Ése debería ser yo / Emilia Gabriela Cervantes Lechuga

Taller Luvina Joven / Preparatoria de Tonalá

 

Ahí está ella, sentada en el último peldaño de las escaleras del porche de su casa. Una suave brisa hace que sus cabellos se alboroten y cubran su rostro, la veo reír y luchar contra ellos, tratando de que se queden en su lugar, y no lográndolo del todo, decide rendirse. Veo cómo cierra sus ojos y permite que la brisa le dé en el rostro, aquel hermoso y delicado rostro que se niega a abandonar mi mente, tan atrayente y al mismo tiempo dañino; ese rostro que no me deja dormir por las noches o concentrarme en otra cosa que no sea en él; esos ojos, esos ojos que son mi locura, y esos labios, mi total perdición. Toda ella tan sencilla y hermosa, tan ajena a mí.
     Estoy en mi habitación, pegado a mi telescopio, y no precisamente mirando estrellas o algún universo vecino; la observo a ella: sus mejillas sonrojadas, su ceño levemente fruncido, una de sus manos está escondida en aquel enorme suéter de franjas verdes que probablemente sea de su hermano, mientras que la otra con un plumón raya la parte delantera de su converse; no puedo evitar sonreír. Recuerdo la primera vez que la vi:
     “No es nuevo eso de que suban músicos al camión, que toquen o canten una o dos piezas y que pidan «una cooperación». Es más: por razones sentimentales, yo solía darles una moneda a los que tenían cara de hippies y tocaban a Sabina o Delgadillo. Pero el asunto comenzó a complicarse cuando…”, leía en voz baja, sólo para mí, cuando un sonido proveniente de afuera hizo que mi curiosidad se abriera camino; cerré mi libro y me dirigí a la ventana: un camión de mudanzas, varios hombres yendo y viniendo… Pero no fue eso lo que captó mi atención, fue ella, aquella chica de cabellos castaños con brillos rojizos al sol. Algo dentro de mí cambió.
     Desde entonces no hay día en que no la observe como un completo acosador, un enfermo total, pero es inevitable, porque aunque me proponga mil veces no mirarla de nuevo, mi voluntad queda hecha pedazos en cuanto escucho su puerta cerrarse. Soy un cobarde, lo acepto, en estos meses debía haberle hablado como buen vecino, pero es tanto mi nerviosismo que me es imposible. Cuando escucho el sonido de un timbre, mi corazón se detiene y es imposible no sentir aquella punzada de dolor justo en el lado izquierdo de mi pecho. Él llegó, aquel patético chico que hace un mes no hace más que atormentarme la vida; escucho un saludo y veo cómo ella lo abraza; siento que mi corazón comienza a debilitarse. Soy masoquista: debería apartarme, alejarme de este lugar y dedicarme a cualquier otra actividad que solía hacer antes de conocerla, pero me es imposible, porque mientras veo cómo ella le sonríe, lo único que puedo ser capaz de pensar o imaginar es que… ése debería ser yo.
     Yo debería ser al que ella le sonríe, no él, ese chico de falsas intenciones, que ni siquiera la conoce; él no sabe que ella es amante de la música clásica, que por las tardes pone ese disco de rock ochentero y baila, él no sabe que detrás de aquella hermosa sonrisa a veces hay lágrimas, o que su libro favorito está tan desgastado que las hojas van por desprendérsele por completo… Él no lo sabe; yo sí. Yo que sin necesidad de cruzar palabra conozco partes de ella y en silencio la amo. Es tan incomprensible, pero es lo que siento, soy tan patético, veo cómo él toma su mano y… ¡Demonios! Ése debería ser yo. Las horas pasan y él sigue ahí, platicando de un aburrido partido, puedo ver cómo ella finge prestarle atención, ella es tan buena. Mi mente divaga pensando en cómo sería estar tan cerca de ella como él lo está: estaría temblando y probablemente balbucearía como un idiota, pero valdría la pena. Mi mente sigue torturándome con más escenarios donde ella es la protagonista. Mi corazón agoniza con cada imagen, ya no puedo ocultar que duele verle con otro cuando debería ser yo el que le diera rosas. Su hermosa voz pronuncia un “hasta luego”, ahora puedo respirar con tranquilidad, aquel insolente chiquillo está por alejarse del amor de mi vida. ¡Dios!, cada día estoy peor. Y entonces lo noto, aquel acercamiento…      ¡Vamos, soy hombre! Ese cretino intenta besarla. Involuntariamente mis puños se cierran y veo todo rojo por la furia que me llega de golpe; no puedo evitar maldecir y odiarme a mí mismo por ser un cobarde. Y llega el miedo, aquel miedo de que ella le corresponda, de que sus finos labios, los cuales por meses me estuve preguntando cómo se sentirían sobre los míos, ahora fueran probados por otro. Quiero apartar la vista, pero mi cuerpo no reacciona por más suplicas que le hago; el tiempo avanza lentamente, mi corazón se debilita con cada acercamiento de aquel chico, esperando el momento en el que todas mis ilusiones se hagan pedazos en cuanto aquel afortunado chico la bese. Pero ella se aparta y un rayo de esperanza ilumina mi habitación, a la vez que una sonrisa boba comienza a aparecer en mi rostro ¡Ella lo rechazó! Quiero bailar y gritar en ese momento, mi sonrisa es tan grande que me duelen las mejillas. Ella le sonríe avergonzada. Él se limita a encogerse de hombros y se marcha. Dejo que la nube me eleve alto. Cling. La nube se desvanece y caigo, mi mente se vuelve loca, ¿Por qué lo rechazó? ¿Por algún otro? Y si es así, ¿por quién? Mi respiración se vuelve errática, mis manos jalan y alborotan con fuerza mi cabello, ella está interesada en alguien más, no puedo vivir con esa idea, suelto un grito ahogado. ¿Por qué? ¿Por qué tuve que haberme fijado en ella habiendo tantas? ¿Por qué ella? Mi mente está tratando de encontrar una respuesta, una salida…
     –¿Por fin decidiste dejar el telescopio?
     Una voz interrumpe mi monólogo interno, me recorre un escalofrío al saber de quién es esa melodiosa voz. Miro en derredor mío, estoy a escasos metros de ella, me tiemblan las piernas y me sonrojo. Ella lo sabe, sabe que diariamente la observo. Me regala una sonrisa, que me deslumbra por completo.
     –Sabes, debería darme miedo. –Trato de decir algo pero ella me interrumpe–. Eso de que me espíes… debería estar asustada. –No puedo evitar reírme.
     –Tienes a tu acosador personal enfrente de ti. ¿Estas asustada?  –Me sorprendo a mí mismo, no he balbuceado ni tartamudeado. Ella se sonroja, lo que la hace ver adorable.
     –Lo estoy, en cualquier momento gritaré pidiendo ayuda. –No me doy cuenta, ella se acerca a mí–. ¿Sabes qué más estoy?
     Mis manos tiemblan y trago saliva con fuerza. Lo nota, su sonrisa ahora es burlona, lo hace a propósito, ella sabe que me pone nervioso, pero lo que no sabe es que ahora es mi turno. Me acerco más, ahora el metro que nos separaba se convierte en escasos centímetros, veo cómo sus ojos se agrandan y sus mejillas enrojecen.
     –¿Qué? –Ella trata de recuperar su postura, mientras que yo intento no reírme.
     –Me halaga, y eso es lo que más me aterra. –Ambos estamos muy cerca, lo suficientemente cerca como para contemplar el brillo de esos ojos marrones que se encienden como si fueran fuegos artificiales, pero sobre todo esos labios entreabiertos.
     –Eso es bueno. –Ya no hay distancia, la beso, y me vuelvo loco, su aroma embriagador se mezcla con el mío, nuestros labios se amoldan perfectamente, como dos piezas de rompecabezas destinadas a embonar juntas, ambos nos propiciamos suaves y delicados roces. No quiero parar, sus manos juguetean con mi pelo, jalando y enredándolo en sus finos dedos ¡Ella será la causante de que me encierren en un manicomio! Mis manos se han apoderado de su fina cintura, me niego rotundamente a soltarla. Ella es mía.
     –¿Y ahora cómo te sientes? –Le pregunto, tratando de que mi corazón se calme.
     –Es un hecho, llamaré a la policía. –Nuestras frentes se juntan y nuestros ojos se cierran, tratando de que este momento no se disuelva.
     Abro lo ojos y ella desaparece: sigo en mi habitación, observando desde mi telescopio, me doy cuenta de que al que besa no es a mí, sino a él, y duele, duele mucho, mi corazón se agrieta, lenta y dolorosamente comienza a quebrarse. ¿Cómo es posible que te duela perder a alguien que jamás fue tuyo? ¿Por qué mi corazón duele?      ¿Por qué se está quebrando? Se supone que el corazón es un músculo que bombea la sangre a través del cuerpo, y que las emociones están vinculadas con el cerebro ¿Por qué entonces ese palpitante dolor en el lado izquierdo lo está consumiendo? Masoquista, masoquista una y mil veces. Desvié la mirada, todo estaba perdido.
     –Ése debería ser yo –no pude evitar decirlo.

 

*Cuento ganador del Primer Lugar en el II Concurso Literario Luvina Joven, categoría Luvina Joven.

 

 

Comparte este texto: