Envidio a quienes ponen música de fondo. A quienes leen novelas, poemas, ensayos o cuentos al tiempo que suena una sinfonía de Brahms, una canción de Tom Waits, una pieza de piano de Satie o un ruidoso rocanrol de Deep Purple. Yo no puedo, nunca he podido con esa forma del multitasking que a otros permite partir su cerebro en dos —¡o en más!— para atender simultáneamente asuntos que, para mí, requieren un enfoque absoluto. Soy de mente volátil, lo sé, y por ello requiero concentración para leer sin perder el hilo. Pero, además, la música me jala, me obliga como amante celosa a ponerle toda mi atención, a fijarme en ella y en nada más. Acaso sea una desviación producida por mi formación de músico: me obsesiona saber en qué compás está escrita la pieza que suena, cuáles son las modulaciones armónicas que se utilizan, cómo está construida su melodía, qué dice la letra cuando la hay, qué combinaciones de instrumentos utilizó el compositor, qué sutilezas hay en la ejecución de un pianista o un guitarrista. Y para apreciar todo ello necesito algo muy simple: escuchar, y hacerlo sin distracciones. ¿Deformación profesional? Quizás sí, pero o leo o escucho. Y envidio, ya lo dije, a quienes hacen las dos cosas simultáneamente.
Pero sé también que hay música creada para no ser escuchada —si acaso, nomás para ser oída—, una especie de decorado, papel tapiz, sonido que no distrae y que suele ser usado en consultorios, restaurantes o supermercados. «Música de elevador», le llamaron en alguna época. «Música ambiental», también le dicen. Una música más o menos anodina que sirve para amueblar los espacios sin que se note pero que, paradójicamente, siempre ha sido grabada por instrumentistas muy competentes que tocan las notas sin errores, con mucha corrección, aunque acaso con mínima o ausente pasión.
En alguna época trabajé en una emisora de radio que transmitía ese tipo de música y su programación era recurrente en oficinas de todo tipo. Uno la escuchaba, aunque no quisiera, mientras esperaba una cita o al tiempo que escribía un memorándum. Aunque hay que decir que esa programación era diseñada en el escritorio de alguna empresa de Estados Unidos a la que le compraban el servicio. La compañía pionera en ese tipo de diseño sonoro había sido Muzak, una empresa norteamericana que tuvo gran éxito desde los años cincuenta del siglo pasado y que, con variantes y derivaciones, ha seguido vigente: vende programación por diseño de acuerdo con las necesidades del consumidor. En estos rumbos tuvimos —y tenemos aún porque, si no me equivoco, aún existen— nuestras versiones locales de ese tipo de empresa y servicio: Programusic o Sistemusic, especializadas en proporcionar música de fondo. Una de ellas se anuncia de manera elocuente: «compañía de marketing sensorial que desde hace más de cuarenta años sigue innovando para ayudar a las empresas a exaltar los sentidos de sus clientes para crear un ambiente único, motivando experiencias y mejorando el humor de compra».
He leído de supuestos estudios psicológicos —aunque también leo que, en realidad, están más cerca de la pseudociencia— para determinar qué clase de música es adecuada para determinados fines. Más aún, en un inicio ese tipo de música se utilizaba con fines motivacionales: se diseñaba de acuerdo con una especie de curva ascendente que progresaba paulatinamente en sonoridad y ritmo hasta volver a caer en la calma y placidez luego de quince minutos exactos. Eso hacía más productivos, decían, a los trabajadores de las fábricas y oficinas. Y también recuerdo lo aterrador de los experimentos de condicionamiento musical que mostró en pantalla Stanley Kubrick en aquella Naranja mecánica y que le impidieron gozar de nuevo de la música de Ludwig Van al violento Alex DeLarge.
La música ambiental, motivacional o de fondo, ha tenido variantes y evoluciones diversas. En un principio consistía solamente en versiones instrumentales de canciones populares que la gente identificaba. Después se comenzaron a usar también piezas cantadas, aunque siempre con arreglos que evitaban cualquier tipo de estridencia. El caso era no incomodar. Algunas empresas han creado sus propias selecciones contratando a músicos especializados para que compongan y graben, y ha habido compañías disqueras dedicadas a distribuir músicas de ese tipo. También hay géneros —por ejemplo, cierta parte del llamado jazz contemporáneo— que se han popularizado como música de fondo, y hasta un género electrónico llamado ambient que, aunque busca construir atmósferas sonoras específicas, en realidad no está hecho para ser ignorado y tiene mayores pretensiones artísticas.
En los años recientes he sido testigo de un fenómeno peculiar: las versiones en estilo bossanova de todo tipo de canciones que se utilizan, precisamente, como música ambiental. Su uso es común en restaurantes, algunas tiendas y hasta en cenas privadas. Es curioso —estaba a punto de usar el término aberrante— oír canciones de rock que en su momento fueron contestatarias, rebeldes y radicales —digamos de grupos como los Rolling Stones, The Police o hasta Pearl Jam o The Clash—, ahora convertidas en edulcoradas versiones para acompañar la nouvelle cuisine y sus platillos que se sirven a media luz. Esa mezcla con ingredientes de jazz y música brasileña, casi siempre entonada por lánguidas voces femeninas, adorna los ambientes, suena sin sonar, acompaña sin inquietar la digestión.
Tengo amigos músicos que se ganan la vida, resignados, tocando en lugares donde la gente come; saben que los escucharán, si acaso, como música de fondo. A mí, y conozco a varios músicos que piensan igual, me gusta más bien comer en lugares silenciosos, sin música, donde puedo conversar con mis acompañantes. Me cuesta mucho trabajo entender a quienes prefieren que la trompeta de un mariachi les taladre el tímpano mientras engullen unos tacos o tratan de comunicarse a gritos. Quiero creer que mi preferencia es una forma de respeto hacia la música, pero también podría ser, simplemente, que soy un anticuado.