Centro Universitario de Ciencias de la Salud
Hubo una temporada curiosa de mi vida en la que la gente, en general, me parecía poco tolerable. Yo la denominaba como periodo de soledad para la introspección y reflexión orientada al crecimiento personal, los demás simplemente lo interpretaban como amargura posrompimiento. Fuere cual fuere la razón, en aquellos días prefería alejarme de todos, de mis amigos, de la familia, de las muchedumbres, pero, sobre todo, sentía aversión por las parejas.
Los noviecillos acaramelados me alteraban los nervios, si los miraba fijamente podía verlos transformarse, primero en siameses unidos de la cadera, luego en un monstruo de dos cabezas, hasta que finalmente se convertían en una sola masa homogénea, algo así como Flubber, pero menos simpático y más pegajoso.
Para escapar de mis alucinaciones, con gusto me habría ido a vivir a una cabaña solitaria en el bosque, pero mi neurosis me hacía necesitar la ciudad. Si me marchaba al hermitañismo del campo, sólo podría desquitar mis amarguras contra las criaturitas del bosque, pero las ardillas no dan tanto material como para desquitarme con ellas.
Por tanto, me quedé en la ciudad, y trataba de hacer mi rutina de la forma más solitaria posible, aunque en un espacio urbano esto parezca imposible. Un día de aquéllos, abordé el autobús y me dirigí al primer asiento vació que vi. Como el trayecto era largo, saqué un libro y me dispuse a leer.
Apenas abrí el libro, cuando un molesto ruido comenzó a perturbarme. Parecía una parvada de guacamayas en celo. Pronto me di cuenta de que aquel escándalo no provenía de exóticas aves, sino de un grupo de señoras (probablemente también en celo) que con tonos agudos parecían querer que todos los pasajeros de la unidad nos mantuviéramos informados del “caso Kalimba”, que era el chisme en boga de aquella fecha.
Al parecer, no fui la única que no quería escuchar el escándalo de aquellas emplumadas damas, así que el chofer contraatacó y puso unas cumbias a muy considerable volumen. Las cumbias no son mi género favorito, pero escuchar que Laura León no es una abusadora me resultaba más interesante que la plática de las guacamayas. Apenas íbamos con el “suavecito suavecito…” cuando al camión se subió un muchacho bien parecido con guitarra al hombro que de inmediato se buscó un lugarcito para empezar a tocar; amablemente el chofer pausó el disco que de seguro se llamaba algo así como Pachangón chilango 2011.
No es nuevo eso de que suban músicos al camión, canten una dos piezas y que pidan una cooperación. Es más, por razones sentimentales yo solía darles una moneda a los que tenían caras de hippies y tocaban a Sabina o Delgadillo. Pero el asunto comenzó a complicarse cuando esta vez, el joven que se subió al camión, en vez de tocar las canciones de rock deprimentemente urbano que yo esperaba escuchar, empezó a echarse los éxitos más cursis y camilescos del momento.
Al parecer era yo la única persona que extrañaba las cumbias. Todos los pasajeros se veían complacidos con la interpretación de aquel cantante. Las señoras guacamayas iban extasiadas, cerca estuvieron de arrojarle su brasier. También una pareja de novios que venía frente a mí se veía muy feliz, el componente masculino de este par iba contentísimo y le decía a su chica “Amor, te acuerdas, esta es nuestra canción, la pusieron en la radio la primera vez que te invité a salir”. Quizá ese chico ignoraba que esa canción sonó unas dieciocho veces al día durante tres meses en todas las estaciones románticas de la ciudad, así que esa tonadilla probablemente también era la canción de otras trescientos cuarenta y cinco mil novecientas cuarenta y ocho parejas.
El Mario Domm de los urbanos se bajó diez minutos después. Las guacamayas le dieron una muy buena propina, y unas palmaditas de aliento, que por educación, pero no por falta de ganas, sólo fueron en la espalda. El novio de la chica estaba tan emocionado con la asombrosa coincidencia de que hubiera tocado “su canción” que le dio veinte pesotes de cooperación.
Entre las cumbias que ya habían vuelto a sonar y el escándalo guacameyesco que no cesaba, me convencí de que sería imposible concentrarme para leer, así que opté por mi segundo pasatiempo favorito: observar parejas e imaginar todos los horribles matices que seguramente tiene su relación.
Abrí mi libro sólo para disimular y me puse a analizar a los novios que estaban frente a mí. En apariencia, era una pareja tan convencional que, si alguno de los dos fuese devorado por una cabra rabiosa, sería de lo más sencillo para el sobreviviente encontrarle reemplazo al difunto.
Mientras yo observaba discretamente, él abrazaba a su novia, le acariciaba el cabello, la miraba con ternura, tomaba su mano, y a la par de toda esta exhibición innecesaria de afecto, él le relataba con lujo de detalle la gran aventura de imprimir un documento “y entonces mandé a imprimir” “y luego no imprimía” “y le puse más papel” “y después me di cuenta de que la impresora estaba apagada”.
¡Qué pereza! Él era tan insustancial que yo ya estaba considerando mejor escuchar el canto de las guacamayas, pero de repente noté algo interesante; no sólo yo creía que él era un tetazo, también ella, su novia estaba a punto de convulsionar de aburrimiento. Era evidente que ni siquiera lo escuchaba. Ocasionalmente le regalaba una miradilla y le sonreía cortésmente, pero la cortesía está abismalmente lejos de la devoción que él le demostraba. Más deprimente que una pareja que no se quiere es otra que finge hacerlo. En este caso ella fingía muy mal.
Cuando él terminó su fascinante historia sobre la complejidad de las impresoras, le comenzó a decir a su novia una sarta de banalidades románticas que concluyeron con un emotivo “Te amo”, al cual la señorita sólo respondió “Yo igual”. Cualquiera habría notado que ese “yo igual” equivalía a un “yo también me amo y encuentro funcional y muy simpático que tú me ames”.
Él jamás notó la frialdad de esa respuesta, tan no la notó que inmediatamente después de recibir esta limosna de afecto la besó agradecido. Ella, como era de esperarse, le correspondió el beso, pero de una forma tan apática que podría jurar que he visto más pasión en una pareja de viejos bisontes ciegos. Seguramente ella sí se creyó esa falacia de que es mejor estar mediocremente acompañado que solo.
Las señoras guacamayas ya habían volado a sus nidos, la pareja siguió con su role playing; en el camión ya no había cumbias, tampoco amor, y yo me bajé en la siguiente parada, más feliz que nunca de que en casa sólo me esperaran dos personas, Annie Hall y el señor Walker, Johnny, como lo llamo de cariño.
(Nota: Esta historia forma parte de una colección intitulada “Crónicas de misantropía”, la cual espera a ser escrita. Algún día, si la apatía lo permite, quedará concluida.)
*Cuento ganador del Primer Lugar en el II Concurso Literario Luvina Joven, 2012, categoría Luvinaria / cuento.