Yo nací en el número 16 de la calle de Covarrubias de Madrid, lo cual significa que, pese a la reputación de extranjerizante, traidor a la patria y «anglosajonijodido» (según me llamó en su día un hoy cuasiacadémico rabioso) que me ha acompañado desde que publiqué mi primera novela, soy del barrio más castizo de la capital del reino, a saber, Chamberí. En ese barrio y en los cercanos crecí y me eduqué, y cuando me trasladé de casa, hacia los ocho años, tampoco me fui muy lejos.
Son sin embargo ciertas calles de Chamberí las que asocio con mi infancia, calles que están todavía en pie y conservan sus nombres de entonces, poco o nada ofensivos o ya imparciales a fuerza de olvido: Miguel Ángel, Génova, Sagasta, Zurbano, Luchana, Zurbarán, Almagro, Fortuny, Bárbara de Braganza, Santa Engracia. Y Covarrubias. Las calles están en pie, pero en buena medida también han sido arrasadas. En esa zona, donde hoy hay tantos bancos, había palacetes del siglo xviii y mansiones de altos portales con doble escalera de mármol. Yo no vivía en una de ellas, a buen seguro, pero eran el escenario del paseo más frecuente con mis hermanos, llevados de la mano por mi madre y por la Leo, nuestra fantasiosa criada que nos hacía creer que era novia de Gento (un ídolo entonces) y nos contaba aventuras apócrifas del Gordo y el Flaco. O bien eran dos dignas damas de origen y acento habanero, mi abuela y su hermana, la tita María, quienes nos acompañaban irónicas y aspaventosas hasta alguno de los cines cercanos. De éstos ya no queda casi ninguno. Eran cines monárquicos: el Príncipe Alfonso, el María Cristina, el Carlos III, aún superviviente. Hasta mi adolescencia duró el Colón, nombre parcial de después de la guerra con el que se borró el de Royalty, demasiado «anglosajonijodido» para el franquismo.
Los taxistas más nuevos se asombran de que yo les indique que «vayan por los bulevares» en ciertos trayectos, cuando en Madrid hace décadas que no queda nada a lo que ni en broma pueda darse ese nombre. Pero es así como los que nacimos en Chamberí en los años cincuenta conocemos todavía a la suma de las calles Génova, Sagasta, Carranza y Alberto Aguilera, limitadas hoy a una inefable riada de coches conducidos por delincuentes habituales. Durante mi infancia la calzada era un lugar cívico y respetuoso, ocupado por enormes taxis negros con «trasportines» (como los llamábamos los niños, que nos los disputábamos) y por automóviles muy limpios y relucientes que sus propietarios llevaban como pidiendo disculpas. También, claro está, era una ciudad de tranvías, trolebuses (¡trolebuses!) y autobuses chatos de dos pisos, exactamente como los de Londres, aunque azules y abiertos por su lado derecho pese a la fabricación indudablemente británica, que exige la puerta a la izquierda. Subir al piso superior corriendo por la escalera de caracol suponía el simulacro diario de la aventura, y ayudaba a identificarse con los personajes de Richmal Crompton o de Enid Blyton, héroes de la niñez nunca decepcionantes. Tampoco era extraño ver carretas tiradas por mulas o burros, abarrotadas de cartones y muebles desvencijados y alguna alfombra enrollada y erguida, los llamados traperos, que, por no se sabe qué suerte de azar o de inconsciente afán ornamental, llevaban siempre, de pie, vueltas de espaldas y por tanto dando la cara a los tranvías o taxis que las seguíamos pacientemente, alguna niña o joven agitanada de extremada belleza y ojos claros. Por eso siempre me produce emoción ver un rostro femenino que mira hacia atrás a bordo de un vehículo, aunque hoy en día esos rostros carezcan por lo general de misterio, quinceañeras masticando chicle con la risa congelada y siempre en grupo, jamás solitarias, nunca solas como las pasajeras de las carretas.
Madrid, o si se prefiere Chamberí, era a los ojos del niño una ciudad dominada por las pastelerías y las tiendas de ultramarinos, escenarios de la abundancia y aun del buen gusto. De las segundas, la más cercana, aún existente, tenía uno de los nombres más atractivos que yo haya visto jamás sobre un rótulo: Viena Capellanes. De otra, Mantequerías Lyon, era de donde venía un chico a casa con el pedido diario, pues no se concebía entonces que los alimentos pudieran comprarse en día distinto de aquel en el que habían de consumirse. En medio del trabajoso refinamiento de aquel barrio no era infrecuente sentir de pronto un fortísimo olor a vaca durante los paseos. Desde mi altura de niño no era difícil agacharse y ver desde la calle, a través de una ventana enrejada, unos cuantos de estos mamíferos tan conspicuos hacinados en un sótano. Aquellos lugares, supongo que para no herir en exceso el carácter capitalino de la ciudad, no se llamaban vaquerías sino lecherías, pese a la asombrosa y delatora presencia de las bestias a dos pasos de los trolebuses. Y así, por increíble que parezca, entre los burros y mulas de los traperos, las vacas y los caballos con jinete que asimismo podían verse a veces cabalgando por algunas calles (Ferraz, la propia Génova, Cea Bermúdez), los niños madrileños de los años cincuenta convivíamos cotidianamente con los animales más clásicos de las ciudades decimonónicas. El recuerdo del Madrid de entonces es el de una ciudad pausada y en orden (quizá en excesivo orden, es el lugar en el que yo he visto mayor concentración de policías por las calles), y, tal vez porque yo era niño y me fijaba sobre todo en mis semejantes, la veo ahora, en lo que se refiere al paisaje humano, dominada por niñas vestidas con uniformes grises o azules o con un jersey rojo, los libros y las carpetas apretados contra sus dubitativos pechos, los calcetines arrugados, los andares indecisos entre la atolondrada carrera infantil y el garbo exigible a cualquier mujer de aquel barrio tan castizo. Tanto que en él los piropos eran casi obligados, aunque con decoro: se me ha quedado grabado lo que le dijo un hombre a mi madre un domingo en que yo la acompañaba después de misa: «Es usted lo más bonito que he visto, en pequeño». Mi madre se echó a reír, y recuerdo que llevaba peineta.