(Invitación a una literatura que también es geometría)
Aquello hedía abominablemente. Era un hedor a putrefacción viva,
a putrefacción llena de salud, a putrefacción no acompañando
a la muerte sino ama y señora de la vida, reina
y dominadora de todo lo existente.
I.
«El pájaro verde»es un cuento encerrado en un cuento. Poco más puede decirse del primero de los relatos que componen Diez, para mí, el libro más interesante de entre la literatura de Juan Emar. Como también debería solamente aseverarse esto: Diez es un libro encerrado en un libro.
Pero como ésta es una invitación, me veo obligado a extenderme sobre la que, para mí, es la mejor obra de Juan Emar (autor nacido en Chile, en 1893 y bajo el nombre de Álvaro Yáñez Bianchi, nombre que cambiaría por el de Juan o Jean Emar, según el humor del día) y sobre los relatos que componen este libro, un volumen que, como veremos más adelante, es, además de una obra literaria, un tratado de geometría.
Pero empecemos, al revés de lo que casi siempre hace Emar (quien por lo menos aquí será Juan), por los asuntos generales para, desde éstos, avanzar hacia los múltiples asuntos particulares en los que pienso enredarme.
II.
Cuando digo: «la que, para mí, es la mejor de las obras de Juan Emar» no me refiero, por supuesto, ni a los alcances de las historias ni a los estilos elegidos por el autor para contarlas ni, menos aún, a lo que la crítica o muchos de los lectores del chileno puedan dictaminar sobre su obra. Me refiero, única y mucho más honestamente, a que Diez es, sin duda alguna, el mejor de los libros de Emar si de lo que se trata es de invitar al lector a acercarse a la literatura de uno de los máximos exponentes de las vanguardias literarias de América Latina.
¿Por qué? Porque Diez permite ver todas las herramientas y todas las estrategias que hacen de Emar uno de los narradores más excéntricos (y aquí excéntrico tiene un solo sentido, como escribió alguna vez Rafael Gumucio [a quien mi relación con Emar —al igual que este escrito— deben tanto y tantas ideas]: fuera del centro, más allá de lo que se considera normalmente eje o foco de un cuerpo o un espacio o un conjunto o un grupo de personas). Y permite, además, ver también cómo funciona y cómo se despliega la imaginación emariana, esa suerte de aguas bravas que golpean al lector como el oleaje golpea las arenas de una playa, con incluso más facilidad que sus novelas: ni siquiera en Ayer, Un año o Miltín 1934, las olas que castigan una costa traen tantas cosas nuevas, tantos objetos inesperados, tantos cambios en la trama, tantos giros a primera vista insospechados, como en Diez.
Y es que Diez nos deja (lo cual es particularmente evidente en «Maldito gato», que no me parece, como a la mayoría de estudiosos y expertos, el cuento mejor logrado de Emar, pero sí el más complejo y el que evidencia mejor los mecanismos sobre los que el autor chileno construía sus piezas literarias) contemplar a un autor que se debate entre la estética de la plástica y la estética de la escritura, a un autor, pues, que, como suelen hacer los pintores en sus cuadros, deshace sus relatos para empezar, de golpe, un nuevo relato.
Emar, que además de escritor era pintor y que además de apellidarse Bianchi era idéntico a Carlos Bianchi (el entrenador más famoso de Boca Juniors), pinta encima de lo que ha sido antes perfilado. Por eso no sorprende, en mitad del desarrollo de sus historias, encontrar frases como: «Y aquí comienza una nueva historia», o: «Pero todo eso es pasado, remoto pasado», o: «Y empieza así una tercera historia», o: «Veintitrés años más tarde», o: «Todo eso habíamos olvidado».
III.
Pero cambiemos la metáfora de la pintura a la escultura. Porque, al escribir, Emar juega con plastilina: da vida a una forma y cuando ésta está casi por completo definida, la deshace, la regresa a su estado de bolita y otra vez empieza a modelar una nueva forma. La plastilina, sin embargo y aunque uno no pueda advertirlo a la primera, guarda la memoria de la forma que previamente tuvo.
«Se vuelve siempre a ser lo anterior, más la huella de lo ocurrido». Así como la plastilina encierra en la nueva forma todas sus formas anteriores, los relatos de Emar encierran, en cada nuevo giro, todos sus giros anteriores, en cada nuevo suceso, todos los sucesos anteriores, en cada nueva historia, todas las historias anteriores. En «El hotel Mac Quice» no sólo se pasean y se alimentan unas a otras sus sombras interiores, también se pasean y se alimentan las sombras de «Papusa» y de «El fundo de La Cantera».
Más aún: son estas sombras, estas huellas de las formas previas, las que permiten la existencia de las formas posteriores, que son siempre el nuevo asunto del relato pero con la memoria de haber sido otra forma y el deber de ser luego, además, una nueva forma. Formas que terminan y que empiezan una y otra vez, incesantemente, reinventándose y autodestruyéndose todo el tiempo, reinventando el mundo y destruyéndolo también a éste (el mundo) todo el rato.
Los cuentos de Juan Emar son figuras de plastilina y en ellos hay una tercera dimensión que no es fácil hallar en otros escritores. Una tercera dimensión que dota a su arte de una profundidad particular pero también de rasgos que podrían ser acusados, en el bla bla bla típico de los sabios, de raros o extraños. Tan extraños y tan raros que este arte no fue bien recibido en su momento y no ha alcanzado aún el sitio que merece. Y es que la realidad que Emar inventa se aleja diametralmente de la realidad que conocemos; la psicología que configura dista absolutamente de la psicología que comprendemos, y las pasiones que perfila yacen en las antípodas de las pasiones que nos hemos permitido, como queda claro en «Pibesa» o «Chuchezuma».
—Ésta es, hermano (siempre hermano, nunca mi nombre), la gran ventaja de alimentarse con mariscos: que uno mismo los mata sin necesidad de cómplices. Así la absorción y nutrición llegan a su punto perfecto. ¡Oh, creer que es sólo alimento lo que se mastica y traga! ¡Error, hermano, error! En la agonía y muerte del ser comestible hay por lo menos, según mis cálculos, un tercio de la nutrición total. Esto, por lo que se refiere al lado, digamos, físico de la cuestión. Cuanto al lado moral, volvamos a los cómplices. ¿Encuentras tú que es justo hacer asesinar a otro hombre para aprovecharse uno después de los dos tercios de beneficio de su asesinato?
IV.
Tan extraños y tan raros, los rasgos esenciales de la obra de Emar, que durante demasiado tiempo se han impuesto sobre su arte, con el afán de acercarlo a los lectores, demasiados juicios falsos o, cuando menos, desorientados: no hay, en la literatura del autor chileno (y aquí no sólo me refiero a Diez sino también a sus novelas y a la inclasificable Umbral, quizá la obra más cercana a En busca del tiempo perdido que se haya escrito en América), ni tanto humor como se ha vendido ni tanto desenfado como se ha escrito ni tanto divagar como se ha establecido ni tanto delirio como se ha pregonado.
Muy por el contrario, los textos de Juan Emar (de nuevo Diez es un ejemplo extraordinario de esto) son mecanismos de relojería (no es casual que en todos la hora y el día: el tiempo, cumplan un papel fundamental) en los que el humor es mucho menos que la risa (pero también mucho más), el desenfado es la manifestación brutal de un arte sustentado sobre las herramientas del glosar antes que sobre las del redigêre, el divagar son las manos que dan forma a la figura que después habrán de deshacer para dar vida a otra forma —forma que no es nunca accidente porque es siempre consecuencia—, y el delirio no es más que la lógica de otro universo, el emariano, una lógica que no aceptamos porque no estamos acostumbrados a que el juego cambie sus reglas tras haberse ya iniciado la partida.
¿Y qué hacemos cuando un evento o un suceso o un proceso nos resulta incomprensible o excede los parámetros con que entendemos los eventos, los sucesos y procesos? Los tachamos de delirio. De ahí que nos cueste tanto esfuerzo comprender la planeación perfecta que habita en cada relato de Emar. De ahí que cueste tanto esfuerzo acercarnos a las historias y a los personajes emarianos: para hacerlo estamos obligados a seguir el camino que trazara el autor chileno mientras trabajaba: estamos obligados, pues, a imitar el acercarse de un mosquito al foco que lo llama.
V.
Para leer los relatos de Emar hay que estar dispuesto a convertirse en un insecto. Hay que estar dispuesto, pues, a imitar el movimiento del mosquito que se acerca al foco para alcanzar así la luz que alumbra el fondo o la materia viva del relato, un fondo o una materia viva que, aunque intuimos, no somos capaces de advertir más que como premonición y no seremos capaces de comprender hasta que todo haya acontecido.
A primera vista, es verdad, el vuelo al que nos somete la lectura de los cuentos de Emar parece un extravío. Pero en los relatos de este autor, que como editor en el periódico La Nación publicó los primeros textos de Vicente Huidobro o de Ortiz de Zárate, siempre hay, además de un instante en el que se nos descubre que no estuvimos extraviados sino inmersos en un riguroso plan de vuelo (erigido a partir de círculos concéntricos alrededor del corazón de lo narrado), una serie de pistas o incentivos que nos hacen no dejar de aletear ni querer tampoco abandonar el viaje en el que estamos y que no sabemos qué promete pero sabemos que promete.
Estos círculos concéntricos y estas pistas o incentivos son particularmente evidentes en «El unicornio», el cuento en que, para hablar del asunto de los pasajeros interiores que nos acompañan a lo largo de la vida y de los conflictos más profundos que uno tiene consigo mismo y sus pulsiones, Emar nos cuenta una historia en la que caben: un amigo que en la calle pierde sus ideas y sus más puras intenciones («es decir, mi personalidad de hombre»), un grupo de gente que lleva a casa de este amigo los objetos que recoge por la calle, el amuleto que el amigo hace con estos objetos, la meditación a la que se entrega el amigo (Desiderio Longotoma) bajo el amuleto, la visita de Emar a Desiderio, el recuerdo de Emar de otra visita a Desiderio, el relato que éste le hace sobre los unicornios, el deseo de Desiderio de casarse, el efecto que en una mujer ejerce el fruto que nace si se siembra un cuerno de unicornio, el matrimonio de Desiderio, el viaje de Emar al África en busca del unicornio, el encuentro de Emar y el unicornio, el fruto que Emar recoge tras ver morir al unicornio, el viaje de regreso a Chile (¡en submarino!) de Emar y con el fruto en su poder, la llegada de Emar a su casa, la irrupción del chileno en su propia casa, el autorrobo que decide hacerse entonces, el desdoblamiento repentino de Emar, el enfrentamiento del Emar ratero y el Emar propietario, la lucha a muerte entre los dos emares, la muerte de uno de ellos, sus funerales, el recuerdo del Emar vivo de la mujer a la que ama: Camila, la ingesta de Camila del fruto nacido del cuerno del unicornio, la conversión de Camila en estatua de mármol, la ofrenda que el Emar vivo hace al Emar muerto con la estatua de Camila (cambia su cuerpo por la cruz que había en la sepultura), la culpa de Emar por haber puesto fin a la existencia de Camila
Y aquí empieza otra historia.
la aparición repentina de Cirilo Collico (pintor distinguido y detective sagaz), la vuelta de Desiderio, la elucubración del narrador sobre la idea del doble, las discusiones de los personajes sobre las apariencias, las posibilidades múltiples que unos y otros guardamos a ojos de los demás, las reuniones de Cirilo con Emar, la disección del crimen, el sombrero de copa del papá de Emar, el escudo de la Gran Bretaña, la Edad Media, las desdichas de Dragoberto II (príncipe soberano de la Carpadonia), los duelos que el tiempo nos impone, la comprensión de que estamos muriendo en cada instante y las notas musicales del (o los) réquiem propio.
Así pues, aunque la lógica que habita los relatos de Emar (cuyo nombre artístico: Jean Emar, proviene del exabrupto francés: j’en ai marre) quiera ser reconvertida en un delirio, es tan perfecta y tan exacta que es más bien una geometría.
Y aquí empieza otro tema.
VI.
La literatura de Juan Emar, como su obra gráfica (además de escritor, el chileno fue pintor, lo digo, otra vez, para quien no le haya dado importancia suficiente a este hecho), es también regida por la geometría: triángulos en los que cabe el universo, horas del día que dividen una vida, trozos de arcilla que delimitan las pasiones, números telefónicos que explican la quietud y el movimiento, vicios que seccionan arbitrariedades y sosiegos, líneas imaginarias que atraviesan el espacio, deslindando territorios y deseos.
Y esta geometría no es sólo el respaldo y el suelo del relato sino también el tema y la forma, camuflados bajo historias que no son sino apariencias: así sucede, por ejemplo, en «El perro amaestrado», donde el cuento que parece tratar de un perro, de tres amigos que odian la locomoción de los transeúntes, de las acciones que estos tres amigos toman contra los paseantes, de la muerte del perro y del enamoramiento de uno de estos amigos (Emar) de una mujer a la que conocerá ¡veintitrés años después de la muerte del perro!, trata en realidad de unos hilos invisibles
como el humor plateado de la babosa, a veces como el bramante fino de la araña que se desprende
los hilos invisibles que atraviesan el sexo del narrador cuando el perro amenaza o ataca y cuando, muchos años después, Emar se enfrenta al miedo que siembra en su cuerpo la posibilidad de haberse extraviado mientras se dirigía hacia la casa de la mujer que le interesa amorosamente.
La materia que reluce al final de «El perro amaestrado» es, pues, los hilos que atraviesan el sexo de Emar y el de la mujer a la que éste desea, pero que son también los hilos que atraviesan el estilo del cuento: no por nada éste es el único de los relatos del chileno construido a partir de un fraseo apurado (podría decirse incluso: precipitado) y de métrica inalterable. Sentencias como hilos que atraviesan, además de historia y personajes, el escenario en que acontece la historia y en el que pasean los personajes.
Y había aprendido que existe una clara relación entre la configuración de una ciudad y nuestros más encubiertos deseos. Así, como antes, gracias a los colmillos de Piticuti, había aprendido que, desde cierto punto de vista, hay también relación clara entre ellos (nuestros deseos) y los seres que van caminando por las calles.
VII.
La geometría emariana, para ser tal, precisa de volumen. Y el volumen lo consigue el autor chileno construyendo la tercera dimensión sobre sus coordenadas personales: X) personajes, Y) historias y Z) escenario.
Por supuesto, esta geometría precisa también que los vectores (el estilo, el ritmo y la forma) se entrecrucen. Y precisa, además, que estos entrecruzamientos (que dan sentido al volumen) funcionen a su vez como bisagras que abaten. Son, pues, estos entrecruzamientos las costuras finas a partir de las cuales Emar les otorga movimiento a las figuras de plastilina que dotara antes de tercera dimensión.
Y son también estos entrecruzamientos, que quede claro, las uniones que permiten que haya un cuento dentro de un cuento dentro de un cuento dentro de un… Porque gracias a estos entrecruzamientos el vuelo del mosquito (que a pesar de su apariencia azaroso es gobernado por la frialdad de la proporción áurea) está imbuido de confianza. Y gracias, también, a estos entrecruzamientos, el delirio aparente es lógica incuestionable.
Y así volvemos, como en los cuentos de Emar cuando están a punto de acabarse, al comienzo. Porque Emar no quiere que lo leamos, Emar quiere que nos extraviemos. Que vivamos para siempre, dando vueltas, yendo y viniendo, avanzando y regresando, en un cuento dentro de un cuento dentro de un cuento dentro…
Exactamente lo que pasa cuando el lector se adentra, por ejemplo, en «Maldito gato» o en «El pájaro verde».
VIII.
Leer «El pájaro verde» es convertirse en el balín metálico de una máquina de pin-ball, aceptar que a pesar de que uno entra en una historia está en verdad entrando en múltiples historias y está dejando fuera de la máquina la brújula que habría de ubicarlo.
Así, dentro de un relato que se trata, al final, de los lazos existentes entre pasado y futuro, libertad de juventud y conservadurismo de vejez, el lector se extravía en estos otros cuentos: el de una expedición al Amazonas, la de un tal doctor de la Crotale, el de un pájaro verde que es un loro, el del viaje de este loro a Europa, el de su muerte mientras es retratado por el pintor Henri Guy-Silure Portune de Rascasse, el de los años juveniles de Emar en París, el de los amigos de Emar, el del encuentro de Emar y sus amigos con el loro disecado y puesto en venta en una tienda, el de la vuelta de Emar y el loro a América, el del arribo de un tío de Emar (José Pedro) a vivir en su casa, el de las discusiones entre el tío y el narrador, el del enfrentamiento entre el tío y el loro, el del asesinato del tío por el loro, el de los enfrentamientos de Emar con el loro y el de la renuncia del narrador a su edad dorada: de allí que el cuento acabe con la confesión de Emar, quien acepta (como aceptó la felicidad durante sus años europeos) que los años lo fueron convirtiendo en un ser afable y complaciente, que ante cualquier situación responde: «—Servidor de usted».
IX.
En «Maldito gato», un relato que Emar, durante las primeras páginas, parece dedicar al esplendor del mundo y de todo lo que en éste acontece (y digo parece porque ya ha quedado claro que con el autor chileno no hay apariencia que sea después real o verdadera), como quien embarra un pan con mantequilla, Emar embarra al lector las sensaciones que experimenta mientras monta a caballo sin hacer más que el esfuerzo que hace una muñeca que manipula un cochillo entre los dedos.
Lo único que puedo decir es que al galope suave del caballo daba justo la temperatura que se traduce en la piel sin un miligramo de calor ni un miligramo de frío, es decir, una temperatura tan adecuada, tan exacta, tan precisa, que, mientras galopaba suavemente el caballo, desaparecía la temperatura.
Y lo verdaderamente curioso aquí es que lo que Emar dice de la temperatura se puede aplicar también a su estilo, un estilo sin una letra de más ni una letra de menos, un estilo tan adecuado, tan exacto, tan preciso, que, mientras se lee «Maldito gato» (o cualquier otro de los cuentos de Diez) desaparece la lectura: de ahí que leer a Emar sea casi como estar oyéndolo. De ahí que la vista y el oído (pero también el olfato, el gusto y el tacto) se entremezclen, como se entremezclan los sentidos en «Maldito gato».
Y es que quizá lo último que haya que decir de la obra del chileno es que posee una increíble capacidad sinestésica (suceso en el que se entremezclan y se fecundan unos a otros los sentidos)
Y esa sensibilidad adquiría pronto una singularidad inequívoca: no era sólo sensibilidad gustativa sino, hasta cierto punto, sensibilidad diferenciada de los sentidos. Era algo como ver por la lengua, oír por la lengua, oler y palpar por ella y, además, y por cierto, gustar. Así se formaba en el cerebro una imagen del mundo, de la realidad toda, totalmente diferente a la que dan los sentidos en su normalidad.
y que logra hacer de los sentidos un poderoso medio de conocimiento y un portal en el que el tiempo se dilata o se expande.
Olía a pan. Un pan por venir, de miga algodonosa y cáscara crujiente; un pan arquetipo. Un pan por venir —digo—, por lo tanto, todas las posibilidades de pan para el hombre.
Pero además, los sentidos son, en «Maldito gato» (tras cruzar sus miradas Emar, el gato al que encuentra en el socavón y la pulga que vive en la cabeza de éste), también la última (y quizá la más perfecta) prueba de la geometría emariana:
al juntarnos los tres, habíamos formado una figura […] un perfecto equilibrio entre tres fuerzas aisladas, tres fuerzas sueltas, tres fuerzas diferentes que, hasta ese momento, habían estado trotando desorientadas (recobra sentido la cabalgata azarosa de la mañana) y a locas por el mundo, tres fuerzas incoherentes en el caos de la vida (recobra sentido el caos que es, en el fondo, la sinestesia) que, por su misma incoherencia, por su mismo desequilibrio, al hallarse errantes, contribuían de más en más a intensificar ese caos.
y de la conversión del tiempo lineal en un espiral que parece extraviarse en infinitos hoyos negros:
Desde aquel momento había algo más en el universo, una formación más, un reflejo, un espejo. Pero aquí, entiéndaseme bien, la palabra espejo puede inducir a error. La empleo porque allí en el embudo se reflejaba otro, el Todo. Pero no sólo se reflejaba; también se reproducía. Digamos claramente: se repetía.
Por supuesto, el espejo del que habla Emar no es sino una epifanía, un pretexto (como el insulto del tío, como el cuerno del unicornio, como Papusa, como la locomoción de los transeúntes, como Pibesa y, sobre todo, como los curas vestidos de verde, las estrellas y las mujeres sodomizadas de «Un vicio») para lograr que el pasado y el futuro pierdan peso y sentido, para demostrar, en suma, que el presente es un instante en el que cabe y yace, atrapada, la existencia.