en ese sábado 11 de noviembre [seis meses después de lo narrado previamente], un excepcional grado de suciedad y degradación» [Rolin, 134].

Caso dos:Boyhood, de J. M. Coetzee, o los recuerdos de uno mismo en la historia.

Caso tres:Katyn, de Andrzej Wajda, e Ida, de Pawel Pawlikowski, o la manufactura de la historia oficial versus la hechura de la historia de uno mismo.

Caso cuatro: Herodoto versus Shakespeare o el individuo y su paso por la historia.

Caso quinto: San Agustín, Ernst Jünger, Roland Barthes, Benedetto Croce, Karl Ove Knausgaard y tutti quanti: autobiografía, ficción e historia.

Caso sexto: (Uno) Antes de la historia: narración y prehistoria en la cueva de Chauvet.

Caso último y conclusión:Una muerte sencilla, justa, eterna, de Jorge Aguilar Mora, o la historia como justificación de uno mismo.
      
Bibliografía
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—Jorge Aguilar Mora, Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la revolución mexicana. México: Era, 1990.
—Georges Perec, Nací. Madrid: Abada, 2006.
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2. Películas analizadas
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—Pawel Pawlikowski, Ida (Polonia, Dinamarca, Francia, Reino Unido, 2013).
—Alain Resnais, Nuit et brouillard (Francia, 1955).
—Andrzej Wajda, Katyn (Polonia, 2007).

3. Teoría
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