Varios méritos son los que signan la ya prolongada y fecunda trayectoria de Rodolfo Alonso (Buenos Aires, 1934): entre otros, ser poeta, ensayista, traductor, exeditor, crítico literario. Baste recordar que fue, en América Latina, el primero que vertió al español a poetas de la talla de Fernando Pessoa o Paul Celan (en colaboración con Klaus Dieter Vervuert). Muy joven habría de incursionar en las páginas de la legendaria revista Poesía Buenos Aires. Fruto de la infatigable labor en los periódicos de su país, estos breves ensayos, prosa de arte menor de lo más granado, quiso recogerlos en un ágil volumen, de rápida y enjundiosa lectura, intitulado Defensa de la poesía (Universidad Veracruzana, Xalapa, 2014), en homenaje a Percy Bysshe Shelley. Estas piezas ensayísticas de formato reducido, cuasi diatribas, abordan el oficio de poeta, de traductor, de escritor y, en forma más universal, de hombre preocupado por la cultura.
Ligado a México por razones varias —los amigos en el exilio (entre quienes se contaban Juan Gelman y Hugo Gola, entre otros), el gusto por los viajes y las culturas diversas y la incansable curiosidad por una serie de escritores del ayer y del hoy—, Rodolfo Alonso recuerda su visita a la Casona de los Siete Patios en Pátzcuaro. Descubre filones de poesía ahí donde otros apenas serían capaces de advertirlos. Refiere cómo la anciana mujer que cuidaba los baños, al ser interpelada por el visitante y cuestionada respecto al hecho de que prestara sus servicios al aire libre, y no en el interior, donde estaría más abrigada, contestó: «No, no lo haría, porque si trabajara allí me pondría sombreada y enojona».
Alonso, reparando en el simple y exquisito hallazgo verbal, añade: «¿Cuántos autodenominados poetas de hoy, en todo el mundo, somos capaces de alcanzar semejante limpidez, semejante intensidad y tal hondura? ¿De alcanzar esa densidad, ese timbre, ese tono del lenguaje, que siempre fue de todos y de uno, único y general, íntimamente personal y a la vez, al mismo tiempo, ineludiblemente colectivo?». La poesía no es cosa de especialistas, algo rebuscado y abstruso, sino un producto popular, propiedad de todos. Rodolfo Alonso la busca no solamente en los grandes poetas que ha traducido, como Cesare Pavese, Giuseppe Ungaretti, Paul Éluard, Jacques Prévert, Umberto Saba, Eugenio Montale, Guillaume Apollinaire, Dino Campana, Rosalía de Castro, Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé, Antonin Artaud, Pier Paolo Pasolini, Paul Valéry, André Breton, Ledo Ivo y Georges Schehadé, entre otros, sino también en Gaetano Veloso, el jazz, el cante jondo, es decir, el arte no una cosa intelectual ni elitista. Compuestos en una prosa llana, lúdica, de gran claridad en los conceptos, los ensayos de Alonso llevan al lector de la mano en un recorrido a través de los problemas fundamentales que deben arrostrar los poetas, los traductores y quienes simplemente leen y veneran la poesía.
La suya, puede decirse a grandes rasgos, es una generación en la que se destacan algunos poetas que traducen a otros poetas. ¿Qué vino antes para usted, escribir poemas o comenzar a traducirlos?
Yo me descubrí traduciendo poesía no mucho después de haberme descubierto escribiéndola, casi niño y en ambos casos sin habérmelo propuesto. Eso de «descubrirme» escribiendo y traduciendo es porque yo, en el momento de hacerlo, no tenía conciencia de ello. Es algo que me surgía, y todavía hoy suelo decir, con total sinceridad: «La poesía me ocurre».
Me pregunto muchas veces cómo aparecí traduciendo de varios idiomas tantas obras, sin haber estudiado ni la mitad de ellos. No tengo una respuesta definitiva, pero sí algunos atisbos. Por ejemplo, el caso del portugués sería más comprensible, porque soy hijo de inmigrantes gallegos y mi infancia fue bilingüe. Y el gallego, que es una lengua de poesía, es la misma que usaban en la Edad Media los legendarios trovadores galaicoportugueses. Así que del gallego al portugués no hay demasiada distancia. Sí estudié francés e inglés, y hasta latín, pero nunca italiano. Pero italiana fue la mayor inmigración europea a la Argentina y, en consecuencia, el italiano estaba en el aire de Buenos Aires, la ciudad donde nací y que tuve que descubrir por mí mismo.
Yo intuyo que, si tuve algún don, es el don del oído, el don de lenguas. Un día me lo hicieron notar: usted habla de escribir y no habla ni de la boca ni de la mano. Y es verdad, ¿por qué hablo del oído cuando hablo de escribir? Creo que tienen, que siempre han tenido mucho que ver. Porque la poesía tiene que ver también con el oído. Cuando hablo de poesía no hablo de un género específico, sino de la escritura como arte, cualquier escritura donde se ejerza el lenguaje como arte.
En fin, lo primero que recuerdo que comencé a traducir, espontáneamente, fueron los modernistas brasileños, que no tienen nada que ver con el modernismo hispanoamericano, son más bien lo contrario de la retórica en que terminó derivando el genio de Darío. El hecho de que esa vanguardia brasileña, surgida a comienzos de 1922, sea al mismo tiempo esencialmente nacional, es una de las pruebas más contundentes de la originalidad de las vanguardias latinoamericanas, durante tanto tiempo acusadas de europeizantes. Ese mismo año, César Vallejo publica en otra ciudad de provincia, Trujillo, su segundo libro, Trilce, donde se agotan muchas de las experiencias que las vanguardias europeas recién iban a considerar después. Recordemos, al respecto, que el movimiento más orgánico y fecundo de dichas vanguardias, el surrealismo, surge en octubre de 1924. Mientras que, ya en la década anterior, la de 1910, el chileno Vicente Huidobro está en los orígenes, forma parte activa de los fermentos primeros de esas vanguardias en Madrid y París.
Como dije, comencé traduciendo a dos figuras clave del modernismo brasileño: Carlos Drummond de Andrade y Murilo Mendes, con quienes llegué a trabar enseguida amistad, por correspondencia. Casi al mismo tiempo, y también como por milagro, la noche antes de cumplir diecisiete años aparezco convirtiéndome en el miembro más joven de la que sería una legendaria revista de vanguardia: Poesía Buenos Aires, que llegó a sacar treinta números en diez años, donde contrariamente a lo habitual no sólo se encaraba a la poesía como creación sino también como traducción y reflexión.
¿Recuerda cuál fue la primera traducción que le pidieron y cuáles le siguieron?
La primera traducción que me publican es de Cesare Pavese. Paco Urondo, un compañero algo mayor de Poesía Buenos Aires, me lleva a su ciudad natal, Santa Fe, donde tomamos contacto con Hugo Gola y un casi niño Juan José Saer, así como, cruzando el río hasta la vecina ciudad de Paraná, con un gran poeta argentino entonces casi olvidado: Juan L. Ortiz. Fueron años intensos y veloces, en los que las cosas ocurrían al mismo tiempo y sucesivamente. Con Gola descubrimos nuestra común admiración por Pavese, que se había suicidado unos años antes y que hasta hoy sigue siendo una presencia fundamental en mi vida. Juntos, Hugo y yo, seleccionamos y tradujimos un conjunto de ensayos, al que bautizamos con el título de uno de ellos, El oficio de poeta. Y ésa fue la primera traducción que me editaron. Con tanto éxito que tuvo sucesivas reediciones, y una enorme influencia sobre varias generaciones intelectuales y artísticas.
Poco después, Aldo Pellegrini me encarga un poeta que en ese momento era absolutamente desconocido, incluso en Portugal: Fernando Pessoa. Ya conseguir sus libros fue una epopeya, nadie los tenía. Y sus herederos no querían ni autorizar la traducción, como si les diera vergüenza. No sé cómo lo logramos. Las cosas se dan a veces mágicamente, por una cadena de prodigios. Así aparezco traduciendo lo que es la primera versión de Fernando Pessoa en América Latina. Pero también la primera con sus heterónimos en castellano, ya que lo único aparecido antes era sólo un cuaderno breve con Alberto Caeiro.
Pessoa tuvo entonces un éxito tan inmediato e instantáneo como inesperado. Tanto, que hubo reediciones y reediciones, hasta ediciones pirata.
En los últimos años, Emecé me encargó traducir cinco libros de Pessoa y ahí pude comprobar que, aun en un momento de banalidad globalizadora como éste, Pessoa sigue teniendo lectores. No lectores del éxito masivo, lectores de best-sellers, sino lectores que siguen teniendo con él una relación personal, casi secreta, como un descubrimiento. Eso ya ocurrió en los comienzos.
Al año siguiente me encargan traducir a otro gran poeta: Giuseppe Ungaretti. Ese libro también tuvo un éxito extraordinario y continuado. (Allí mismo me encargaron una de las primeras novelas de Marguerite Duras, Moderato cantabile, que luego reeditaría Planeta en España.) Todo esto ocurre vertiginosamente, en muy poco tiempo. Y en plena juventud, casi diría adolescencia. Marcelo Ravoni me propone traducir los poemas completos de mi querido Cesare Pavese, sus dos libros: el inicial Trabajar cansa y el póstumo Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, que editó Lautaro.
Lo de Pavese fue una edición con muchos defectos, se tragaron poemas, las erratas. Yo venía de la vanguardia. El oído ése a que aludo estaba en ciernes y, con los años y las décadas, fui percibiendo lo que había dentro de la estructura poética del lenguaje en los poemas de Pavese. Entonces me llevó muchos años trabajar sobre eso y no conseguía editor, porque ya habían comprado los españoles las grandes editoriales argentinas, que fundaron, por cierto, republicanos españoles: Losada, Latinoamericana y Santiago Rueda, ésas eran las más importantes.
¿Ha intentado alguna vez traducirse a sí mismo en otra lengua distinta del castellano?
No suele ser fácil, aunque superficialmente lo aparente. Por ejemplo, Pier Paolo Pasolini comenzó escribiendo en friulano, la bella lengua de su madre, que en su niñez, durante la guerra, lo llevó a refugiarse en Casarsa, el pueblo donde ella había nacido. Esos poemas en friulano son bellísimos, de una riqueza extraordinaria. La cuestión es que el mismo Pasolini no pudo traducirse a sí mismo en verso al italiano, y los tradujo en prosa. Y Paul Valéry dice que «traducir en prosa es como renunciar a traducir poesía».
En cambio, acaba de ocurrirme algo sí presentido, pero inusitado, con el gallego de mi infancia bilingüe, aprendido de la boca de mis padres. A lo largo de mi vida ya me habían surgido poemas directamente escritos en gallego, una lengua de alta poesía. Que fue en la Edad Media la de los indelebles trovadores galaicoportugueses, la primera gran poesía lírica que se produjo en la península. Prohibida de raíz durante siglos, el gallego es uno de los pocos pueblos sometidos que siguieron hablando su lengua. Y de ellos tomó, sin duda, la gran Rosalía de Castro el instrumento vivo de su obra, que marca el renacimiento de la identidad gallega al mismo tiempo que se convierte en una obra de alcance universal.
Pues como decía, directamente en ese mismo gallego mamado en mi infancia me descubrí escribiendo, a lo largo de mi vida, más de una docena de poemas. No hace mucho, una excelente editorial gallega actual, Barbantesa, aceptó publicarme un libro siempre que fuera totalmente escrito en gallego. Y así, en el término de muy pocos días, no sé si semanas, sentí que manaban en mí, transformados en poemas gallegos, otros que había escrito y publicado originalmente en castellano. Fue algo irracional, orgánico, no planeado. Y el libro con casi cincuenta poemas está allí en prensa y se titula Cheiro de choiva.
¿Qué opina sobre la imposibilidad de traducir poesía?
Quizá sorprenda a muchos diciendo que la gran poesía, la poesía lograda, encarnada en su lengua como un ser vivo, soberano y autónomo de lenguaje, es intraducible. Pero ya lo habían dicho más que claramente tanto Dante Alighieri en el Convivio como el gran Cervantes en el agudísimo capítulo sexto del Quijote. La verdadera poesía, como dije, es intraducible, pero al mismo tiempo es también irresistible intentar hacerlo.
Nuestro padre de la sangre, César Vallejo, nada menos, dijo que «todos sabemos que la poesía es intraducible». Y, en otro lugar, agrega: «se pueden traducir solamente los versos hechos de ideas». Me parece perfecto, clarísimo.
Lo cual me empuja a compartir un descubrimiento que hice, hace ya mucho tiempo, en una vieja edición de la Academia Argentina de Letras. En uno de esos libros que no circulan mucho, que quedan como recluidos, encontré con sorpresa una línea deslumbrante, nítida, bellamente indeleble: «Todo es traducible excepto el lenguaje». Podría haber pertenecido a alguno de esos filósofos europeos de moda: Lacan, Derrida, Deleuze, Guattari, todo el equipo acostumbrado. Pero no, la dijo uno de los más desconocidos, secretos, hondos y hoy generalmente ninguneados grandes poetas argentinos, Carlos Mastronardi. Quien además, un poco más adelante, viene a coincidir con Vallejo, ratificándolo: «Imposible es la empresa del traductor, salvo cuando se trata de nociones o conceptos». Más claro, sólo el agua.
Es como cuando me encontré en un antiguo libro de Kafka, de aquellos de los comienzos, cuando recién se lo descubría, una línea estremecedora que dice «Cavamos el pozo de Babel». Y me sentí deslumbrado, como si hubiera dado con lo que siempre anduve buscando sin saberlo. Toda la metáfora de la Torre de Babel, que intenta convertir la riqueza invalorable de los mil idiomas del mundo humano en apenas «confusión de lenguas», se muestra asimismo más bien hacia lo alto, lo divino, dirigida a Dios. Pero en estas invalorables palabras del gran Kafka, el lenguaje aparece como materia orgánica, como humus nutricio, tal como yo lo vivo intuitivamente desde niño. Me parece estremecedor, una verdad de a puño. Y una metáfora de aquéllas.
¿Habrá casos en que la traducción supere al original, como se dice que pasó con los cuentos de Edgar Allan Poe en la versión de Mallarmé?
Hay un gran poeta español, muy amigo de Pedro Salinas, que escribió «El cisne puro entre el aire y la onda, tenor de la blancura». Otro gran poeta, italiano, lo tradujo así: Puro il cigno sospeso tra cielo e onda, virtuoso della neve. Eso del «tenor de la blancura» como virtuoso della neve, ¿no es cierto que tiene más riqueza? Inclusive «tenor» en castellano, lo primero que se nos viene a la mente es un cantante de ópera. El poeta español es Jorge Guillén, un poeta muy exigente, y quien lo tradujo fue Eugenio Montale.
¿De dónde vendrá que en Argentina se diga acá en vez de decir aquí?
¡Y quiúbole, híjole, ándale, órale, échale! Son expresiones bellísimas, originalísimas, prueba de la vitalidad espontánea creadora de lenguaje que, por suerte, mantiene bien viva el pueblo mexicano.
Aunque ésas son expresiones de uso exclamativo, prácticamente interjecciones, pero en el caso de aquí estamos hablando del adverbio de lugar más fundamental de la lengua castellana. Porque en latín una cosa era decir hic (de donde se deriva aquí), hac (hasta acá), huc (que se perdió pero era desde acá). En otras palabras, el cambio de vocal, ese Ablaut, es, en realidad, un marcador de rumbo o dirección, es decir, de dónde viene y hacia dónde va, un poco como hin und her en alemán.
El acá nuestro es sobre todo de Buenos Aires, no sé si de todo el país. ¡Estoy tan acostumbrado a oírlo y emplearlo desde mi infancia! No tengo una formación académica, como sin duda habrás notado, y por lo tanto no podría darte una respuesta digamos «académica», segura. Guiándome por el uso, y por mi intuición, ahora que lo pienso te diría que podría deberse a que la mayor inmigración europea que recibimos no fue la gallega, como se piensa, sino la italiana. Y en consecuencia que el italiano, «los» italianos, porque convivían muchísimos de sus bellos dialectos, para mí también idiomas, estaba inmerso en el habla rioplatense. Yo mismo, para «inventarte» un ejemplo, traduje del italiano sin haberlo estudiado nunca. Y sin tener, por desdicha, ni una gota de sangre italiana en mi linaje. Pero sí tuve, siempre, desde muy niño, el don de oído, el don de lenguas. Y ahora que lo pienso, quizá venga del italiano nomás, porque el gauchísimo Martín Fierro, publicado por primera vez en 1872, comienza bien claramente: «Aquí me pongo a cantar…». ¡Y está escrita en lenguaje criollo, nomás!
Y cuando hablamos de estas cosas siempre me acuerdo de Gonzalo de Berceo, el primer poeta de la lengua, de cuando la lengua estaba como naciéndole en la boca (en la boca de todos), y que llegó a ser enarbolado mucho más tarde como poeta llano, popular, realista… Y sin embargo, en algún momento de su obra descubrí estas palabras para mí, sin duda, reveladoras: «palabra es oscura». Berceo es el primer autor en escribir cuando el castellano está surgiendo del latín, está naciéndole literalmente de la boca. Y al mismo tiempo ya está ahí, en el pionero de la lengua, en Gonzalo de Berceo, el enigma de la poesía.