Ciudad de México, 1980. Su libro más reciente es «Permite que tus huesos se curen a la luz». (Horson, 2017). Este capítulo forma parte de una novela inédita titulada «Reposan mis ojos en un vaso de formol».
Por años he querido olvidarme de Yésica o he intentado enamorarme de otras muchachas con tal de alejarme de su nombre, sin que ambas cosas surtieran efecto hasta el día de hoy, cuando a pesar de los años ella continúa ruborizando mi piel y pone a girar mi cabeza con los recuerdos de sus blusas tejidas o de sus pantalones de mezclilla que tan bien se embarraban a sus caderas.
Asimismo tengo presente su sonrisa y los frenos con los que muchas veces me lastimó los labios, debido a lo cual me iba a la cama saboreándome mi propia sangre, con la esperanza de que permaneciera ahí la mitología de sus besos.
Decir que la amé no significa nada. Más bien representó para mí el deslizamiento, como una marqueta de hielo en pendiente, hacia un territorio que nunca debí hollar con las plantas de los pies, pero donde terminé por erigir, no obstante, una comarca.
Nos conocimos en quinto año de preparatoria. Me había cambiado al turno de la mañana después de estudiar el año previo en la tarde. Por esa razón aterricé en ese mundo de adolescentes con mochilas nuevas y calzado del número apropiado, a diferencia del mío, muñeco de alambre patón, pues por esa época debía adquirir mis tenis de marca en pacas, donde los que me quedaban un par de números más grandes tenían hasta setenta por ciento de descuento.
Un 14 de febrero caminé afuera del salón de clases, evitando chocar las punteras de mis remos con los eternamente desprendidos trozos de linóleo en el piso de la escuela. En esa fecha los muchachos acostumbraban regalarse chocolates con forma de corazón o prender al pecho del amado (o prospecto) un papel de China carmesí recortado también como corazón. Debido a que yo era nuevo en el turno y en el aula, me sorprendió que Yésica me hablara, porque no recuerdo ninguna interacción precedente.
Se acercó con la sonrisa espléndida de los frenos. Un polvito dorado de aquel día en mi memoria reposa en los vellos de su piel, en el contorno de sus mejillas. Tenía ojos grandes, mas no puedo, ahora que aprieto los párpados debido al ardor, describirlos con un rasgo especial. Si algo los caracterizaba era la pulcritud, una transparencia infinita. Mmm, momento, recuerdo un rasgo específico. Sus pestañas eran largas y estaban separadas curiosamente, como si acabara de humedecerse el rostro con agua en la que pétalos de rosa y rodajas de pepino se hubieran serenado por la noche. Así era su mirada fresca. La vi aproximarse. Antes de llegar a mí, inclinó la cabeza, como se observa con cariño a un ratón en su jaula, y a continuación bajó la vista, chiveada; no quería incomodarme o algo por el estilo.
—Oye, eres muy enojón, ¿no? —Escucho su voz. Llegan hasta mis oídos a través del tiempo sus palabras; estas cinco palabras brotan como manantial desde mi memoria, escurren por mis oídos y se deslizan a lo largo del cuello, enchinándome la piel.
—No lo creo. ¿Por? —respondí, sorprendido por su pregunta.
Con las yemas de los dedos jugueteó un corazón de papel de China y con un pedazo de diúrex lo fijó a mi pecho.
—Es que hablas muy golpeado.
—No lo había notado.
—A veces te oigo desde el otro lado del salón y pienso que te pasa algo, como si pidieras ayuda.
El corazón terminó por despegarse y estuvo a punto de caer al piso si no lo sujeto con los dedos. Yésica sacó de su mochila un cartón con seguritos. Los miró dudando si no sería demasiado remache para tan escaso papel y los guardó de nuevo. Así era ella, precisa, quería un mundo exacto, ni ínfimo ni sobrado.
—No hables tan fuerte; me alejas.
Posiblemente dijo cualquier otra frase. Quizá sólo se despidió. Es triste mi incapacidad para recordar con mayor detalle ese momento a su lado. Es tan impotente la memoria y mi discurso tan mediocre, para evocarlo con cercanía, que por ese solo hecho merecería quedarme ciego. Así, en la oscuridad de mis pupilas, ensayaría todo lo concerniente a Yésica; ejercería la oratoria hasta alentar una imagen nítida o proyectar un holograma tridimensional suyo a partir de mis globos oculares de ascuas.
Me quedé parado bajo la sombra que el muro del salón tumbaba sobre mí, con el corazón de papel a punto de deshacerse debido a la sudoración de mi mano.
Tiempo después coincidimos a las afueras de la escuela. Recuerdo el sol y que por encima de la reja de la preparatoria colgaba una buganvilia en flor. Los amigos acordamos ir a La Feria de Chapultepec. En aquel tiempo la entrada era dos por uno u ofrecía cincuenta por ciento de descuento si presentabas en taquilla un envase de refresco. Por eso pude acompañarlos: de otra manera, debido a aquella juventud (iba a decir: jumentud) de carencias, jamás hubiera coincidido con Yésica en aquella escapada.
Cuando subimos al ratón loco, pasó el momento más sexi que jamás haya compartido con alguna muchacha. Debido a que ella fue la primera, este recuerdo superará en adelante a cualquier otro semejante: las primeras experiencias se vuelven con los años una cosmogonía personal. El asiento del carrito era para dos viajeros, sin embargo, debían acoplarse uno sentado casi en el regazo del otro. Tal acomodo era extraño y excitante a la vez. Ingenuo y tonto como era por aquel tiempo, le dije a Yésica que se sentara primero y yo en sus piernas.
—No seas menso: vas a aplastarme. Mejor me siento sobre ti; no peso, te lo juro.
El rubor me acarició el rostro y, después de cosquillear la piel y los músculos faciales, esculpió en mis labios una sonrisa boba y cerril. Tomé mi sitio y a continuación ella se acopló a mi entrepierna. Sus pompas (censuro la palabra nalgas, tal vez por dotarme de un pudor que no poseía en aquel entonces, pero que me gusta suponer), redondas y duras, de jugadora de voleibol, debido a que era seleccionada del equipo de la prepa, quedaron frente a mis ojos y después se empollaron en mi regazo. Estuve a punto de morderme la mano por la ansiedad de una posible erección que ella sintiera. Incluso pasó, aunque no la sintió o, si así fue, no le dio importancia.
El juego se puso en marcha. Recuerdo el calor de su espalda en mi pecho. El tejido de la blusa en cuyos hombros apoyé las manos. Su sonrisa que yo observaba desde atrás a centímetros de la mía. El movimiento de toda ella al reírse cuando el vehículo, un cohete de fibra de vidrio, se propulsó de tal manera que nuestro alrededor se convirtió en una mancha de colores y rostros, rostros y colores; la emoción se nos salió del cuerpo en aquel centrifugado y voló por los aires y salpicó dulcemente a los muchachos junto al juego, quienes, tras sorber el vaso de refresco o deshacer con la lengua un pedazo de algodón de azúcar, se voltearon a ver y se besaron, mientras Yésica y yo girábamos por las nubes.
Pasaron los meses y nos ennoviamos. Una tarde de vacaciones de Semana Santa fuimos a caminar por Ciudad Universitaria. Escalamos y descendimos sobre las minúsculas colinas entre uno y otro edificio. Tras escoger una banca libre de polvo, llegamos a un sitio donde el atardecer se desintegraba a lo lejos en jirones púrpura. Mmm, mejor dicho lavanda. Y las panzas de las nubes resplandecían, como si hubieran devorado focos encendidos. Yésica sacó de la mochila su walkman y me compartió un audífono. Metió en la casetera El nervio del volcán de Caifanes y lo escuchamos hasta que de pronto se levantó de la banca y me dijo:
—¿Te han besado los ojos?
—¿Cómo es eso?
Nos separamos para que se lamiera la boca y, después de que me detuviera la cabeza con las manos, repasó la punta de su lengua caliente por mis párpados.
No podría mencionar aquí qué sentí en aquel momento. Me rindo, no sirvo para nada, Santiago. Si tienes otra idea, te autorizo a que corrijas cuanto gustes de esta grabación. Lo que sí puedo decir es que su manera de besar me pareció mucho más profunda a que si hubiera escarbado mi garganta con la lengua, en un beso francés (¿todavía le dicen así?) Ella palpó algo íntimo que nunca nadie había descubierto o, mejor dicho, que nunca nadie me había ayudado a descubrir. Encontró un punto placentero al usar mis globos oculares de manera distinta a lo obvio.
Ahora que chillo desde hace minutos con la esperanza de aplacar el ardor en las conjuntivas y enceguecer el sufrimiento, puedo decir que la punta del hilo de mi destino es este momento en el que Yésica retira la lengua de mi ojo y me dice, mientras se saborea:
—Qué rica, la gelatina de tus ojos.
«Qué rica, la gelatina de tus ojos», decirlo resulta extraño, pero no es del todo equivocado.
El humor vítreo es un gel dentro del globo ocular y es el único componente irrecuperable del ojo, debido a que se crea durante la gestación embrionaria y porque carece de vasos sanguíneos o conductos de drenaje. Toda la vida tendremos esa gelatina al interior de los globos oculares. Sin embargo, conforme envejecemos el gel comienza a enturbiarse. Aparecen diminutas opacidades que flotan en el campo visual como moscas o filamentos transparentes, una condición llamada miodesopsias. ¿Y adivina qué, Santiago? La cirugía refractiva acelera su aparición, como consecuencia de que la intervención presiona el humor vítreo y hoy a mis treinta y ocho veo esas moscas volando insufribles.
—Sólo te queda acostumbrarte a ellas; las miodesopsias no pueden tratarse de ninguna manera, tampoco son peligrosas.
—¿Acaso, doctor, nada es importante en oftalmología?
—Yo no te operé los ojos.
En otra ocasión fuimos a un parque, a uno donde podías sentarte bajo la copa de un álamo y platicar sin que ningún pedigüeño se aproximara a ti con cara de angustia y una bolsa de dulces entre los brazos. Yésica vestía una blusa que dejaba en libertad sus hombros de piel lisa. Me gustaban mucho sus hombros. Eran estrechos, tibios, iba a decir que como la piel de una manzana pero no sé, es extraño que una mujer cargue frutas en los hombros. Eran tersos. Bonitos. Olían a ella, a flores y cítricos. ¡Qué difícil es sostener un aroma en el olfato! Hace años que retengo imágenes en el pasillo largo y mal iluminado de mi memoria, aunque ningún aroma.
Yésica caminó delante de mí, me tomaba de la mano, y yo veía su trasero. Todo su cuerpo me apretujaba el corazón a la manera de esos peluches que uno puede retorcer en el supermercado, sin comprarlos.
Quisiera romper la pantalla del celular en el que dicto cada uno de estos recuerdos; quisiera rasgarla con un cuchillo de obsidiana y, como aborigen de pelos endurecidos a causa de la resina en el cabello, con manchones azules en los pómulos, el símbolo de mi rango de guerrero, cruzar hacia ese otro mundo que supongo escondido dentro del teléfono. Y aparecer junto a Yésica en ese instante cuando nos besamos e intercambiamos alientos.
Ella cruzó las piernas, reclinó el cuerpo hacia atrás y apoyó las manos sobre el granito de la banca. La idea de venir aquí ha sido mía. Como era habitual en aquellos tiempos, aunque presiento que la mayoría de los adolescentes padecerán lo mismo hasta el final de la historia, no tengo un centavo para invitarla al cine o comprarle una nieve. He pensado la manera de pasarla bien sin dinero. En el bolsillo del pantalón tengo una hoja de papel. Es una cuartilla escrita a mano. La desdoblo, aún veo sus cuatro pliegues, las palabras esbozadas con tinta azul. No recuerdo cuándo la escribí. Sólo sé que tengo diecisiete años, jamás he escrito nada en mi vida, pero presiento que mis palabras podrían impresionarla. ¿Sabes? Suelo buscar en los ojos de mis parejas una estrella en sus pupilas. Esa luz que me abrace desde el fondo de su mente y que brote hacia mí para reconfortarme. Así de lejana es para mí la validación.
Recuerdo que le escribí aquella carta para alumbrar un atractivo contrastante con mi cabello grasoso y mal recortado, con mi cara tupida de acné, y con la inseguridad del muchacho pobretón venido a más a fuerza de estudio y buena estrella. Grosso modo era una descripción de mi muerte (Santiago, si quieres darle cran a mi latinismo, lo entiendo, suena pedante, ¿no?, ni siquiera sé si se emplea de esa manera), un texto sobre cómo agonizaría encerrado en un hospital hasta por fin afantasmarme entre los brazos de un ángel, es decir: ella.
—¿Tú lo escribiste? —apretó los labios con ese estilo tan suyo: parecía que se hubiera metido a la boca un puñado de lunetas. Los canijos frenos.
—Sí, yo lo escribí.
Descruzó las piernas. Apoyó las manos en el borde de la banca. Se quedó pensativa, viendo las puntas de sus pies entrechocarse; presionaba la una contra la otra como narices de ornitorrincos.
Esperé su respuesta, o algo más, quizás un beso atrabancado o un «te amo, Raymundo». No hubo nada. Silencio en el cual di vueltas. Imaginé las escaleras de un edificio, escalones de indiferencia que ni la validación de cien novias de preparatoria me hubiera ayudado a recorrer hacia arriba, a la azotea, y por fin al cielo. Al término, más bien abajo, en el sótano, se había metido la lluvia y enlodado el piso. El mundo por lo regular me decepciona. Descubro que únicamente en el interior de mí mismo existe ese confort que no encuentro en sitio alguno. Así me transformé en el ogro malhumorado y solitario que veo en el espejo. Me imagino sentado en el césped con las piernas en flor de loto, tupido de pelo grasiento y cuernos torcidos como ramas de cerezo, con una margarita blanca empuñada por el tallo, inspirando profundamente, con los ojos entrecerrados a la espera de nada.
Aquella tarde acompañé a Yésica a su casa y la besé, despidiéndome. Jamás volvió a comentarme nada sobre aquella carta y, más bien poco después, con uno de esos pretextos de cuando eres joven y ningún ligue vale tanto como para sacrificar los otros que puedas tener, me terminó con estas palabras:
—Ash, Raymundo, ¡mírate la playera! Te salpicaste el queso de las papas a la francesa. ¡Me choca que comas tan feo!