El concierto de jazz / Carmen Peire

Suspiro aliviada cuando se encienden las luces, sin parar de removerme en la silla, cruzando una pierna y otra, apoyando los codos en la mesa o las manos en el regazo. Qué aburrimiento. En cambio, mis compañeros de mesa han comenzado a alabar la actuación: Sublime, vaya solo de saxo, ya había leído yo una crítica sobre su último disco, supera las expectativas… Y yo callada, nadie pide mi opinión y aunque así fuera no querría darla, no me apetece iniciar un debate, menos a estas horas de la noche.

      Empieza a sonar«Sofisticated Lady» en la voz de la gran dama, Ella. Dirijo la mirada hacia la barra y allí está Bárbara, observándome, parece leer mi pensamiento, es tanto lo que hemos hablado en noches como éstas que ya no hacen falta palabras y con la música que ha puesto está dando su opinión: Este público no huele al perfume de jazmín en los burdeles de Nueva Orleáns o al de las orquídeas en el pelo; estos seguidores, aunque se consideran cultos, no entienden que esa música era y debería seguir siendo otra cosa. Pero no. Estamos en el todo vale, sin cuestionar lo que nos ofrecen: modas descafeinadas, no como lo fue en su época, diversión o sufrimiento, saltarse las normas tanto en la manera de componer como en la forma de divertirse, de bailar, de seducir, love me or leave me. Diversiones de negros que no podían salir a la calle. Según lo pienso, me voy calentando.
      Echo una ojeada al local y me detengo en el técnico de sonido que anda recogiendo cables, monitores y taburetes en un escenario ya vacío, una caja-ataúd oscura, donde apenas unos minutos antes todos los clientes tenían fija la mirada. La mayoría de los que han seguido el concierto de pie se disponen a abandonar el lugar, salvo unos cuantos que se dirigen a la barra. Los que habíamos conseguido mesa continuamos en nuestro sitio; en la mía están Jorge, Javier y Juan, las tres Jotas. Se estiran, sonríen, beben y continúan su conversación. Ellos sacaron las entradas —a mí me ha invitado Bárbara— y sus mujeres se han quedado en casa, los niños aún son pequeños y tengo la sensación de que, cuando crezcan, ellas estarán tan hartas que sólo les apetecerá dormir o marcharse por su cuenta al cine, pero no, desde luego, ir a un concierto con sus parejas. Y luego ellos dirán que a las mujeres no les gusta el jazz, cuando lo más probable es que a ninguno se le haya ocurrido cambiar las tornas. Me encantaría ver babas en los jerseys o un cerco de vómito infantil en la chaqueta de más de uno.
      Los últimos conciertos a los que he asistido no han tenido alma. Esto no lo puedo decir delante de las tres Jotas, forofos de todo lo que huela a este tipo de música, porque me imagino su comentario: Y tú qué sabrás… Pues yo sé que todavía puedo rememorar el concierto de Miles Davis en la época dorada de Madrid, y eso que el sonido no era bueno; la música conquistaba entonces espacios que no eran suyos: palacios de deportes, plazas de toros, campos de fútbol. El eco que se producía en los entramados metálicos se paliaba colgando cortinones. Aquel concierto lo fui recreando durante semanas, además conseguí colarme en la prueba de sonido, duró apenas diez minutos, parece ser que era su norma, decía que si el técnico era bueno con eso bastaba; si no lo era, ni con dos horas haría sonar su trompeta como él quería. Estaba ya bastante hecho fosfatina y no duró mucho tiempo en el escenario, pero lo que brotó de allí sólo se podía comparar con los conciertos de Camarón: veinte minutos de él valían por varias horas de otros.
      No tengo vino en la copa. Me acercaré a la barra para saludar a Bárbara, necesito algo de complicidad mientras las tres Jotas continúan con su verborrea.
      —Tranquila, no tengo gran cosa que hacer —le digo. Me gusta la forma que tiene de guiñar esos ojos color miel. Esperaré unos minutos, la barra está a rebosar, después podremos darnos un abrazo.
      Mientras, recuerdo un chiste que se puso de moda tiempo atrás, el del músico de jazz que muere y va al infierno. Allí el diablo le dice que ha de tocar por toda la eternidad con Miles Davis, Charlie Parker, Coltrane, Chet Baker y demás. ¿Infierno? ¡Esto es una maravilla! Y allí va, con su saxo tenor, empieza a interpretar la partitura que le dan hasta que al cabo de trescientos años le pregunta a Miles: Maestro, ¿aquí cuándo se improvisa? Y éste le contesta: Nunca. Chiste idóneo también para mujeres, nuestro momento no llega jamás.
      Bárbara me hace un gesto para que pase detrás de la barra. Después del abrazo me invitará a una copa y yo le echaré una mano con las bebidas.
      —¿Qué? ¿Ya están las tres Jotas con lo de siempre?
      Le digo que sí, y que cuando se ponen excelsos no los soporto. Entonces Bárbara dice la palabra «jazz» y las dos, al unísono, terminamos nuestra frase favorita: «tienes nombre de mujer». Nos echamos a reír y me sienta bien, debo reconocer que las tres Jotas me han puesto nerviosa, me sé de memoria su discurso y ya no aprendo nada. Ahora cualquiera dice hacer jazz, y yo sé que no, que el cuarteto de esta noche ha sido más bien mediocre, de escuela de música avanzada, jóvenes que enfatizan la palabra, yasssss, como diciendo Yasssabes a lo que me refiero, y yo pienso, no, no lo sé. Nada que ver con el dolor, el color de piel, la desigualdad…
      A ver tú, sí, tú, le diría yo a uno como si ejecutara glissandos con el trombón, miremos al presente: tus oposiciones mientras ella se ha encargado de trabajar por un sueldo menor sin comprometerse demasiado en sus aspiraciones profesionales para cuidar del niño recién llegado y que no llore y que no te distraiga y que esté todo dispuesto para que tú descanses y puedas seguir concentrado en lo tuyo, sí, tú, que ni siquiera ahora que ya tienes los hijos más criados te dignas a decir que te quedas en casa para que ella pueda disfrutar porque se ahoga entre montones de ropas y mocos y mierda en el suelo y polvo y polvillo fino ni siquiera el polvazo que se merece aunque sea una vez por semana, ¿qué haces tú aquí hablando de lo que te gusta el yassss sin saber del sufrimiento ni del jazz de los comienzos ni del grito de las tripas ni del grito expresado como prolongación del cuerpo que puede ser un saxo o una trompeta o una guitarra o la voz que es el más bello y perfecto de los instrumentos?
      El jazz ha de ser ahora femenino. Ellos contestarán: Qué tontería, si apenas hay mujeres músicos de yasssss. Y yo: claro, por falta de oportunidades, ese argumento no prueba nada más que marginación. Y entonces hablarán de la capacidad pulmonar de un hombre, mayor que en una mujer, más dotados: Miles Davis, Charlie Parker, Louis Armstrong… Y yo diría: Miles estuvo enfermo de los pulmones, empezó a tocar por prescripción médica para superar la enfermedad y ya de niño le pusieron una trompeta en la mano. Que hagan lo mismo con las chicas, ya verás lo que dan de sí.
      Bárbara me observa con la boca abierta. No me he dado cuenta, llevo un rato ensimismada, murmurando los argumentos en voz alta y los clientes están escuchándome:
      —Estás alelada, ¿no oyes que te piden una cerveza?
      —Tienes razón —le contesto—, se me ha ido la olla.
      Durante un rato me entretengo sirviendo botellines o tercios —no tengo que tirar de grifo— y dejo a Bárbara las copas y combinados. Sabe más que yo de eso, qué cantidad exacta hay que echar de alcohol según quién sea el cliente. Al cabo de un rato vuelve la calma y mi anfitriona aprovecha para hablar con un amigo suyo que se ha acodado en un extremo de la barra. Mi mente se dispara de nuevo, hay que ver lo terrible que es cuando no se puede parar ese proceso, cuando el rucurrucu te invade y no ceja, como una carraca de feria:
      ¿Qué más les diría? Ya sé: ¿Qué me decís de las voces femeninas? La BillieHoliday, Lady Day, que ni siquiera pudo ser Lady Night, leona herida, voz metálica, ella sola capaz de doler más que el propio Miles, sus inflexiones, «Strange Fruit». Ahí, ahí quería yo llegar, el dolor en cada sílaba, la amargura mantenida, incluso en «All of Me», o en«It’s my Man», esa venganza particular ante el micro por esas giras con la orquesta blanca, cuando le sacaban la comida a la calle, cuando no podía entrar a mear con el resto por ser negra y terminaba con infecciones de hacerlo a la intemperie; sí, la leona herida, el bajorrelieve asirio, el grito ahogado en la boca, clamando por levantarse y las piernas traseras truncadas por esa flecha en medio de la columna. «Glummy Sunday»y las modulaciones prodigiosas de su voz. O el poderío de Ella Fitzgerald, piano y voz, la que está sonando. Bárbara es más de la Fitzgerald y yo de la Holiday. Alguno, quizá el más sensible, me preguntaría: ¿Y por qué nos sueltas este chorreo? ¿Qué tenemos que ver con todo eso? ¿En qué te basas para acusarnos? Y claro, yo diría, bueno, no diría nada, me quedaría callada, «Crazy He Calls Me», cómo hablar del lodo que lleváis impreso que os aleja tanto de entenderlo incluso los que hacéis un esfuerzo porque es duro perder atalayas desde las que se puedan otear los horizontes.
      Ya no queda casi nadie en el local y, tras escuchar «I Can’t Give you Anything but Love», el disco de Ella finaliza y, en mi honor, suena mi favorita. Siempre me ha dolido Billie. También los cuadros de Van Gogh. Empezamos a seguir el ritmo, ella y yo, tras la barra, las dos con una copa en la mano, mirando hacia el escenario. Hay silencios elocuentes, éste es uno de ellos y mi pensamiento vuela de nuevo al ritmo de la música, dejándome llevar por su alma demoníaca, sensual, sexual, de movimientos prohibidos. Muevo más las caderas —ya soy mujer, sólo me falta ser negra— y me arrimo a Bárbara, el contoneo ante ella con los brazos en alto me produce la sensación de estar en trance, de dejar que el ritmo suba desde abajo, desde los pies, como las raíces del árbol que llora sangre; no controlo mi cuerpo, parece que me descoyunto y pienso en cómo se baila ahora, con movimientos aprendidos en academias, pie izquierdo, pie derecho, saltito, vuelta… Aquellos tiempos eran otros, aquella música era auténtica, no la de un cuarteto de cartón hueco sin tapa, sin alma ni ritmo, mi Billie es otra cosa.
      Bárbara deja de bailar, se acerca al oído y me dice muy bajito:
      —No despotriques.
      Es verdad, de nuevo estoy hablando en voz alta, me muevo entre la añoranza y lo que ofrece el presente, entre el espíritu que pude encontrar y el academicismo de ahora, entre el desgarro de los malditos y la cáscara que me ofrecen como auténtica: la desmemoria para que nadie pregunte.
      —Si te pones así es la última vez que te invito a un concierto. No me amargues este rato de la noche —dice moviendo sus caderas.
      Tiene razón.
      —Vamos a seguir bailando —le digo.
      Y lo hacemos hasta que echamos el cierre y nos vamos a beber a otro sitio, donde nos sirvan otros, donde podamos hablar sin tener que cortarnos para no espantar a la clientela que le da de comer.
      Casi amaneciendo, al intentar abrir el portal de casa, caigo en la cuenta de que no me he despedido de las tres Jotas —al fin y al cabo son amigos míos— y una ráfaga de recuerdos nocturnos me lleva a pensar que quizá me estoy volviendo una cascarrabias. Me tiemblan las piernas y no consigo atinar con la llave por más que lo intento, como si la cerradura no existiera y yo me empecinara contra el metal llave en ristre. La cabeza me da vueltas, no soy consciente de haber bebido tanto, me siento en el escalón del portal a esperar algo, no sé el qué, ahora soy como Billie, en la calle, sin poder entrar, tengo frío, está empezando a llover, aprieto las piernas contra mi pecho, apoyo la cabeza en las rodillas y me pongo a tararear: Southern trees bear strange fruit, blood on the leaves, and blood at the root

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