Escribir por fantasmata / Silvia Eugenia Castillero

Unos días antes de finalizar el año 2010, el periódico El Universal nos convocó a nueve editores para enumerar los diez libros de poesía mexicana más importantes de la década que estaba a punto de terminar. En lo personal, el ejercicio fue una invitación a revisar la historia reciente de la poesía mexicana, ejercicio por demás gozoso. No obstante, me obligó a profundizar en los conceptos poema y arte. Palabras, mundos, gigantescos por inconmensurables. Tierra pantanosa y movediza. ¿No se trata, en último término, de la expresión de pasiones, de esa intersección entre las emociones que nos recorren y nuestra piel; del cuerpo entero, incluida nuestra actividad intelectual? Pero no sólo eso, el arte se trata de piezas saturadas de tiempo, que portan en su interior temblores y sacudimientos.
      Y en ese sentido son surtidores de imágenes.
      En el siglo xv el célebre coreógrafo Domenico de Piacenza enumera seis elementos fundamentales del arte: medida, memoria, agilidad, manera, cálculo del espacio y fantasmata: «He de decirte que quien quiera aprender el oficio, tiene que danzar por fantasmata, y ten en cuenta que fantasmata es una presteza corporal, determinada por el sentido de la medida, que es una facultad del intelecto… una vez iniciado el movimiento, tienes que quedarte como de piedra en ese instante e inmediatamente has de alzar el vuelo, como el halcón atraído por su presa, según la regla antes expuesta, o sea, aplicando el sentido de la medida, la memoria, la manera con cálculo del espacio y el aire» (De la arte di ballare et danzare). Se trata de una súbita detención entre dos movimientos, lo que significa que toda la fuerza está en la tensión interna, allí donde se concentran la medida y la memoria. La memoria, ligada estrechamente al tiempo y a la imaginación, es impensable sin una imagen, y ésta es una afección (emoción íntima) de la sensación o del pensamiento. La memoria posee una energía capaz de turbar el cuerpo. Hallazgo de la forma de esa emoción íntima, una especie de contundente felicidad, llama Deleuze al signo sensible: una brusca parada que condensa la energía del movimiento y de la memoria. Coágulo, espasmo. El objeto artístico, entonces, es creación y al mismo tiempo performance: su original y su repetición. O como dice Albert Loyd: «el poema no se compone para la ejecución, sino en la ejecución».
      El verdadero poema está poseído de vida, es el portador de lo que Paracelso llamó Ninfa, espíritu carnal, cuerpo que cristaliza en el tiempo, indiscernible de su devenir. La ninfa es un espíritu elemental que lleva una existencia paralela al ser humano. Sin alma, puede llegar a tenerla sólo si se une sexualmente a éste. Al volverse carnal se vuelve humana. Esta ambigua relación entre hombres y ninfas es la historia de la relación del hombre con sus imágenes; es el concepto límite entre el pensamiento y el lenguaje, entre el viviente singular y su intelecto. La ninfa representa la cesura entre realidad e imaginación: esa grieta donde ocurre el fenómeno del arte. La ninfa es la imagen de la imagen: la cifra formal que los hombres se transmiten de generación en generación y a la que vinculan su posibilidad de encontrarse o perderse a sí mismos, de pensar o de no pensar (Giorgio Agamben). Es el operar en la encrucijada de lo corpóreo y lo incorpóreo, de lo individual y lo colectivo.
      El poema es una coreografía en el sentido de Domenico de Piacenza, un cuerpo compuesto para una imagen suspendida en el tiempo, que vive en el instante gracias a que se desentraña desde el tiempo histórico, desde su propio pasado. Las imágenes muertas son superficiales, son imágenes que viven como espectros, que no logran transgredir los límites de su propia forma asfixiante. Imágenes autocontemplativas, impostadas, que no asumen su destino de ir cambiando conforme el tiempo se introduce en la historia íntima. El buen poema posee vida póstuma, es movimiento: ida y regreso. Movimiento cinematográfico que logra unir imágenes lejanas en el tiempo, sucedidas unas primero y las otras mucho después, inclusive siglos después. Unirlas en el objeto artístico. Traer consigo la tradición pero también la ruptura. Un buen poema transparenta la genética de su estirpe al mismo tiempo que muestra lo nuevo de su ser. Pero no se trata del movimiento en sí, sino de una suspensión: un punto: una constelación (Walter Benjamin).
      La coexistencia de ambas realidades trae consigo una especie de inmovilidad, ese nicho en el que se encuentra encumbrada la obra de arte, una epifanía cargada de tensiones, suspendida aparentemente en la nada. Se trata de un estado intermedio entre ícono eficaz y concepto, entre el mito y la razón, una zona de ambigüedad. Como «danzar por fantasmata» o como el Coup de dés donde Mallarmé logra elevar la página escrita a la potencia del cielo estrellado.
      Calificar una obra de buena o mala, clasificarla, darle un membrete, significa salirse de los circuitos conocidos y socialmente aceptados, mirar dentro y fuera de la moda y de la generación inmediata, e instalarse en una zona intermedia, en el umbral de lo cotidiano y lo invisible. En el vértice del alma humana.

 

 

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