Algún día te mostraré el desierto [fragmento]

Renato Cisneros

(Lima, 1976). Su última novela, Dejarás la Tierra (Planeta, 2017), obtuvo una Mención Especial en el Premio Nacional de Literatura 2018.

Esa mañana de diciembre de 2016, al salir del baño envuelta en toallas, Natalia se encontró frente a frente con mi cara de palo. Cómo no iba a estar molesto: hacía más de veinte minutos que debíamos haber entregado las llaves del departamento en la recepción y tomado el taxi rumbo al aeropuerto de Cracovia para volver a Madrid. Soy un impuntual redomado, el peor, el más desconsiderado, menos en una circunstancia concreta: cuando tengo que tomar un avión. El temor de perder un vuelo por propia negligencia y quedarme varado hasta el día siguiente es más fuerte que mi congénita propensión a la tardanza. Esa mañana, sin embargo, nuestro retraso no era la única explicación a mi malhumor.

Habíamos pasado los últimos días entre Alemania y Polonia recorriendo memoriales de la Segunda Guerra Mundial; una experiencia didáctica que desde hacía años perseguía, sólo que ahora que la habíamos concluido el entusiasmo original había devenido en pesadez, sobre todo después de visitar Auschwitz. Tras conocer los museos de Berlín que narran el genocidio judío, y de leer en simultáneo la poderosa Trilogía de Auschwitz, del italiano Primo Levi, llegué a Cracovia creyéndome listo para pisar el más grande de los campos de concentración y exterminio levantado por los nazis. Pronto me daría cuenta de que nunca se está listo para una experiencia como ésa. En Auschwitz todo lo que ves, tocas y respiras está impregnado por una aureola de terror: la reja siniestra con el letrero «El trabajo los hará libres»; los estrechos bloques en cuyas oficinas y laboratorios los prisioneros eran sometidos a todo tipo de vejaciones y experimentos; las barracas, que más parecen establos de animales, donde había que apiñarse para dormitar en busca de un sueño que no llegaba; las horrendas cámaras donde se gaseaba a hombres, mujeres y niños, y los escalofriantes hornos donde se cremaban sus restos. Recorrer esos ambientes es grotesco, turbador. Lo que no impacta, ofende, y lo que no ofende, repugna.

Recuerdo también lo mucho que nos sorprendió o más bien fastidió ver a más de un turista tomándose selfies frente a, por ejemplo, las vitrinas que exhiben pertenencias incautadas a los judíos o, incluso, delante de las tétricas chimeneas. Pensé en «White Bear», ese capítulo de Black Mirror en el que los testigos de la persecu- ción a una mujer, en lugar de auxiliarla y librarla de su captor, prefieren filmar los hechos, indolentes, fascinados con la tragedia.

Setenta y tantos años después de que las tropas soviéticas liberaran Auschwitz, el campo seguía allí, como un infierno desalojado, advirtiéndole a todo aquel que se acercaba que la humanidad no está exenta de repetir sus capítulos más abominables. Primo Levi lo señala casi textualmente en el primer capítulo de su libro:

«Esto ha pasado y, por lo tanto, puede volver a pasar».

Aquella visita, realizada justo el día previo a nuestro retorno a España, me había dejado literalmente doblegado, abatido, con una sensación fúnebre difícil de quitarse de encima. Por eso al caer la noche, buscando quizá balancear o bloquear todo lo visto y sentido, le propuse a Natalia cenar en Pimiento, un restaurante argentino del centro de Cracovia al que había echado el ojo la tarde anterior, durante nuestra primera caminata por la ciudad. Accedió. Fuimos. Pedí una carne jugosa, doble ración de papas fritas, ensalada y una botella de vino. Quería darme un festín igual al que se daría un condenado a muerte la noche anterior a su ejecución. En un momento dado invité a Natalia a brindar. «Salud por estar vivos», le dije y bebí un trago largo. «¿Estás bien?», me preguntó ella, seguramente alarmada ante mi repentina solemnidad. Sonreí con flojera. Por supuesto que no estaba bien y, pese a que había prometido por dentro no contagiarle mi pesimismo ni malograr la velada, no me contuve. De buenas a primeras pasé a referir el drama de las innumerables familias judías destrozadas por la guerra y el odio racial, y a recordarle el horror con que habíamos estado en contacto a lo largo de toda la semana.

«¿Te das cuenta?», empecé diciendo, «tenemos suerte de haber nacido en otro lugar, en otra época, en otro continente», proseguí, sin dejar de recalcar que tampoco esa suerte garantizaba nada pues el dolor, la enfermedad, la fatalidad y la muerte estarían siempre al acecho, así que debíamos actuar sin miramientos, sin hacer planes ni pensar en el futuro, aprovechando cada segundo, cada partícula de aire, como si todos los momentos fuesen el último. «No vale la pena perder el tiempo en discusiones, al final la existencia es un azar que dura tan poco, todo está expuesto a la maldad», concluí desengañado, haciendo alarde del supuesto conocimiento recién adquirido. Los comensales de otras mesas se giraron en dirección a mí. Natalia me observaba sin decir palabra, pero su mirada era una acusación de locura. Antes de finiquitar mi oscura perorata di paso a una retahíla de lugares comunes: «la vida no es justa», «la vida no tiene sentido», «la vida no vale nada», «la vida no basta». Encima era 30 de diciembre, el penúltimo día de 2016, de modo que mis palabras y mi estado de ánimo estaban empapados de esa irremediable melancolía con que se vive el fin de algo.

La angustia me duró incluso hasta la mañana siguiente, la mañana de nuestra partida, y se fue atizando conforme se acercaba la hora del vuelo y Natalia, encerrada en el baño, no parecía caer en la cuenta de que tenía el equipaje cerrado y la paciencia colmada. Me puse furioso al verla en toallas. Llevaba una en forma de turbante y otra alrededor del cuerpo que asemejaba un sudario. Mi expresión colérica, sin embargo, se deshizo al ver lo que traía en la mano. Era un objeto pequeño, alargado y aparentemente metálico que al principio confundí con un termómetro. Sólo cuando lo tuve a un centímetro del rostro entendí que era un test de embarazo. Recuerdo que dejé caer las maletas; a decir verdad, todo se soltó de su sitio. Y cuando un segundo más tarde observé la marca indeleble que indicaba lo evidente sentí que algo dentro de mí se extinguía o más bien se contraía o mutaba. Ahí sí que me hubiese venido bien tener cerca un termómetro porque la temperatura comenzó a escalar dentro y fuera de mi organismo. En la ventana, la gélida y callada Cracovia parecía de pronto una ruidosa ciudad caribeña donde estaba por inaugurarse un carnaval. Las nubes escamparon, el sol relampagueó, las aves volaron en todas direcciones. Un momento después renacieron el frío, el viento gris, la luz decrépita, las palomas inmóviles. Fue tan súbita la mezcla de felicidad, pánico, dicha e incertidumbre que sólo atiné a abrazar a Natalia como quien se aferra, en medio de un tsunami, a la última palmera en pie. «Ahora sí, ahora sí», pensé, sin saber muy bien a qué me refería.

No me gusta ceder ante el pensamiento mágico, ni darle una tendenciosa sobrelectura a los acontecimientos (odio la expresión de consuelo «todo pasa por algo»), pero ese día me sentí objeto de un reclamo irónico del destino. Ese test positivo era una metáfora de la vida o, más bien, la vida misma encarándome, pechándome, dándome una lección, refutando mis aseveraciones pesimistas de la noche anterior, demandándome «qué diablos sabes tú de mí» o «quién te crees para ponerme en duda». Había estado tan cerca de los relatos de la muerte, me había ensombrecido tanto escuchándolos y, de pronto, como una antorcha que desbarata la penumbra, la noticia de la vida, de una vida —la vida de mi hijo o hija convertido en célula— irrumpió para salvarme y recordarme que no sabemos nada del destino como para andar por ahí subestimándolo.

Me vi tan interpelado que a continuación revertí mis teorías radicalmente pues, de repente, me pareció que la vida no sólo era justa y hermosa, sino que estaba llena de sentido. Horas después, durante el vuelo de regreso a Madrid —que no perdimos, aunque casi—, no hice más que hablarle a Natalia sobre ese futuro que veinticuatro horas atrás me parecía, más que borroso, irrelevante. Antes, en el taxi que nos condujo desde el centro de Cracovia al aeropuerto a toda velocidad, mi cabeza había dado rienda suelta a una serie de cavilaciones acerca de lo que vendría y, de la nada, todo lo que hasta entonces me parecía crucial y trascendente —mi vocación, mi trabajo, mis proyectos, el exilio— pasó abruptamente a un segundo plano.

Pero hay algo más. Algo que no estoy contando por vergüenza o pudor. Esa mañana invernal, apenas vi el test positivo, y a medida que Natalia balbuceaba la sorpresa del embarazo y trataba de darle forma de noticia, una frase surgió desde lo más profundo de mis taras y escrúpulos hasta escribirse en mi cabeza como se escribe un lema o consigna en un muro de concreto. Era una frase automática, instintiva. Una frase cavernaria, cargada de un miedo ancestral. Una frase que desnudó de un plumazo las fallas tectónicas de mi educación y delató mi naturaleza primitiva, mi pasado de mono, mi herencia reptil. Una frase compuesta de cuatro palabras que, durante siglos, ha sido pronunciada o evocada por millones de machos que en su día se enteraron de que estaban próxi- mos a convertirse en padres por primera vez:

«Ojalá que sea hombre».

En ese momento la frase pareció dispararse sola, pero ahora, viéndolo retrospectivamente, creo saber muy bien qué fuerzas inconscientes me llevaron a pedir en privado, ante las máximas instancias divinas y cósmicas, la llegada de un varón, no de una niña. Primero, me dejé llevar por una realidad certificada: el mundo sigue siendo un lugar hostil, intrincado, o al menos arduo, para las mujeres. Las conquistas sociales alcanzadas para devolver dignidad a la mujer y mirarla de igual a igual son significativas, pero el mundo está todavía muy lejos de extirpar su impronta machista. «Un varón», supongo que pensé esa mañana en Cracovia mientras veía el test de embarazo, «se las podrá arreglar mejor».

Por otro lado, me vi sugestionado por las típicas obsesiones patriarcales que mi generación heredó, como «la transmisión y supervivencia del apellido» o el ejercicio de esa pedagogía de la virilidad llena de rituales y estereotipos: llevar a tu hijo a un estadio de fútbol, iniciarlo en la ingesta de alcohol, compartir su primer cigarro, monitorear su debut sexual, es decir, estimular a tu hijo hombre, tu «cachorro», a que desempeñe roles de géne- ro «adecuados» para propiciar una complicidad masculina que fortalezca la tribu. Todos esos prejuicios idiotas —inculcados en la infancia, incorporados en la adolescencia, asumidos de plano en la juventud, validados en la adultez—, al cuestionarlos una vez descubiertas sus costuras y lagunas, no resultan fáciles de erradicar.

Tal vez quería, o pensé que quería, hacer todas esas cosas con mi «hijo» porque mi padre no las hizo conmigo. Nunca fuimos juntos al estadio. Ni nos emborrachamos juntos. Ni fumamos a la vez. Tampoco me habló nunca de sexo; lo más lejos que llegó en ese ámbito fue esconder un preservativo en uno de mis zapatos, acaso esperando que yo dedujera cómo usarlo y con qué fin <

Comparte este texto: