Sexo bajo el agua

Myriam Moscona

(Ciudad de México, 1955). Su libro más reciente es León de Lidia (Tusquets, 2022).

a Heny Steinberg

Estoy en Budapest. Mi amiga H está conmigo. Para conocer la magnífica avenida Andrássy, lo mejor es comenzar en Erzsébet tér para finalizar el recorrido en Plaza de los Héroes. La estación de metro más conveniente es Bajcsy-Zsilinszky. Se nos enreda la lengua y pronunciamos. Los húngaros no nos parecen amables, pero nos las vamos arreglando y, claro, como buenas mujeres, todo preguntamos. Recuerdo que alguna vez me perdí con un amigo en un mercado árabe. Íbamos acompañados de A, una conocida. Para todo y a cada momento, él preguntaba a señas, incluso mezclando palabras árabes, ¿derecha o izquierda? Le explicaban y en la próxima manzana volvía a preguntar a señas, ¿izquierda o derecha? A me dijo: creo que tu amigo es gay. Todavía sonrío al recordar la forma en que la gente saca conclusiones. Mi amigo es un loco por las mujeres, aunque sea un viajero preguntón. Vuelvo a Budapest, a la avenida más impactante y señorial de Europa del Este. Entramos al metro, no encontramos dónde se compran las entradas, no hay máquinas, no hay taquillas. Sólo hay gente que va de prisa. Vemos que todos entran despreocupados a los vagones. Los imitamos. Perfecto. A la salida, dos policías enanos nos abordan en húngaro. Oh, we don’t understand. We are Mexicans, yes, yes, Me xi co. Passports, please, responde uno con pelo color calabaza en tacha. No cargamos pasaportes, sorry. Whats the problem, fingimos, we are Mexicans. Pues nada, que le atinaron. No llevábamos boleto. Nos multaron y sí, nos costó cinco o seis veces más, pero nos dejaron libres. Salimos del metro a tomar un bus urbano. Íbamos al otro lado del río. Subimos a un bus azul y esta vez, muy civilizadamente, dedicamos, ahora sí, un buen rato a conseguir los boletos del viaje. Ya no queremos más policías color calabaza. En el bus, un clochard sentado atrás de mí mete su mano mugrosa de uñas crecidas en el bolsillo de mi pantalón y saca diez dólares. Mi amiga me echa un grito, el clochard se baja del bus volando. Nadie se inmuta. El corazón sube de velocidad. Hay días de pie izquierdo, pero nada grave ha pasado, así son los viajes, me digo. De regreso de nuestro paseo vamos a dar a un jardín. Es un parque inmenso. Pasamos frente a un palacio. En la puerta vemos recargado a un hombre en bata de baño, con gazné al cuello. Se parece a Mauricio Garcés, pero en versión húngara. Trae las piernas desnudas, fuma pipa y está en pantuflas. Se nota que se siente soñado. De pronto caemos en cuenta que la gente sale con el pelo mojado de esa hermosa construcción. Es un baño público en medio de un parque, como si fuera el Bosque de Chapultepec de Budapest. Metemos la nariz y pasamos. La chica de la recepción habla un inglés incipiente, pero nos explica. Preguntamos si esas albercas de aguas termales son para cualquiera, que nosotras no llevamos traje de baño. No hay problema, dice. Nos conduce a otra ala del palacio. Nos frotamos los ojos. Es del tamaño del Palacio de Bellas Artes, como si el Palacio estuviera inundado en agua, como una visión. Del lado derecho, unas estatuas art noveau. Entramos al baño de mujeres, nos recibe una señora mayor, malencarada. Nos muestra, plastificados, unos trajes de baño. ¿Qué talla? ¿Chico, mediano o grande? Pagamos. En unos minutos, estamos inmersas en otra realidad. Cuando veo a mi amiga enfundada en ese traje a la moda anterior a la Segunda Guerra Mundial suelto una carcajada. Sigue mi turno. Salgo de una cortinita para que apruebe el modelo. Su inolvidable expresión me devuelve una imagen de mí que no quiero constatar en ningún espejo. Nos envolvemos en las toallas después de haber guardado nuestras mochilas en los casilleros y, ahora sí, descalzas y ¡bienvenidas al paraíso! La piscina es enorme, repleta de gente, pero es tan grande que no te sientes en Oaxtepec en un Sábado de Gloria. Nos morimos de vergüenza de desenrollarnos las toallas del cuerpo y modelar esos esperpentos. En dos segundos estamos adentro, protegidas por el agua, una bendición. Las nubes de vapor suben hacia las esculturas de piedra alrededor de esa piscina de ensueño. La gente hace sus abluciones. Nosotras, ya protegidas por el agua, soltamos el cuerpo cuando de pronto, ¡zas!, el agua comienza a dar latigazos, gira a gran velocidad, te desplaza aunque opongas resistencia. Nadie nos advirtió nada. Todos damos vueltas empujados por el motor que nos agita más que un río de corrientes peligrosas. Nos inunda una felicidad compartida cuando de pronto la fuerza del agua me estampa contra el traje de baño de un japonés. Quedamos de frente. No puedo despegarme de él, comienzo a dar de gritos y jadeos por los nervios. No puedo contener la risa al sentir el sexo del japonés pegado a mi cuerpo. No nos podemos separar, damos vueltas y vueltas alrededor de una especie de glorieta con esculturas del siglo XIX que, ante mi total sometimiento, parecen divertidas. Mi amiga, atrás, está estampada a mi cuerpo y yo al del japonés que me queda de frente. Imposible dejar de moverse en los círculos que el agua arrea. Creo que nunca volveré a reírme como ante ese contacto inesperado entre Occidente y Oriente. Yo le gritaba a mi amiga, amparada en los secretos de Babel (como si nadie pudiera entender español). ¿Qué hago? No puedo separarme del pito japonés, ¡auxilio! Cuando pararon los motores y pude separarme del caballero, le dije sorry, y él me contestó o yo escuché, sayonara.


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