Espacios y caminos con Fernando González Gortázar

Silvia Eugenia Castillero

(Ciudad de México, 1963). Su libro más reciente es La Isla (Ediciones Monte Carmelo, 2022).

1.

Aquella tarde, en una de las sesiones cotidianas del taller literario al que asistía en el año 1988, llegó —invitado por el coordinador— un hombre imponente, de barba canosa y mirada honda. Vino a presenciar nuestro trabajo, que en ese entonces consistía en subir al escenario a danzar, a decir con el cuerpo el poema que habíamos escrito.

Fernando González Gortázar, con una gran sencillez, nos vio y escuchó a todos. Le éramos desconocidos, unos muchachos aprendices de poetas que hacíamos esfuerzos por lograr el poema. Confieso que en ese entonces yo tampoco lo conocía. Al terminar el espectáculo, Fernando preguntó al coordinador quién era el autor del poema sobre el laúd: era mío. Y dijo: «Es precioso». Me miró, me felicitó y se retiró del lugar.

Yo me quedé impactada por la fuerza y, sobre todo, por esa luz que sembró en mis ojos. Cuando me enteré de que era el escultor de Los Cubos, de La Hermana Agua y de La Gran Puerta, y el arquitecto del Centro Universitario de Los Altos, en Tepatitlán, no podía creer la sencillez y la empatía de Fernando.

Varios años pasaron sin volverlo a ver. Un día, por el año 93, iba caminando para ingresar a la fil cuando lo encontré haciendo fila para comprar un boleto de entrada. Sentí una fulguración que me atravesó la piel y los nervios. Con timidez, me acerqué para saludarlo. Me recordaba. Y en un acto de audacia le regalé mi primer libro publicado, me solicitó una dedicatoria y mi número telefónico. Días después me llamó. Desde aquel encuentro en un café de Guadalajara, después de una conversación lúcida y llena de vivacidad, Fernando González Gortázar y yo fuimos amigos entrañables.

2.

Fernando emanaba de su persona una luz singular, a primera vista, vacilante, misteriosa, pero una vez que abría su rostro hacia el momento de la conversación, la luz se aclaraba y se volvía nítida. Una luz matinal llena de transparencia, acompañada de una sonrisa y un gesto de aprobación, o más, de una expresión de felicidad.

A lo largo de nuestra amistad de casi treinta años me enseñó a mirar las sutilezas y a reflexionar desde la intuición. La luz es la realidad, pensaba, todo lo que percibimos con los sentidos es real, todo lo que imaginamos es real: es exactamente igual de real un objeto sólido que la sombra que proyecta. La luz —acotaba— es lo que hace que un espacio exista: puede abrir o cerrar un espacio. A diferente luz corresponde diferente arquitectura.

Me platicaba la manera de hacer vivir los volúmenes, respetar su espacio, el espacio generado por la obra; lograr que esa obra entre en armonía con todo lo que la rodea. Por eso la obra de Fernando dialoga con la naturaleza y se transforma en un objeto-espacio natural.

En cada encuentro me mostraba cómo habitar el mundo por primera vez. Un mundo completo, conjugado, armónico, a pesar de lo atroz y perverso. Esa unión de contrarios y de lo informe con las formas es el centro de su obra. Es su pálpito. Hablábamos horas y horas. Y ese latido no era el tañer de una campana, sino un sonido finísimo y continuo, de infinito. Ese latido lo tenía en sus manos. Y en su mirar y su inteligencia.

3.

La obra de González Gortázar posee muchas aristas y múltiples acercamientos. Para él, la mirada del ser humano siempre es en perspectiva. Eso significa —me decía— que las cosas que están próximas son virtualmente más grandes que las que están lejos, y que objetos pequeños colocados cerca pueden obstruir objetos enormes. Las imágenes que nos ofrecen las ciudades siempre están en perspectiva respecto al caminante, al visitante, al espectador. Y —continuaba— se debe tener conciencia de cuáles imágenes no se pueden perder ni pervertir.

Como las descripciones de Marco Polo, la arquitectura de González Gortázar nos conduce por ciudades mágicas, inconmensurables, como si el paso de una a la otra no implicara un viaje sino un cambio de elementos […] desmontada la ciudad parte por parte, la reconstruía de otro modo, sustituyendo ingredientes, desplazándolos, invirtiéndolos.1

Un movimiento con sentido es el arte urbano de Fernando: rematar las perspectivas, jerarquizar los espacios abiertos. Cuántas veces me enseñó que la arquitectura es un trayecto, una secuencia. Maestro del arte urbano, lo concebía como una creación que nace de problemas, de circunstancias concretas, que repercute en la ciudad y se vuelve elemento inseparable de ella. En medio de todos los elementos que existen (árboles, anuncios, cables, etcétera), la obra tiene que destacar y florecer.

4.

Fernando era gran lector, sus referencias para explicar la arquitectura eran con frecuencia literarias. Del número de ciudades imaginables hay que excluir aquellas en las cuales se suman elementos sin un hilo que los conecte, sin una regla interna, una perspectiva, un discurso.2 En conversación con Marco Polo, considera que la ciudad es la más grande de las invenciones de la humanidad: no hay nada más original, más radical, más arbitrario, más inagotable, más rico. Concebía la ciudad como un sitio en el que todo es complejo, polivalente e interdependiente. También debe expresar la verdad y el autorretrato colectivo, pues la ciudad es propiedad de sus habitantes.

La ciudad es, para González Gortázar, un ente entrópico: cualquier acción que se ejerce en un punto repercute en todas partes. Es un ecosistema. Las ciudades tienen intersticios, me lo decía a la manera de un relato. La relación entre el vacío y lo lleno, entre las masas edificadas y las sombras.

Su arquitectura siempre ha respetado la sustantividad de cada ciudad donde creó sus construcciones originales y orgánicas. También sus esculturas poseen el encanto de situarse justo en el intersticio entre lo que no es y lo que comienza a ser, pues dan existencia visible a lo invisible, vuelven tangible el delirio, acercan esa parte desconocida del mundo. Sus dibujos y esculturas son a un tiempo génesis y metamorfosis. Y el encantamiento acontece porque somos observadores y a la vez seres observados, miramos la obra con nuestros ojos y de manera simultánea la obra nos habita y nuestro interior es tocado por un lenguaje nuevo, por imágenes primigenias.

Las formas creadas por él contienen una savia hecha con la mezcla de la tradición y del rompimiento. Son materia cambiante, pues ellas portan lo salvaje de la naturaleza adecuado a un espacio concreto, instaladas en los límites de lo posible y lo imposible y llenas de nuevas posibilidades.

En las ciudades —me enseñaba— es importantísima la mezcla de funciones y la mezcla de grupos sociales. Y declaraba con profunda convicción: «Creo muchísimo en los mestizajes, en todos, pero especialmente en los culturales, y me repugna cualquier tipo de pureza. Cualquier pureza es repugnante e inhumana».

5.

Cuando Fernando venía a Guadalajara, me llamaba para vernos. En alguna ocasión nos reunimos en el centro de la ciudad. Desde ahí me mostró el contraste que vivimos en esta contemporaneidad con respecto a los centros urbanos tradicionales frente a los centros comerciales de modelo gringo, que se han convertido en los nuevos centros de la urbe. «La Plaza de Armas era una plaza pero también era un jardín, la naturaleza formaba parte del corazón urbano. Era un sitio donde había recreación y cultura: en el quiosco tocaba la banda de música; era el sitio de encuentro de la ciudadanía, la gente paseaba, conversaba, jugaba, se reconocía, se creaba un sentido de identidad. Ahí estaban la presidencia municipal, el palacio de gobierno, la parroquia, las tiendas, el médico, el notario, el correo y el telégrafo. Era un centro multifuncional. En cambio, en los centros comerciales no hay nada qué hacer aparte de consumir, son un perfecto ejemplo del empobrecimiento de la vida social».

6.

Uno de los temas que a González Gortázar le gustaba debatir era la belleza, esa armonía de las partes con el todo y de las partes entre sí. Para él, las obras de arte poseen fuerza, la capacidad para contenernos, la forma de concretar una emoción en un espacio transfigurado, y en especial a la arquitectura —que nunca es transitoria— la concebía como la forma de expresar el estado de ánimo de una comunidad. Esto le da a la obra de arte una cualidad de eterna.

Fernando era un enamorado de la arquitectura, su gran pasión junto con la música. Me contaba que le hubiera gustado ser un explorador del siglo xix, no obstante, y a falta de lugares por descubrir en el mundo geográfico actual, a través de la arquitectura hay mucho para inventar, crear, soñar. La arquitectura nos permite intentar nuevos mundos, mejores mundos, públicos o íntimos, espectaculares o discretos, cálidos o cerebrales, excitantes o serenos, solemnes o festivos, racionales o fabulosos. Como sean, pero siempre buenos, siempre nobles y siempre juntos. La arquitectura —lo expresaba con la contundencia de su sagaz mirada— nos permite decir cómo queremos que sea nuestra vida, la personal y la colectiva.

7.

A veces me basta un escorzo abierto en mitad mismo de un paisaje incongruente, un aflorar de luces en la niebla, el diálogo de dos transeúntes que se encuentran en medio del trajín, para pensar que partiendo de allí juntaré pedazo a pedazo la ciudad perfecta, hecha de fragmentos mezclados con el resto, de instantes separados por intervalos, de señales que uno manda y no sabe quién las recibe. Fernando González Gortázar era un Marco Polo. Iba por el mundo interesándose por las cosas que le inquietaban, y pensaba que las contradicciones —raíz de lo inquietante— son algo de lo más rico de la vida. Afirmaba que hay que aprender a convivir con las contradicciones sin conciliarlas, dejarlas permanentemente en choque y cultivarlas: de allí nace parte de la tensión maravillosa de las mayores obras artísticas.

Hombre de aguda inteligencia, Fernando apostaba más que por el concepto, por la imaginación de ese concepto. Lo consideraba la postura moral, ética y cultural: es una declaración de intenciones, una idea sin forma pero que ya contiene la forma, la función, la estructura, el espacio, la escala, la relación con su entorno, la textura, el color. 

8.

En el verano de 2019, después de haber ido a cenar y de haber charlado largamente, como siempre, lo llevé a su casa-estudio de Guadalajara, nos despedimos con ese cariño hondo y transfigurador. De pronto Fernando bajó del coche y desde afuera se acercó para decirme: «Siento que es la última vez que te veo».

No sé de dónde su intuición premonitoria. En unos meses empezó la pandemia y nunca lo volví a ver. Su ausencia —su silencio— me duele infinitamente. Me quedo, sí, con la emanación, la reverberación, de su persona.

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