Comenzó con el cartel —en marco negro y tipografía como de esquela. Año tras año colgaba en las estaciones de tren, en las paradas del autobús y en los árboles a lo largo de la calle. El título «Revista» y el año de nacimiento indicado estaban impresos con letras gruesas. De niño yo no sabía qué podía significar en este caso «revista», qué o quién tenía algo que mostrar, o que revisar… La palabra pertenecía aún por completo al mantel de plástico ahulado de la mesa de la cocina, con sus pálidos rombos azules y su opaco brillo que atrapaba mis soñolientos ojos cada mañana.
El cartel desaparecía, yo lo olvidaba, y al año siguiente volvía a estar ahí, en la pared de la iglesia, en el camino que tenía yo que recorrer por lo menos una vez al día. Se trataba de algún tipo de obligación de la que nadie podía escapar, hasta ahí alcanzaba mi entendimiento; había algo que era inevitable, pero los años señalados en las convocatorias (eran los cincuenta) se ubicaban en un pasado inconcebiblemente lejano. Sólo cuando el año 1960 apareció en el cartel, dando inicio a mi propia década, me detuve para fijarme cuál era en realidad ese asunto.
«El registro se llevará a cabo el día…», «Los documentos que se deben presentar son…», «En caso de ausentismo injustificado…». El texto contenía esa seriedad a la que yo en secreto le tenía miedo: no había posibilidad de escapatoria. Desde niño me había predispuesto a creer que tales posibilidades sí existían —un método de evasión que me permitía mantenerme un buen tiempo más o menos libre de preocupaciones. Por eso mi madre me decía a cada rato que yo me tomaba todo a la ligera, lo que en realidad no era cierto, ya que lo que yo percibía básicamente, antes que otra cosa en todo lo que pasara, era lo amenazador, sobre lo cual mi fingida despreocupación intentaba expandirse por un instante. Una especie de capa mágica para hacer desaparecer las exigencias del mundo real durante un prodigioso momento.
El término destacamento de la zona militar me impresionaba (y me sigue impresionando hasta el día de hoy): era un término serio, sonaba como a un auténtico léxico de guerra. Yo tenía 17 años cuando el año de mi nacimiento, 1963, apareció en el cartel. El 6 de abril de 1981 entré al destacamento de la zona militar, y con ello obedecí la primera de todas las órdenes en mi carrera de soldado. La fecha la tomo de mi cartilla de salud. La cartilla de salud comenzaba el día de la revista militar, y se continuaba por el resto de la vida. Tenía vigencia durante todo el servicio, y al término de éste nos la encomendaban «para custodia personal». Las «Indicaciones para el Manejo de la Cartilla de Salud» están impresas en la cubierta de cartulina de la cartilla: tres indicaciones importantes en letras pequeñas, casi ilegibles sobre la solapa café oscuro, y otras tres indicaciones divididas en puntos y subpuntos referentes al comportamiento personal, incluyendo lo que respecta al manejo cuidadoso de los —según decía textualmente— medios auxiliares para curación, entre los que se contaban también los anteojos de las máscaras de gas, que después del servicio activo quedaban en posesión de sus usuarios, y en consecuencia debían mantenerse limpios, cuidados y listos para usarse. De acuerdo con el punto 3, subpunto 2, párrafo a, los anteojos de la máscara «deben ser llevados en cada nueva llamada al servicio militar». En cualquier otro caso estaba prohibido usarlos, como de todos modos lo hacían algunos de mis amigos, ya que el armazón de plástico con cintas sobre las orejas —que recordaban a juntas o empaques industriales— simplemente no se resbalaba de la cabeza al jugar futbol. Al ver a un delantero con anteojos de máscara de gas, era imposible no pensar en Wolfgang Borchert, a quien leíamos con entusiasmo en el primer año de estudios: «¿A eso le llama usted anteojos? Creo que se está haciendo el gracioso».
Lo que sucedió en aquella época en el destacamento de la zona militar lo he olvidado casi todo. Recuerdo haber estado completamente dispuesto a obedecer el tono contenido, casi alegre, de las órdenes que ahí se daban. Quizás quería demostrar que yo ni era tonto ni estaba desinformado, y que entendía bien de lo que ahí se trataba, y sin duda esperaba que, después de haber superado el procedimiento, estas cosas pudieran desaparecer otra vez lo más pronto posible bajo mi capa mágica.
Comenzó con la entrega de los documentos de identificación que había que llevar, luego una prolongada espera en el pasillo —acaso fueron dos horas, acaso tres. Al primer interrogatorio breve seguía un recorrido médico a lo largo de varios cuartos, para lo cual tuvimos que desvestirnos y quedarnos en ropa interior. Fui medido y pesado; tuve que mantener el equilibrio sobre una línea a través de la habitación, mantenerme erguido, inclinarme hacia el frente, etc. Logré «seis metros en hablar en voz baja», según los resultados de una prueba auditiva, y según consta en mi cartilla de salud. A pesar de saber, gracias a incontables relatos salpicados de palabrotas, que eso llegaría, al final me sorprendió realmente la rapidez y la firmeza del puño en mis calzones —una mano agarraba mis testículos y los repasaba, testículo y epidídimo, la rutina del tacto que duraba cuatro, quizá cinco segundos, prepucio para atrás, no hay estrechamiento, y entonces: «¡Todo en su lugar!». Algo parecido le dictaba el uniformado médico al aire, y la enfermera a sus espaldas lo anotaba con esmero. Ella estaba sentada en una banca de escuela en medio del cuarto, y escribía sin alzar la mirada con una letra pequeña y meticulosa en la cartilla de salud. Al principio creí que en efecto se trataba de una alumna.
La mayor parte del discurso del médico resultó incomprensible. Pero el tono con que lo pronunció me robó también la última esperanza de que ocurriera un milagro. El sonambulismo consuetudinario que inventé, ya que era sabido que estaba incluido en la legendaria lista de motivos suficientes para ser declarado no apto para el servicio de manera definitiva, fue tomado por el médico en jefe, Dr. Seyfarth (leo su nombre y veo su sello en la cartilla de salud), con indiferencia.
Mi sonambulismo: me costó mucho trabajo exponer la historia, puesto que detrás de mí, descalzos como yo y a distancia suficiente como para que me oyeran, había ya toda una hilera de candidatos esperando los resultados de su revisión. En ese instante me avergoncé de algo que en realidad sólo me había imaginado. Sin embargo, no fue mencionado ni siquiera mínimamente en la cartilla de salud. A no ser que la observación «inepto como soldado buzo» tuviera algo que ver. Sobre todo porque es muy probable que el Dr. Seyfarth escuchara cada día diversas versiones de la misma leyenda del sonámbulo. Precisamente debido a que «el sonámbulo» se encontraba en la lista de las historias factibles que supuestamente podrían funcionar, la historia tendría que haberse contado de una manera muy distinta. Pero de tales cosas no tenía yo entonces la menor idea.
Cuando, haciendo un esfuerzo para que la voz no se me quebrara, empezaba yo a relatar mis noches supuestamente inquietas y sobre todo peligrosas en el campo, algunos de los que se encontraban en la hilera detrás de mí intentaron sacudirse las ansias o la vergüenza con comentarios o risitas, pero fueron reprendidos de inmediato por alguno de los oficiales que patrullaban en ronda continua a través de los cuartos. Los desnudos compañeros de sufrimiento, las voces de los oficiales en el recinto, el cerrado rostro del Dr. Seyfarth, harto de todos los sonámbulos del mundo (justo ahora me pregunto si el Dr. Seyfarth vive todavía, y en tal caso, si pensará ocasionalmente en aquella época de los sonámbulos): bajo todas estas circunstancias no era fácil relatar algo. Sin duda en las historias de Las mil y una noches la amenaza tiene otra dimensión, pero comparativamente las circunstancias en las que las historias se cuentan son ideales: un cuarto silencioso y a media luz, cortinas, cobijas y almohadas recubiertas de seda o terciopelo, y además un escucha extremadamente atento…
Los recintos del destacamento de la zona militar, por el contrario, tenían una luz deslumbrante, y el piso de linóleo resplandecía tanto que hacía doler los ojos. Con el tiempo los pies se enfriaban, se veía que el piso estaba recién pulido o que le habían aplicado una cera especial. Si uno se quedaba parado un rato en la misma posición, las plantas de los pies descalzos se quedaban pegadas, de modo que los que esperaban cambiaban involuntariamente de pie de apoyo, produciendo un ruido ligero, como un chasquido. Después de un rato se oía como si continuamente se estuviera rasgando papel, u otra cosa, en todo caso algo que había caducado definitivamente ese día.
Se hacían llamados por nombres, casi siempre varios de una sola vez —la letra S estaba bien representada. Como siempre, había muchos Schmidt y Schulze, e incluso alguien más que también se apellidaba Seiler, lo que no me sorprendió especialmente, ya que en el pueblo del que salimos para instalarnos en la ciudad, insertándonos así en la zona militar de Gera y su ineluctable destacamento, varias familias llevan este nombre —«ni parientes ni emparentados», como siempre se recalcaba. Me alegré de no haber olvidado esa mañana ponerme mis pantalones deportivos, y en secreto triunfaba yo sobre aquéllos a los que consideré sujetos desprevenidos en calzoncillos guangos de rayitas.
Al final, la comisión de la revista militar, cuatro oficiales y sus preguntas: yo no tenía ni muchos ánimos, ni una buena historia. Pocos ánimos eran suficientes para rechazar un tiempo de servicio más largo (tres años o más, en lugar de dieciocho meses), y llegando al límite declinar el servicio: «Creo que yo sería incapaz de dispararle a alguien» —eso bastaba, también sin historias, cualquiera lo sabía.
El miedo se fue instalando de manera espasmódica. Llegó un momento en que ya no podía yo cruzar la plaza de la estación del tren sin pensar en el 1 de noviembre, el día de mi alistamiento. Antes de entrar a la sala de la estación, mi vista se desviaba inevitablemente hacia la derecha, hacia los andenes de la estación de maniobras. Ahí, en uno de esos andenes, se encontraba la rampa donde los soldados de la ciudad y de la zona de Gera habrían de encontrarse.
Algunos meses antes había yo acompañado a mi amigo M. hasta ahí, a las cinco de la mañana. Frente a la rampa se había reunido ya un grupo relativamente grande con bolsos de viaje. Toda la escena estaba iluminada por los faros de algunas camionetas de carga, cuyos motores permanecían encendidos. En algún punto del camino sobre la plaza de la estación del tren perdí a mi amigo. Se despidió con un breve abrazo, cruzó una frontera invisible y desapareció. Desde donde estaba lo podía ver muy bien. Vi cómo irguió la espalda, sus pasos se volvieron más cortos, su caminar se adecuó a las disposiciones del otro lado. Poco antes de llegar a la rampa se volteó una vez más: me envió un saludo, es decir, a empujones alzó al aire el brazo izquierdo. Se veía desamparado, y al mismo tiempo parecía que hubiera querido darme alguna señal de resistencia. Y al hacerlo quedó deslumbrado por los faros de los vehículos de transporte. «¡Apaguen sus cigarros!»: fue lo último que oí; luego le devolví el saludo, me di la vuelta y conduje a casa.
El salto del carro de tropa: me esforcé en que nada delatara mi desamparo. Quizás diez o quince oficiales se encontraban a la entrada de un predio demarcado con alambre de púas que tenía que ser el de las barracas. Hasta ese momento sólo me parecía una triste colección de cabañas de madera y piedra.
«¡Adentro! ¡Maaaaarchen!». Algunos de nosotros sabíamos lo que se indicaba, pero tardó un momento hasta que nos acomodamos en filas de tres. Miré los rostros de los oficiales, unos se veían tensos y otros divertidos. Todo transcurría, por otro lado, con mucha tranquilidad. Hubo un breve control que se llevó a cabo más bien de manera descuidada, en el cual teníamos que salirnos de la fila con nuestras pertenencias. Durante minutos no se oía otra cosa más que el ruido de coches que pasaban por la carretera secundaria a nuestras espaldas. De los terrenos con fábricas en la otra orilla sobresalía una gigantesca chimenea con la inscripción veb Leuna.
«¡Cargar aparejos!». La orden: tal vez por descuido, fue gritada casi al mismo tiempo por varios oficiales, de modo que al principio no entendí, pero vi cómo todos al instante se colgaron al hombro sus pertenencias. Algunos incluso llevaban maletas, aunque estaba prohibido por las normas del alistamiento. Tampoco la siguiente orden se pudo entender. De inmediato identifiqué mi miedo: yo no iba a ser capaz de comprender lo suficientemente rápido, o acaso en absoluto, lo que se exigiría de mí en ese lugar. Un ensordecedor silbido cortó el aire, y de la chimenea de Leuna brotó una llama.
Atravesamos el portón —una estructura de tubos de acero sobre la cual se había tensado en diagonal y sin demasiado cuidado un trozo de alambre de púas. El lugar estaba recién pintado, pero se veía como una autoconstrucción, y además venida a menos. Apenas después de algunos metros sobre la calle que separaba las barracas, uno de los oficiales (el suboficial Bade, como después supe) comenzó a marcarnos un ritmo: izquierda izquierda izquierda, dos tres cuatro… En la voz sorda de Bade, que sobre todo se empeñaba en parecer profunda, todo eso sonaba como erda-erda-erda, Do Re Fa-Sol, motivo por el cual dos o tres compañeros se rieron. Se hizo un murmullo que fue acallado al instante por un grito del suboficial. Como si fuera lo acostumbrado, este suboficial marchaba con sus botas impresionantemente pulidas a través de las áreas verdes a lo largo de la calle de las barracas.
Todo intento de mantener el mismo paso cargando sacos y maletas terminaba siempre en grotescos saltos y tropezones. Lo más extraño, sin embargo, era el vapor: un vapor ligero y blanco que por todas partes brotaba de la tierra, de las grietas en el cemento de la calle, de las ranuras de los andadores entre las barracas, y en algunas partes se elevaba como una neblina maravillosa desde las partes donde había pasto. El suboficial de las botas relucientes marchaba a través de todo esto aparentemente impasible. Cuero negro, resplandeciente, empañado de vapor —tal es la imagen introductoria de mis recuerdos de esa época.
Asignación en la barraca 6, dormitorio 10: siete literas de hierro, catorce armarios, un armario para escobas, catorce taburetes, una mesa. Era el cuarto al final del pasillo, estaba enfrente de la habitación del sargento Zaika —un enemigo, como habría de verse. Por el contrario, los trece hombres de mi dormitorio desde el principio me parecieron amigos.
En las siguientes horas recorrimos los laberintos de las barracas de uniformes y de pertrechos. Hacia el mediodía ya todos estaban vestidos con uniforme para salir. En una construcción plana cerca del portón recibimos sopa y té. Desde ahí marchamos de regreso por la calle hasta un edificio que parecía un búnker de grandes dimensiones. Un enorme bloque semicircular sobre cuyo vértice se marcaba claramente una resquebrajadura. Para mi sorpresa, dentro del bloque se encontraba un cine, o en todo caso había una pantalla y varias filas de butacas plegables, y muy pronto escuché por vez primera el nombre búnker cine. El búnker cine era sorprendentemente espacioso. Sólo segundos después de habernos sentado se apagó la luz. Yo agradecí la oscuridad. De lo que trataba la película casi no me acuerdo. Salían tanques Panzer y otras armas, aunque se hablaba continuamente de la paz y de la difícil pero indispensable tarea de defenderla. Yo tenía los ojos cerrados cuando alguien me tocó en el hombro. Era el suboficial de las botas empañadas. No dijo nada, pero supe que tenía que levantarme. Mi sombra se proyectó contra la pantalla y se mezcló con las imágenes de un campo de prisioneros. La película mostraba ahora una ciudad completamente destruida por la guerra; sobre las ruinas de la altura de una casa se encontraba de rodillas un soldado del Ejército Rojo ondeando la bandera roja, mientras mi sombra agachada se iba desvaneciendo a sus pies. Nos dirigimos hacia un par de luces pálidas que se extendían a lo largo. Por un momento vi al soldado que accionaba el proyector. Su aspecto era sereno, y yo lo admiré. Porque desde hacía mucho conocía todo eso. Y porque lo había sobrepasado (pensé: sobrevivido). En la pared al otro extremo del búnker se habían colocado algunos espejos. Frente a los espejos había poderosas sillas con estribos de metal para recargar los brazos y la cabeza, y con el asiento de altura regulable. Debido a las ideas que me había formado, en lo primero que pensé fue en sillas eléctricas. Ciertamente no se trataba más que de los enseres de un peluquero —eran sillas de peluquería grandes y anchas, forradas de cuero color vino. Los asientos eran enormes, y los respaldos emitían un resplandor grasoso a la luz de lámparas de cono que colgaban de largas barras de metal desde el techo del búnker.
Las bancas de madera detrás de las sillas representaban evidentemente una especie de área de espera. Todos los lugares estaban ocupados ya, y tuve que quedarme de pie. Los estantes del peluquero entre las piletas y también los mosaicos que había encima habían sido pintados de verde. Un oficial de mayor edad y de cuerpo robusto entró gesticulando entre las sillas de peluquería. Parecía alterado, era obvio que trataba de preguntar por qué los peluqueros aún no habían comenzado con su trabajo. Era el capitán Bruddus, jefe del llamado parque técnico, donde más adelante lo conocí en incontables días de parque y durante mi instrucción como conductor de un W50 Ballon, un camión de carga con una anchura descomunal, cuyas ruedas recordaban a globos aerostáticos.
La navaja eléctrica acallaba el ruido de la película con una especie de sonido de paja triturada. Era agradable cuando la máquina subía por el cuello; por el contrario, cuando amenazaba alrededor de los oídos el sonido era demasiado fuerte. Los peluqueros llevaban delantales blancos de goma encima de sus uniformes, daba la impresión de que en realidad trabajaban en la cocina o en un casino, y que se encontraban sólo eventualmente en el búnker cine. Quedaba claro que no eran peluqueros, aunque sabían manejarse con los pequeños aparatos, y tenían sobre nosotros, al igual que el soldado que manejaba el proyector, la experiencia de por lo menos medio año, o en algunos casos de un inconcebible año, en las barracas. La noche anterior a mi alistamiento mi madre me había cortado el pelo. El hueco angosto de los armarios incrustados en nuestra cocina de edificio nuevo: primero tenía yo que girar hacia la izquierda para mostrar el lado derecho, y luego hacia la derecha para el izquierdo. Al mismo tiempo sostenía un espejo de mano frente al rostro y negociaba con ella cada milímetro.
El peluquero dobló mis orejas y dijo algo que no entendí. El ruido de la máquina era demasiado. Olí su aliento, y por primera vez también el olor del producto desinfectante con el que, según supe muy pronto, se lavaba la ropa interior del ejército. Tarde o temprano, el desinfectante provocaba una erupción rojiza en la piel que daba comezón —luego se usaba una pomada que contenía cortisona. La pomada se distribuía en el Medpunkt, el dispensario, en forma de tubo. No se sabía que tuviera efectos colaterales. Tampoco le importaba a nadie, siempre y cuando hubiera un efecto que aliviara la comezón en el costado interno de la parte superior de nuestros muslos, incluso si el rígido algodón esterilizado hacía que nos ardieran otra vez las piernas.
Yo dije «ajá», o «psssí», mientras el peluquero usaba el cuello de mi chaqueta para apoyar la máquina y recorrerla como sobre un riel a lo largo de la nuca. Sobre las rodillas bajo la bata sostenía yo el quepí de mi uniforme; era algo peculiar el volver a cubrirme la cabeza. El quepí producía una sensación en la cabeza que me remitía a mi infancia: vacaciones de invierno, excursiones para esquiar, marcas en la frente y en las orejas, o la gorra cubriendo completamente el rostro y cómo ésta se congelaba una y otra vez con el aliento que se enfriaba en la lana… Alrededor de la silla se habían amontonado cabellos, y los peluqueros con sus botas los vadeaban.
Un estruendo de cañones se alzó a mis espaldas, en el espejo yo formaba parte de la película: tanques que pasaban a toda velocidad por las ondulaciones del suelo y al mismo tiempo sobre mi rostro mortecino bajo la luz de neón. Despliegues y giros de cañones y mi mirada horrorizada. «Secciones de las fuerzas de combate en la avanzada…». Por un momento me pareció posible derribarlas con sólo torcer un poco la comisura de mis labios. «Los Panzer, hijo mío, ¡son sarcófagos móviles!». Eso había gruñido desde su sofá mi abuelo, que se cubría las rodillas con una cobija gruesa tejida con gancho, él seguro sabía. En el espejo vi mi rostro. Bajo el ruido bárbaro de la navaja eléctrica me sentí por primera vez en paz. No me relajé del todo a causa de mis esfuerzos por captar algo de la trama y de los comentarios de la película. Podría ser, pensaba, que luego nos preguntaran acerca de determinados contenidos, o que de alguna forma éstos pudieran incluir alguna recomendación sagaz para mi supervivencia en las nuevas circunstancias. «Nuestras fuerzas de combate aéreo, equipadas con la tecnología más moderna…».
«¡Fin!, ¡fin!, ¡ahora a la foto!». A la orden del capitán, las máquinas enmudecieron. A la izquierda junto al área de espera de los peluqueros comenzaba una fila que
se extendía por la parte lateral, poco iluminada, del búnker. Podía advertirse
que la cola de reclutas terminaba en un cobertizo de madera, cuya pequeña puerta se abría a intervalos.
Sólo cuando estuve sentado en el banco de madera, a la luz de una lámpara que brillaba cálidamente sobre mi rostro, me percaté de que el fotógrafo era mujer. Por un instante me avergoncé del aspecto que yo ofrecía: el uniforme nuevo y rígido, el corte de pelo estereotipado. Y percibí rechazo hacia el suboficial que la asistía, a pesar de que se dirigió a mí con un tono algo amistoso, muy distinto en todo caso del que empleaba con Bade o con Buddrus. Pero eso tenía que ver con ella, no conmigo —eso lo entendí de inmediato.
La fotógrafa dijo todavía algo dirigiéndose a mí. Creo que fue: «¡Por favor, mire para acá un instante!». Al mismo tiempo alzaba a media altura una pluma que tenía en la mano. Antes de que desapareciera completamente otra vez detrás de la cámara, vi que sus cabellos eran oscuros y que aún era joven. No llevaba uniforme, y sin embargo estaba ahí, en el búnker cine. Me quedé mirando su pequeña mano brillante que sostenía una pluma. Era un bolígrafo. Ahora que abro mi certificado de servicio militar con la cédula de identificación enmicada, veo este atisbo a la pluma y la mano, que se había quedado completamente inmóvil en el aire, la pequeña mano brillante de la fotógrafa con su batuta en control de ese instante. «¡Gracias!» —tal vez dijo «gracias», tal vez no. La mano descendió, y por un momento me quedé mirando el vacío. De este vacío emergió el uniforme del suboficial, quien me empujó hacia afuera llamando a la cámara al siguiente soldado. Desde mi llegada al cuartel, ésta era la primera ocasión en que me sentía extenuado y derrotado.
La foto en mi cartilla militar, que conservo hasta el día de hoy junto con la cartilla de salud y otros vestigios del pasado en una especie de cajón biográfico, habla otro idioma. En ella casi sonrío un poco, y la cabeza está inclinada hacia la derecha como interrogando en silencio. Ya no puedo ver quién era yo en ese momento, lo único que sí se puede reconocer es que aquel que fue fotografiado en esa foto se esforzó en disimular sus aflicciones. A esto se añade la iluminación excesiva, las cejas y los bordes de los ojos como ennegrecidos, mientras que, por el contrario, la frente y las mejillas aparecen casi en blanco. La sonrisa —cerrada en las partes determinantes. En las comisuras de los labios se ve muy apretada y los párpados están ligeramente hundidos, lo que da a los ojos una expresión de distanciamiento y desconfianza: la mirada de un culpable al ser incluido en el fichero de delincuentes. La imagen completa, por su parte, tiene un efecto enteramente distinto. Los arcos de las cejas conciliadores, la línea en forma de corazón del labio superior y lo blanco que quedó expuesto en torno a las orejas luego del corte de pelo suavizan todo. Lo que se puede ver son dos expresiones completamente distintas al mismo tiempo en el mismo rostro. Hoy me parece casi inverosímil que en el momento de la toma hubiera estado yo mirando solamente una mano con una pluma.
Entre más contemplaba la foto, más difuso y melancólico me volvía. Al final ya sólo sentí lástima —y autocompasión. Y rabia contra todo lo que condujo a que acabara yo en ese búnker, el rostro burdo a la luz de una cámara, entregado por completo, preocupado por una pose, y con un orgullo peculiar y, como ahora me pareció, completamente vano.
Cuando a los pocos días abrí otra vez mi cartilla del servicio militar, por un momento se invirtió el sentido de todo: de pronto era el soldado de veinte años el que me miraba a mí. Dejé a un lado la ira, y surgió la pregunta de si él, con esos ojos ligeramente entrecerrados, ya desde entonces me pudiera haber estado viendo, al mirar la mano levantada con la pluma —una mirada al futuro, y por eso la sonrisa. La idea funcionó instantáneamente como una especie de conciliación entre él y yo, y mi enojo empezó a desvanecerse. Vi con cuánta inmutabilidad aquel que alguna vez yo debí haber sido me miraba de pronto desde entonces en mi ahora, con lo cual me extendía una suerte de permiso. El yo de entonces le permitía al yo de ahora mirar de vuelta en el pasado el cobertizo con la fotógrafa y el suboficial, de vuelta las arcaicas sillas de peluquero, las piletas y aparejos con aspecto de provenir de épocas mucho más antiguas, de vuelta al día de mi alistamiento y al día de mi revista militar, de vuelta al cartel con el año generacional y la tipografía fúnebre, de vuelta a la vergüenza en el instante de la fotografía. Por un momento reconocí el contorno de una verdad constituida completamente por el tejido suave e inquebrantable de la paciencia: en la vida se trataba de paciencia. Se trataba del sentido por el cual todo lo que alguna vez nos ocurrió en la vida aguarda afuera pacientemente, al otro lado de la puerta. Pero de hecho en realidad yo nunca grité «¡Adelante!», y ahora me encontraba yo sorprendido, confuso, acaso todo me estaba resultando excesivo, y ya no supe más si en realidad tenía ganas de empezar a contar.
Traducción de Gonzalo Vélez