Elogio de la miopía

Carlos Yushimito

(Lima, 1977). Entre sus libros de cuentos se encuentra Rizoma (Perra Gráfica Taller, 2015).

1.

Toda experiencia migrante es una experiencia de lenguaje. Llegar a una nueva comunidad es, por lo común, algo parecido a forzarse a mirar una tabla optométrica, lo cual se parece, más o menos, a conquistar nuevamente una forma de leer. Los fonemas y las nuevas sintaxis se alargan y desenfocan; son a la distancia semejantes a optotipos que miramos desde el filtro de la divergencia. Entre las múltiples variantes de la refracción de la luz, es curioso que a la mayor o menor nubosidad de la mirada se la conozca por el nombre de «umbral». Como si, al acomodarnos unos anteojos sobre la nariz, estuviéramos de algún modo atravesando una puerta.

2.

El lenguaje del migrante se parece mucho a la mirada de ese miope. Tal vez por eso, a los pocos años de vivir en el extranjero, una de las primeras cosas que se perciben es el modo distinto con que se mira la realidad. Por ejemplo, yo antes creía que debía observarla e interpretarla, sacar lecciones de ella. Ahora supongo que la res- peto menos, pues no tengo ya necesidad de darle una explicación a todo lo que pasa por delante de mis ojos. Esto último es curioso, porque en la época en que escribí Las islas yo solía tener muy malos sueños, y cada vez que me despertaba —y ocurría muy a menudo—, presa de sensaciones de asfixia, me obsesionaba tratando de entender lo que había soñado, como si ejerciera, sin querer, de policía de mí mismo.

3.

Hoy, por el contrario, en suelo extranjero, duermo con mayor tranquilidad. Tal vez esto se deba a que estar en contacto con otro paisaje, pasar por encima del idioma, ser esa especie de pasajero permanente en que me he convertido, me ha hecho ser más solitario e introspectivo, de manera que mi subconsciente ha terminado por permitirme ser más libre de lo que era cuando daba por hecho que mi comunidad, mi idioma y todos mis afectos eran lugares, por naturaleza, ganados o propios, y por lo tanto no merecían cuestionamiento alguno.

4.

Lo mismo ocurre cuando camino sin mis gafas puestas, adivinando el mundo y oyendo en los autobuses otro idioma que siempre parece quedarse en el umbral, a menudo como a la espera de un evento estético: la inminencia, diría Borges, de una revelación que nunca llega. Vivir fuera también me ha hecho ser, de algún modo, mucho más irresponsable, porque me ha empujado a creer que puedo vivir una vida entera, menos vulnerable frente al peso del mundo. Por eso, a veces, cuando escribo, llego a tener incluso esa rara sensación de no envejecer.

5.

En uno de los primeros reencuentros que tuve con Lima escribí esta pequeña nota en mi libreta:

Viajaba en la combi cuando se subió un vendedor mendicante. Lo noté nervioso, mirando a todas partes con sus ojos desencajados. Luego empezó a contarnos un discurso desgarrador sobre su mujer, a la que había atropellado, meses atrás, una combi. Qué admirable juego cervantino, pensé. Todo lo cantaba con ese tono lastimero que usan los vendedores mendicantes de combi, desde, por lo menos, los años ochenta. Pensé también que la métrica que usaba, acompañando ese acento jetudo que le nacía, dañaba su historia, la hacía inverosímil, cubría de falsedad lo que de otro modo hubiese resultado conmovedor, saboteando así sus propias intenciones narrativas con poca estrategia. Al terminar desembolsó una receta que había plastificado para que no se le arrugara, se esmeró en que todos la viésemos y nos vendió unos chocolates. Entonces me nació esta idea: «Aquel documento exhibido es un síntoma de que Lima sigue estando enferma de desconfianza; lo que no es sino otra forma de decir que está enferma de realismo».

6.

Cierta vez leí que Borges elogiaba los libros porque, a diferencia de otras tecnologías humanas, extendían no el cuerpo sino la imaginación. Desde entonces no dejo de imaginarme los libros como pequeñas prótesis.

7.

Alguien me preguntó una vez sobre el acto de escribir y en particular acerca de lo que el lenguaje literario significa para mí. En esa ocasión recordé lo que había escrito Borges. Las personas piensan erróneamente que el lenguaje es un instrumento anexo, que es una herramienta funcional tal como lo son para un carpintero sus martillos y sus destornilladores. Por eso no hay nada más absurdo que escuchar a un escritor decir: «¡En este libro he intentado trabajar con el lenguaje!». La tautología es casi tan desconcertante como si alguien se quitase una pierna después del zapato.

8.

Para mí el lenguaje literario es tan sólo un reflejo de la mirada. Como si alguien le diera un golpe a la rodilla de la mirada y la escritura se levantara involuntariamente con un ligero tic. En tal sentido, lo esencial del lenguaje no se entrena; así como tampoco se entrena la sensibilidad para observar el mundo. En todo ello hay una inclinación natural que las palabras no hacen más que revelar. El lenguaje literario es algo semejante a una prótesis que, de tanto portarse, termina por dolernos.

9.

Cuando era niño y hacía frío, en casa mi madre no solía decir: «Abrígate porque te vas a enfriar»; por el contrario, decía siempre: «Abrígate porque el frío se te va a meter adentro». Yo admiro la segunda forma de mirar la experiencia porque crecí en ella y porque está en ella, en el modo en que se expresa, toda mi memoria afectiva: así habla mi madre y así, por consiguiente, escribo yo. Una mirada pobre o uniforme del mundo siempre ofrece un lenguaje pobre o uniforme del mundo. Creo que en eso el lenguaje no nos engaña nunca.

10.

Delinear, definir los contornos, echarle esa piedrita de mundo a la textura líquida de la escritura. Observar cómo los círculos concéntricos se le abren a la mirada y detrás de ella a la imagen del mundo. Y en su reflejo, sólo nosotros, nuestro desenfocado y sorprendido rostro, sin el filtro que corrige nuestra naturaleza casi tan nebulosa como todas las imágenes que le robamos al sueño.

Walter Benjamin escribió alguna vez que la vigilia conserva algo de aquel líquido robado al sueño, y que al despertar se solidifica.

11.

A veces pienso que hasta los propios miopes se acostumbran con facilidad a portar la normalidad sobre el tabique de su nariz. Pero yo creo que alguien miope tiene desde su propia relación con el mundo un modo natural de ser diferente y de relacionarse, en consecuencia, de forma distinta con él. Del mismo modo, pienso que escribir en el extranjero debe de ser como mirar el mundo sin los anteojos puestos. Un poco acostumbrado a que la realidad se confunda con el sueño, lavado de límites, donde a la escritura le crezcan las sinestesias como la mala hierba les crece a los jardines, que no son otra cosa que espacios de exacta domesticación. Pienso que uno debe limpiarse los ojos llenos de tierra. Y que uno debe luchar contra esa solidez, contra todos esos contornos que alguna vez fueron sólidos y nítidos <

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