(La Coruña, 1941). Su libro más reciente es Noticias del Antropoceno (Alfaguara, 2022).
Lo despertaron unos fuertes graznidos y un rápido aleteo, y le pareció vislumbrar un oscuro cuerpo que remontaba el vuelo sobre la espesura cercana. La luna llena estaba en lo más alto. Según su reloj, habían transcurrido casi cinco horas desde que se había tumbado. Los dos caballos, que para ganar tiempo ni siquiera había desenalbardado, andaban ramoneando en los matorrales cercanos. Comió y bebió algo de lo que había en la alforja del caballo del pobre Periquillo y, tras doblar la manta sobre la que había descansado y guardarla también allí, enlazó ambos caballos, montó en el suyo y se dispuso a reemprender la marcha.
Salía de la parte boscosa para incorporarse al camino, cuando escuchó fuertes y numerosas pisadas y vio acercarse corriendo a Ortiz con los cuatro indios. Ortiz, que llevaba el fusil que él había tenido que abandonar en su fuga, se detuvo y gritó:
—¡Vidal, o paras o te pego un tiro!
Sin duda el cansancio le había hecho una mala pasada. No debía haberse detenido. Aunque tras tantas horas de marcha, no tuvo más remedio que dejar descansar a los caballos, y el riachuelo con el que había topado le pareció un lugar adecuado.
Y pensó también que, si no hubiesen pasado tantas cosas, en lugar de «Vidal» lo hubiese llamado «Pepín», como había hecho la mayor parte de su vida.
Bajó muy despacio la mano derecha hasta encontrar la culata de la pistola que llevaba en la pistolera de esa parte del arzón —esta vez había cargado las dos pistolas a lo largo del viaje— y la desenfundó con cuidado, montando la llave con la otra mano, seguro de que la distancia que todavía los separaba y aquella luz, aunque viva lunar, hacían imposible que Ortiz —el «Chacho» de casi toda su vida— percibiese la maniobra. Luego mantuvo la pistola bien sujeta, pegada al cuerpo.
La aparición aquella mañana de los tres barcos, dos fragatas y un bergantín, fondeados en la bahía junto a la isla, había desazonado mucho al capitán Benítez y a todos los españoles, pues en esos momentos los esfuerzos de sus tropas estaban centrados en la conquista de Pensacola, a veinte leguas de allí, y la presencia de los tres barcos ingleses no podía significar nada bueno.
Si venían a recuperar Mauvilla, en aquellos momentos la concentración de las fuerzas militares españolas en la conquista de Pensacola había dejado a la población casi indefensa, por lo que no sería difícil que se hiciesen con ella, y que desde allí se dirigiesen por el sendero hasta Pensacola para atacar a los españoles por la espalda.
Por otra parte, de ser cierto tal proyecto, era bastante quimérico, no sólo por el número de los posibles efectivos humanos, sin duda muy inferior al de las tropas españolas, de más de tres mil soldados, sino porque su poder ofensivo más importante, los cañones, deberían dejarlo en los barcos.
Pero el caso era que la presencia de los tres barcos resultaba muy preocupante, y el capitán Benítez, además de empezar a preparar a las pocas fuerzas con las que contaba para la eventual defensa de la población, había decidido enviar de inmediato un correo al gobernador don Bernardo de Gálvez, que se encontraba precisamente al mando de las tropas que sitiaban Pensacola, para advertirle de la insólita presencia de las tres naves inglesas.
Fue designado como emisario el granadero José Vidal, un militar muy respetado, que había sido herido en un brazo en la toma de Mauvilla y a quien el gobernador, como muestra de consideración y para que se repusiese, había resuelto no incorporar al resto del Ejército. Sin embargo, Vidal estaba tan deseoso de participar en la conquista de Pensacola, que el capitán Benítez decidió enviarlo como transmisor de la noticia de la aparición de los tres navíos ingleses.
Como auxiliar, Vidal llevaría consigo a Periquillo, un pardo hijo de liberto que hacía muchos años que colaboraba con él. Y Benítez dispuso que una lancha transportase al emisario y a su ayudante, con sus monturas, hasta el otro lado de la bahía, y que allí tomasen el sendero camino de Pensacola para un viaje que no debería ocuparlos más de tres jornadas.
Mientras Ortiz enarbola su fusil haciendo ademán de apuntarle, la conciencia de los sucesos más recientes pasa con precisión por la memoria de Vidal.
Una vez atravesada la bahía, ensillados los caballos, a punto de estar cargadas las alforjas y ellos preparados para emprender la marcha, Periquillo dijo que no se encontraba bien y que tenía que retirarse unos momentos. Todavía estaban en una zona pantanosa y Vidal procuró ir buscando la firmeza del sendero, cada vez más cerca de la masa arbórea en que se mezclaban los cocoteros, los cipreses y los magnolios, cuando llegaron a él los grandes gritos que lanzaba Periquillo echó a correr entre el estero y los matorrales buscándolo, hasta descubrir que un enorme lagarto —allí lo llamaban caimán—lo arrastraba.
Sacó el sable y golpeó al animal con él, intentó clavárselo para hacerlo soltar su presa, pero no lo consiguió. Entonces volvió corriendo al lugar en el que se encontraban los caballos y cogió el fusil, pero tenía que cargarlo, y mientras lo hacía maldecía aquella imprevisión que nunca había tenido en el campo de batalla, al tiempo que se prometía no volver a llevar consigo un arma que no estuviese preparada para el disparo.
Cargado ya el fusil, cuando regresó al punto en el que Periquillo había sido atrapado por el caimán ya no encontró ningún rastro, aunque estuvo buscándolo durante mucho tiempo, e incluso recorrió un largo tramo a la orilla del agua de la bahía.
Sentía con intensidad el dolor de la pérdida de aquel ayudante fiel y cumplidor, que había estado a su lado durante tantos años, pero ya terminaba la mañana y debía partir cuanto antes para llevar a cabo su misión. Buscó, pues, el lugar en el que había dejado a los caballos y, cuando acababa de enlazar a los dos y estaba acabando de guardar los pertrechos en la alforja del de Periquillo, se encontró con que cinco indios lo contemplaban desde el borde del sendero.
Supo que eran apaches, pues una decena de años antes había peleado largamente contra ellos y su aspecto era inconfundible: las raras camisas, los calzoncillos con los anchos delantales, las plumas incrustadas en la banda que rodeaba sus largas cabelleras, el alto calzado. Apaches lipanes, dedujo. Seguramente por el calor del territorio no vestían sus habituales pellejos. Le pareció que sólo dos de ellos iban armados con arco y que los otros tres sujetaban cada uno una lanza. Uno era muy alto.
Sosteniendo el fusil en una mano y con la otra en la empuñadura del sable, decidió acercarse con rapidez a ellos, para mantenerlos a cierta distancia de los caballos.
Cuando llegó, el más alto de los tres exclamó en castellano:
—¡Eres José Vidal! ¡Pepín!
Tanto la voz como las facciones del indio despertaron en la memoria de Vidal una súbita recuperación.
—¡Y tú Pablo Ortiz! —repuso—. ¡Chacho!
Vidal y Ortiz procedían del mismo pueblo de España, Lois, en las montañas del norte del Viejo Reino de León, y habían sido compañeros y amigos desde la infancia. Hijos de gente que administraba bienes de nobles, habían tenido educación en una escuela religiosa: leer, escribir, las cuatro reglas, religión, algo de historia con exaltación de lo español. Pero también habían jugado juntos por los montes, habían buscado nidos, habían pescado truchas, habían visto a los lobos cuando los pastores llevaban los animales a las brañas. Entre ambos había habido una amistad fraternal.
Y ambos habían acabado enrolados en el Ejército, y en los granaderos de casaca blanca, por su apostura física y formación sobre sus deberes con la Corona y con la patria. Y juntos, como cuando eran niños, habían peleado a lo largo de varios años, aunque Ortiz había desaparecido hacía diez, en la campaña contra los apaches que dirigía el entonces comandante don Bernardo de Gálvez, al norte del río Pecos.
—¡Pensábamos que habías muerto! —dijo Vidal.
—Me capturaron y he vivido con ellos desde entonces.
—¿Y vas a seguir con ellos? —preguntó Vidal.
—Ya tengo una familia. Ya vivo otra vida. Ya soy de la gente —repuso Ortiz con naturalidad.
Otra vida, pensó Vidal. Pablo, el mejor amigo desde la infancia, su hermano virtual… el fraterno granadero Ortiz… aindiado y enfrentado a él. Aunque a él le podía haber pasado una aventura similar…
—¿Y a qué habéis venido?
—Estábamos cazando y nos hemos acercado a ver el mar —repuso Ortiz.
A Vidal le extrañó que estuviesen cazando tan al sur, pero no dijo nada.
—¿Y vuestros caballos? —preguntó.
—Nuestro pacto con los cris no nos permite entrar con los caballos en su territorio. Ellos tampoco pueden hacerlo así en el nuestro…
A Vidal le asaltó el recuerdo de su reciente dolor.
—¿Te acuerdas de Periquillo? Al pobre acaba de llevárselo un lagarto y no he podido impedirlo. Estoy desolado.
Ortiz no hizo ningún comentario, pero en su rostro hubo una señal de pena.
—¿A dónde íbais? —preguntó—. No creo que en Mobile el capitán Benítez pueda prescindir de nadie… Ya hemos visto que está fortificándola.
Aquello despertó la inquietud de Vidal. ¿Cómo su antiguo amigo y compañero podía conocer la existencia del capitán Benítez, tan recientemente incorporado a la compañía de Mauvilla? ¿Y cómo conocía la escasez de medios defensivos? Decidió, pues, no decir nada de los barcos ingleses fondeados en la bahía.
—Voy a Pensacola a unirme a las tropas —respondió.
—Ya conocemos bien el apoyo firme de los españoles a los rebeldes que siguen a Washington… Sabemos que les enviáis armas, ropas, bastimentos, dinero… Y miles de combatientes. Y es conocido que habéis creado tasas especiales para ayudarlos. No me imaginé que Su Majestad se metiese en esto…
Vidal volvió a extrañarse de que Ortiz hablase de los españoles con tanta lejanía, pero contestó tajantemente a su pregunta:
—Los ingleses son nuestros enemigos.
—Quiero hablar un rato contigo —dijo Ortiz, con un tono que no parecía dejar posibilidad de negativa.
—Voy a dejar el fusil y a coger algo de comer y de beber. Os invitaré, para celebrar el reencuentro —respondió Vidal con tranquilidad.
Y mientras los apaches y Ortiz se acuclillaban a la sombra de un enorme ciprés, Vidal regresó con calma a donde estaban los caballos y, dejando el fusil en el suelo, junto a los bultos que aún no se habían guardado en las alforjas, montó deprisa en su caballo y lo azuzó para salir galopando, seguido del otro. Estaba seguro de que Ortiz era un espía al servicio de los ingleses. Tenía que llegar a Pensacola cuanto antes e informar a don Bernardo de Gálvez de todo aquello.
—¡Desmonta! —gritó Ortiz.
Pero Vidal no desmontó. Lo acuciante y esforzado de aquella persecución a pie le había parecido demasiado sospechoso. Tenía que llegar cuanto antes a Pensacola y avisar del caso. Se aproximó con los caballos a Ortiz y, alzando la pistola, apuntó a su pecho.
—Tengo cosas más urgentes que hacer que desmontar —dijo.
En ese momento Ortiz disparó el fusil, pero la bala pasó por encima de la cabeza de Vidal. Le pareció raro que un soldado tan experto en arrojar con precisión granadas como en disparar fusiles y carabinas fallara el tiro estando tan cerca, se detuvo manteniendo su pistola apuntada al cuerpo del antiguo amigo y compañero.
Los indios arqueros levantaron sus armas, pero Ortiz les dijo algo que él no pudo entender y quedaron inmóviles. Vidal mantuvo su pistola apuntada unos instantes al pecho de Ortiz, pero luego la alzó y disparó al aire.
—A cambio de tu mala puntería y en recuerdo de los años de Lois, Chacho —dijo, antes de hacer girar a sus monturas.
—¡Buen viaje, Pepín! —le gritó el indio.
«Podía ser yo», pensó él, mientras escapaba al galope