Para Sonsoles Balltvé
El chico de las picaduras está, como ella, esperando turno. Hace calor en el pequeño hall. No es frecuente en las pensiones griegas el aire acondicionado. Y menos en primavera. Eliana le mira los dedos que apenas asoman al final de las mangas. Reconoce la suave hinchazón, las rojeces, la minúscula respuesta a las picaduras de quién está constantemente expuesto. Ella también ha cuidado panales. No hace tanto. En el kibutz, tres años atrás.
El grupo de hombres que espera con el chico ante el mostrador lleva, como él, jerséis tejidos a mano con mezclas de lanas de todos los colores. Hablan alto y ríen a voces. Enseñan dientes desiguales que parecen muy blancos en sus caras morenas. El chico no ríe. Tiene, como ella, la piel blanca; piel de pelirrojo, pecas, placas rojas en las mejillas, mirada esquiva, de tímido. Puede que sea también judío. Puede que conozca a la otra Eliana, a su prima. Tal vez los griegos se conozcan entre ellos, se relacionen en grandes familias. Familias de sangre, abuelos, tíos. Pueblos enteros en los que todos sus habitantes están emparentados y celebran bodas y fiestas alrededor de largas mesas desplegadas entre vides. Comen. Bailan en círculos, abrazados, riendo hasta muy tarde en las noches de verano. Dicen cosas en esa lengua hecha para afirmar. Palabras de amor o de rabia, no insinuaciones ni ambigüedades.
Cuando recibe su llave, todo el grupo se ha marchado con los bultos. Camino del cuarto, oye ruidos; puertas, conversaciones, carcajadas. Qué diferentes de los que no la dejaban dormir en New York, en el último año. Las sirenas al otro lado de la ventana. Anuncios de televisión a todo volumen en el piso de al lado. Parloteos de radio en otro lugar del edificio. El tráfico que, sin dormir, despertaba rugiendo en la madrugada. Eso es lo que recuerda de New York, Insomnio. Caminatas en busca de trabajo. Bibliotecas que cerraban demasiado pronto. Agotamiento de servir cafés para pagar la habitación. A veces la casa de Chintia: «Quédate a dormir, honey, yo salgo, pero no te apures en irte». ¿Cómo hubiera podido dormir en aquella habitación repleta de cojines rosas, tangas, cajas abiertas de preservativos, barras de labios sin tapa y barritas saciantes a medio comer? Allí, añoraba las goteras de su cuarto, el empapelado sucio, la calefacción asfixiante y el futón —su única propiedad—, que ocupaba casi todo el espacio, y recibía sus insomnios o los sueños llenos de sobresaltos en la última hora de la noche.
A pesar de todo nunca se había arrepentido de haber dejado el kitbuz. Ni del tiempo pasado allí. Era hermoso volver del trabajo cantando. Una más. Cogerse de la mano, reír con otros.
Le gustaba ocuparse de las abejas. Si se las sabía tratar eran dóciles. El olor de miel y romero se le metía en la piel. Allí lo buscaba Amós por la noche. Entonces, ¿por qué empezó a sentir aquello? Desapego. La certeza de que iba a terminar, como si de un campamento se tratase. Sólo que no había un último día programado, ni nadie iba a venir a buscarla. Su padre vivía ahora en Seattle con otra mujer («Tienes que venir a vernos, la casa es grande, te gustará Bob»). Su madre se había ido a California y se hacía echar las cartas («Ahora es seguro que algo está a punto de llegar a mi vida»). ¿Y quién sería Bob? ¿Un perro, el hijo de Anne?¿Y qué esperaba recibir su madre del tarot?
¿Y ella? ¿Por qué había vuelto a pensar la otra Eliana, su prima? Una prima acaso imaginada en la soledad de los verano de su infancia. Aunque no. De la otra Eliana, le había hablado su abuela, estaba segura. Los recuerdos eran imprecisos, porque la abuela había muerto cuando ella tenía seis años. Recordaba la historia de esa rama de la familia que no emigró. No puede haber imaginado una playa de la que casi cree haber visto fotografías, aunque no puede ser, en esa época no se fotografiaba la vida cotidiana. Es seguro que ha construido la imagen con las palabras de la abuela. La imagen del copo, de los pescadores al atardecer, arrastrando las redes, tan cargadas de peces, que es necesario tirar con bueyes. A veces se tarda tanto que anochece. Entonces de encienden hogueras para terminar el trabajo. Hogueras que saltan los críos. Tu tía se quemó la cara saltando una de esas hogueras. Pensamos que no se casaría nunca, y luego, ya ves, tuvo a Eliana, la otra, tu prima, tan especial esa niña que debe de tener tu edad. La abuela se santiguaba callando, sin contar nunca por qué era especial esa otra Eliana.
Ella había hablado con ella como los niños hablan con sus amigos imaginarios. Pero esa amiga, esa prima, existía de verdad, aunque fuese en otro lugar. Un lugar donde, seguro, era feliz.
Y en el kibutz volvió a pensar en Eliana. Ya no hablaba con ella, desde luego. Ocurría de otro modo. Como la tarde de domingo en que Amós recorría sus dedos con los labios diciéndole nombres; los nombres de los hijos que iban a tener. Uno por cada picadura, Sara, Isaac, José… La letanía de pronto se trasformó en un cántico. Una canción, en una playa que nunca había visto, con luz tan fuerte que los contornos, las casas, los árboles, parecen remarcados. En esa playa ve a Eliana, su prima, desnuda sobre la arena mostrando en la nalga izquierda una marca que también ella tiene, una marca rojiza y pequeña. Esto le hace comprender que desea ser encontrada. Qué absurdo. Cómo va a explicar esto. Amós no lo entiende. Tampoco los otros; es una traición. ¿Sigues siendo de los nuestros? Sí, dice cuando se despide, soy de los vuestros, lo seré siempre. Pero lo dice para alejar la culpa, porque de lo único que está segura es de tener que irse. A ella misma le parecen una bobada esas visiones de las que no habla. Se irá a New York. En New York hay de todo. Está Chintia. Allí pensará en el siguiente paso. Y en New York tiene el apartamento diminuto, el futón, un trabajo de camarera y noches llenas de ruidos.
En el insomnio de esas noches Imagina de nuevo a la otra. Quizá ha estudiado arqueología, y dirige un museo en Tesalónica. O no ha salido nunca de su pueblo y está casada con un hombre sencillo que le hace gritar de placer todas las noches, tan seguido, tan fuerte y durante tanto tiempo que al final le tapa la boca para que no asuste a los niños que duermen en el cuarto de al lado compartiendo cama, porque ahora la pesca apenas da para salir adelante.
Así, una noche tras otra de las de New York, la ve en la orilla del mar con los pies descalzos o en las calles de Tesalónica subida en zapatos de tacón mientras un colega, un poco enamorado de ella, le abre la puerta del taxi que les lleva al teatro, y se oyen las sirenas sobre las voces de los apartamentos vecinos y la radio en alguna parte antes de la larga jornada sirviendo cafés y así hasta el día en que sin haberlo planeado vende el futón y compra un billete a Grecia.
Por eso está en Tesalónica, en el silencio de la pensión. No se oyen voces. Los granjeros se habrán acomodado, descansan antes de salir a cenar juntos, el tímido apicultor entre ellos. Beberán retchina, acaso canten y bailen enlazados a la manera griega, y si él no canta o no baila, estará allí, uno más.
Ella, mientras, recoge la llave de la habitación, dice esa palabra tan rara, efkaristó, o algo así. Piensa en salir, el sol ya no es fuerte, podría visitar la ciudad. Arrastra hasta el cuarto la maleta. No sabe si tiene hambre, no sabe si tiene sueño, sabe que tiene que llegar a ese pueblo en la costa, Kalamaría, porque allí va a encontrar a Eliana, está segura. Sería de locos haberlo imaginado todo, tanto detalle. Imposible. Sí, seguro. La abuela habló del pueblo, no puede ser otro por el nombre y la distancia. Allí hay una casa enjalbegada, con un marco añil alrededor de la puerta, el pescado secándose en la azotea, el palomar en forma de cúpula diminuta abierto a los cuatro puntos cardinales. Quizá la casa ya no pertenezca a la familia, quizá su prima ya no viva en el pueblo, aunque algo muy íntimo le dice que sí, y que de no vivir en el pueblo pasa largas temporadas en él. Lo sabe con seguridad, con la misma seguridad con la que siempre supo que no tendría hijos con Amós a pesar de lo dulce que podía ser su lengua lamiéndole los dedos enrojecidos por las picaduras, hablándole de la granja que iban a tener juntos, mientras ella veía esa casa blanca y azul y la ventana y la mujer recibiendo en ella el sol de la tarde.
Ahora hay que esperar hasta mañana para coger el autobús. Queda mucho tiempo. El tiempo es una barrera. Al otro lado están los demás, para quienes fluye de forma ordenada. Ella debe hacerlo correr, evitar que se estanque como el silencio en la habitación extraña y oscura, fresca por fin, con una cama en la que se tiende y se queda dormida hasta el día siguiente.
El autobús para cerca de la pensión. Llega muy temprano. Ya están allí los granjeros. En sus ojeras y sus bromas nota que ayer estuvieron de juerga. Regresan al pueblo, juntos, contentos. La mayoría se duerme a poco de arrancar el autobús. El chico tímido no. Mira por la ventanilla, luego a ella. Se miran. Él devuelve la mirada con una franqueza simple y tranquila, como los animales. Quizá también se baje en Kalamaría. Quizá conozca a su prima y sea capaz de guiarla. Pero no. Todo el grupo se baja antes. Cuando llega a su destino está sola en el autobús.
No se trata de un pueblecito de pescadores. Quizá alguna vez lo fue. Ahora es una localidad turística. Hay centros comerciales y edificios de apartamentos, tiendas donde se venden las mismas camisetas que en cualquier otro lugar de la costa de la mayoría de los países que conoce, y los mismos abalorios, y las mismas cajas recubiertas de pedazos de conchas. Ni siquiera se ve el mar, no al menos fácilmente. Camina por las calles durante un rato, entra en un bar, pide una cocacola, hace tanto calor que no apetece salir. Está claro que no hay casas enjalbegadas, ni azoteas, ni pescado secándose al sol. Pero su prima, Eliana, tiene que estar. El dueño del bar enciende la televisión. El volumen está muy alto, no entiende lo que oye, aunque reconoce el tono seductor, apremiante, de la publicidad. Quiere salir, pero ya no sabe cómo continuar la búsqueda. El tiempo se ha estancado otra vez, como en el apartamento, como en el kibutz, como en los campamentos de verano. Sólo para ella. Alrededor la gente entra y sale, charla, come. Pide sin saber, señalando. Le sirven algo envuelto en una hoja de parra, y el crujido rugoso y el sabor dulce y agrio le devuelven las ganas. Sale a la calle, a la luz brillante, muy brillante aún, pero ya penetrada, como el día que cede, por una brisa fresca.
Es siguiendo ese frescor como llega a la playa, una playa inmensa, que continúa más allá, mucho más allá. Atrás han quedado las últimas calles, incluso las casitas más viejas, apenas ruinas de lo que fue el primitivo pueblo, blancas y azules en el atardecer.
Ésta es la playa, se dice hundiendo los pies en la arena fina y tibia. Ésta es la playa, se repite mientras camina durante mucho rato. Ésta tiene que ser la playa, sigue diciéndose cuando tiene que sentarse porque le duelen los pies y todo el cuerpo del cansancio. Ya casi es de noche y no tiene ni idea de lo lejos que puede estar. Ni de si quiere seguir avanzando o volver. Se sienta. Oye el ruido de las olas que levanta el final del día. Se queda allí, sosegada por el cansancio, inmóvil.
Entonces la ve. Una silueta. No demasiado lejos, pero tampoco cerca. Es difícil asegurarlo. Parece una mujer. No muy alta, acaso una muchacha. Se acerca corriendo. Va y viene. Juega sin dirección ni propósito. Como los niños, aunque ya más de cerca se nota que no lo es. Hay algo incongruente en la entrega infantil y la figura femenina y adulta, más bien fornida, en las carcajadas sonoras con que celebra el chapoteo al patalear. Y cuando llega hasta ella y la mira, Eliana siente temor. Temor ante esa cara sin doblez, ante la boca un poco gruesa que sonríe dejando caer un reguero de saliva, ante los ojos ligeramente separados y oblicuos. Luego no, quizá porque lo nombra. Ha puesto nombre a lo que le pasa a la chica. Acaso también porque esa mirada especial parece reconocerla con una ternura familiar tan sencilla como deseada. La otra le tiende la mano y le acaricia el pelo y la nuca con una fruición que sólo tienen los niños muy pequeños o los animales domésticos. También la huele. Y sonríe aún más al hacerlo, como si su olor le resultase delicioso. Un olor conocido que Eliana también siente en la otra.
No puede ser, se dice Eliana. Me engaño. Es el cansancio, el deseo. He recorrido medio mundo, estoy agotada. Se aleja, pero sigue llegándole el aroma de pan y ropa limpia que tenía su abuela en el regazo. Quiere irse, porque las cosas no son así. Sonríe distante a la chica, que comienza entonces a decir palabras torpes y dulces, un torrente de palabras con el mismo sonido que escuchó en su niñez. Luego ríe. Es una risa contagiosa, sin freno. Y abre los brazos bailando. Señala al mar, la invita a sumergirse. Va y viene desde la línea donde rompen las olas hasta donde está Eliana mirando indecisa, en retirada. Irse. ¿Pero a dónde? Contempla el juego, el chapoteo de la otra que se levanta la falda y enseña una marca roja en la nalga izquierda. Eliana quisiera creer, pero ya casi no hay luz, y cualquiera puede tener esas marcas, o picaduras, quién sabe. Sí, quién sabe, repite, y esas palabras traen un latido de esperanza, una rara alegría, el estribillo de una canción que remueve su sangre y la hace reír, estallar en carcajadas. Ríe Eliana, no puede detenerse, quiere saltar, avanza, toma de la mano a la otra y corren, corren juntas hacia el mar mientras ríen. Ríen abrazadas entrando en el mar, revolcándose en la espuma, rodando con las olas, dejándose llevar.