El interior del bosque estaba lleno de luz solar
quebrada y de sombras cambiantes que componían
una especie de velo tembloroso, que casi recordaba
el vértigo que produce el cinematógrafo.
G. K. Chesterton. El hombre que fue Jueves
El contraste luminoso es la condición indispensable tanto para la visión como para la imagen. Vemos gracias a las sutiles gradaciones que produce la luz en su accidentado y persistente trayecto. A través del abanico extendido de tonos grises distinguimos la voluptuosidad de las formas y los volúmenes, calculamos proporciones y tamaños, establecemos sitios y distribuciones, adivinamos intersticios y distancias y nos extraviamos gozosos en la superposición interminable de planos.
Si bien el desarrollo del cinematógrafo fue vertiginoso desde sus inicios, no deja de producir asombro la referencia temprana —a sólo trece años de la función en París de los hermanos Lumière— de Gilbert Keith Chesterton al describir el mareo experimentado al entregarse al espectáculo de la sucesión de 16 o 18 cuadros por segundo en una sala oscura; del parpadeo existente entre fotogramas fijos que descomponen y recomponen el movimiento de la vida; de ese temblor de luces y sombras, de tonos blancos, negros y grises, de reflejos y destellos, del baile de imágenes acentuado por los espasmos de un proyector vibrante.
Un escritor tan rico en metáforas y alegorías, más aún tratándose de fenómenos naturales, encontró en el nuevo invento, en la reciente exposición de los sentidos al paso frenético de las imágenes, el símil para expresar el vaivén juguetón de oscuridades y brillos en la espesura del bosque penetrada por el viento. Unos renglones más abajo, continuando con la descripción, es Rembrandt el homenajeado cuando el autor alude al estilo plástico del claroscuro, definido por un poderoso contraste entre las altas luces y las sombras profundas.
Nos han enseñado que el primer elemento formador de contraste en una película fotográfica es ajeno a la emulsión sensible a la luz. El soporte, la base que se impregna con gelatina de plata, no es totalmente transparente, no alcanza la pureza propia del agua inmaculada, sino que entraña el rasgo de la densidad, del ennegrecimiento; la cubre una nubosidad casi imperceptible. A esta ligera opacidad primigenia se le suma, ya en el compuesto fotosensible, un velo uniforme que se planta como premisa: la acción de la luz intrusa, oportunista, aquella que no pasa a través de la lente de la cámara, se aprovecha de la inestabilidad de la finísima capa preparada para recibirla. Los entendidos la llaman densidad de base más velo, y es el punto de partida de la creación fotográfica.
Lo que sigue es magia y oficio. La destreza de seres deslumbrados por el encanto de plasmar fragmentos de realidad en una cinta perforada, alquimistas e inventores, científicos y artesanos, artistas y empresarios, depositarios de un saber múltiple reunido en largo tiempo. Seguidores iluminados de Paul Gustave Doré que crean la ilusión de profundidad por medio de la alternancia tonal en una superficie, en un material traslúcido constreñido a dos dimensiones. Blanco sobre negro, negro sobre blanco; el blanco realzado por un gris oscuro, el negro acentuado por un gris claro; diversos grados de gris destacados contra otros diferentes. Porque la luminosidad no se entiende sin su contrario, los fulgores no se perciben si no están enmarcados por sombras profundas. Lo que el grabador francés consiguió en la gráfica al ilustrar obras como La Divina Comedia y Don Quijote de la Mancha, es menester imprimirlo ahora en imágenes que atesoran la ilusión del movimiento.
Los directores de fotografía en la época de los filmes en blanco y negro fueron grandes maestros del contraste. Esta condición resalta cuando las exigencias dramáticas los conducen a un estilo en que sacrifican la suavidad de los tonos grises para explotar la crudeza de los tonos extremos. El cine negro o film noir alcanza el estatus de género cinematográfico portando como insignia la exploración de los límites de la escala tonal. Enormes áreas oscuras, destellos inclementes a contraluz, siluetas amenazantes y enigmáticas, sombras alargadas en pisos y paredes, reflejos intensos en calles húmedas y cristales opacos son los constituyentes de un registro visual que sustenta el desarrollo de una trama, al tiempo que hace patentes las emociones y destrezas de quienes miran por el ocular de la cámara.
Una vez creado el estilo, herencia de los expresionistas alemanes, los fotógrafos aprovechan el impulso para proseguir el vuelo por cuenta propia, sabedores de que han modelado, instituido, un ambiente propicio para las historias que amasan las pasiones humanas; entonces toman riesgos heréticos que ponen a prueba la solvencia de los ingredientes fotosensibles, se aventuran en terrenos peligrosos, arenas movedizas, para determinar hasta dónde es posible detectar el más leve detalle, el mínimo indicio de textura en tonos blancos y negros que rayan con el absoluto. Llevan, en fin, el claroscuro hasta fronteras inimaginables. Es ineludible la comparación entre esta iluminación pletórica de estímulos visuales y el desgarramiento emocional que viven los personajes; ocurre una simbiosis perfecta, una asociación de ida y vuelta que atrapa y sobrecoge a los espectadores, se establece una complementariedad de intenciones sin ambigüedades.
A fines de los años cincuenta del siglo xx, la Nouvelle Vague francesa refresca el ambiente del cine, que se encontraba cargado de contenidos gastados, formas rígidas y convenciones del lenguaje. Entonces vuelve a apreciarse la vasta paleta de grises que existe en la naturaleza y el reto de reproducirlos en fotogramas. El empleo de la luz solar como fuente primordial, como causante de los más diversos matices, se enlaza con la narración de anécdotas cotidianas que se sitúan, fuera de los estudios de filmación, en los espacios mismos de la vida. Acontece, de nueva cuenta, el prodigio de la comunicación entre los contadores de historias y los hacedores de imágenes, la reunión de identidades para expresarse con luces y sombras en perpetuo movimiento.
Cinco décadas han pasado y ahora una subyugante mayoría de filmes incorporan el color como elemento detonador de emociones y simbolismos. Usurpador en el reino de la visión, nos impide desvestir la realidad de su túnica colorida; el mundo en blanco y negro le pertenece a la noche, al arte y a los sueños. Mas la cualidad tonal, lo hagamos consciente o no, sigue siendo majestad en nuestra apreciación visual del entorno y, para la fotografía, su constituyente fundamental: el color extasiado de luz aspirará a la pureza del blanco; y aquel que apenas pruebe la influencia radiante, está condenado a fundirse con el negro soberano.