Hay aptitudes literarias que desde el inicio se muestran ejemplares porque señalan la importancia de tal o cual dilema existencial. Los autores que abrazan la escritura total, aquellos que «han nacido para escribir», se vuelven maestros en el ingrato arte de la vida porque a lo largo de su obra logran atisbar el carácter inconcluso de la misma. Es el caso de Elias Canetti, quien en sus Apuntes 1973-1984 escribe: «Un pensamiento no ha de ir más allá de su fuerza. No ha de nacer muerto y, sobre todo, ya que vive, no ha de gritar y patalear inmediatamente».
Para el escritor total no hay temas o problemáticas cerradas. Ocurrencias, reflexiones, juicios expresados a la ligera, pensamientos profundos que rozan lo aforístico, frases que se adhieren sin quererlo, diatribas, elogios, dudas, oraciones elaboradas concienzudamente, juegos de palabras, sentencias inapelables, esbozos de proyectos futuros, etcétera, todo va desfilando por la blancura del papel con la misma intensidad, llenando los espacios vacíos de la imaginación con idéntica suficiencia.
La informalidad es el combustible de la vocación literaria. Lo que el escritor plasma en una libreta de notas puede ser el inicio de un poema, una novela o un cuento, o convertirse, después de un tiempo, en una declaración ridícula o fútil. Sean cuales sean los motivos para adjudicarle un valor trascendente a su trabajo, lo importante es que, ya en sus apuntes, el autor se encuentra en el centro de la atención, aunque no, ciertamente, a la manera
de un ser imprescindible, sino como alguien capaz de señalar la maleabilidad de
la inteligencia.
Los apuntes no sólo pueden contener ideas para trabajos futuros sino ser útiles también para el lector que se acerca, ávido de recursos, a la experiencia literaria, pues cada nota tiene la particularidad de ser generosamente receptiva. Entre una y otra entrada del cuaderno de apuntes caben las observaciones personales, de tal modo que, al finalizar su lectura, uno siente que ha participado de manera activa en la creación o, mejor aún, que ha cruzado una nueva puerta rumbo al conocimiento de sí mismo: «Los apuntes», afirma Canetti, «se han convertido en una forma. No hay límite a su capacidad de comprensión. Todo lo que falta en ellos es importante. El lector se entrega él mismo como complemento».
Dicha forma, empero, responde comúnmente a un impulso mayor, a una fuerza que la obliga a revelarse como tal. En el caso de Canetti este vigor creativo, esta energía superior que motiva su obra, es la lucha contra la muerte (el olvido), el combate contra la impenetrabilidad del sistema y el extravío de la metamorfosis. Si todo sistema (sea político, filosófico o literario) implica sometimiento, la tarea del escritor consiste en custodiar la metamorfosis, es decir, en resistir los embates del monstruo voraz e infatigable que llamamos finitud. Sólo la expresión literaria constata (registra, dispone, preserva) las energías vitales propias y ajenas.\
Custodiar la metamorfosis significa familiarizarse con la herencia literaria de la humanidad, hacer posible el diálogo intercultural, pero, sobre todo, deshacerse del síndrome característico de la época: la especialización. En un discurso pronunciado en Múnich en 1976, Canetti declara: «Los escritores deberían mantener abiertos los canales de comunicación entre los hombres. Deberían poder metamorfosearse en cualquier ser, incluso el más ínfimo, el más ingenuo o impotente. Su deseo de vivir experiencias ajenas desde dentro no debería ser determinado nunca por los objetivos que integran nuestra vida normal u oficial, por decirlo así; debería estar libre de cualquier aspiración a obtener éxito o importancia, ser una pasión para sí, precisamente la pasión de la metamorfosis».
La escritura pone en práctica la constante transmutación del decurso vital. Una de las principales tareas del escritor, según Canetti, consiste en crear espacios dentro de sí, lugares exentos de toda parálisis teórica. Los sistemas merman el flujo del pensamiento, aniquilan la ligereza de las ideas sin que ello suponga profundizar en la esencia del hombre. Hay conocimientos que surgen sin un fin determinado, sentidos que llevan, desde el inicio, la inconfundible marca de la transformación. El escritor debe albergar dichos conocimientos: darle cabida a todas las formas posibles de humanidad. Canetti piensa que un escritor «está más próximo al mundo si lleva en su interior un caos; pero a la vez se siente responsable de dicho caos; no lo aprueba, no se encuentra a gusto en él ni se considera un genio por haber dado cabida a tantos elementos contrapuestos y sin ilación entre sí, aborrece el caos y no pierde la esperanza de superarlo tanto por él como por los demás». En este sentido, la figura del literato concentra toda la marejada de acontecimientos que constituyen la realidad, todos los sucesos, regulados o desorbitados, que llenan los minutos y las horas de la vida. El caos que el escritor alberga en su interior no es algo inventado (fabulado) sino algo que está ahí: es el vaivén enloquecido de una ciudad que despierta, la eclosión natural del campo, las miles de voces que chocan entre sí al salir el sol, los ruidos que no escuchamos pero que existen, los sonidos que van tejiendo una sinfonía extraña, sincopada, repleta de momentos decisivos aunque imperceptibles, la elocuencia de la noche, la tierra que se desliza cuando nadie la toca, los murmullos del follaje, los gritos ahogados del peligro y del sexo. Y de tal desfile de experiencias el autor debe extraer la fuerza necesaria para empuñar la pluma y liberar de su interior a los cientos de personajes que lo constituyen. Canetti escribe: «Necesito personajes. Sólo puedo subsistir repartido en personajes. Soy demasiado fuerte para permitirme vivir indiviso. Temo la destrucción que podría brotar de mí».
En consecuencia, el respeto del escritor por todo cuanto admita una formulación verbal determina su llamada «responsabilidad», lo que le permite establecer cierto margen de armonía dentro del cúmulo caótico de acontecimientos diarios. El escritor, al perseguir la vivacidad de la metamorfosis, otorga una particular importancia a las palabras, deposita su confianza en «la capacidad que tienen para nombrar». A este respecto, el lenguaje es algo serio, algo que exige miramiento, algo con lo que hay que «comprometerse». Para custodiar la metamorfosis es necesario conocer bien la lengua, pues sólo así, piensa Canetti, se puede percibir lo que un ser humano es detrás de sus palabras. Lo que justifica la labor literaria es la capacidad para mostrar, mediante la luminosidad del lenguaje, el caos interior que nos aprisiona a todos, las «máscaras acústicas» que nos conforman.
Pero no sólo se trata de rescatar los disfraces que ya existen sino de inventar nuevos. Cuando pensamos, por ejemplo, en una persona, cuando la evocamos, nuestra memoria recupera aquellos atributos que sobresalen por encima de los demás, aquellos rasgos que la distinguen del resto de la humanidad. Dicho recuerdo, sin embargo, no logra mostrarnos con fidelidad tales señales, sino de una manera exagerada, extrema, que termina convirtiéndose paulatinamente en un carácter. Ahora bien, la mayoría de estos caracteres van disminuyendo su agudeza con el paso del tiempo: avaro, loco, envidioso, etcétera, son términos que hoy designan lugares comunes tanto en la charla casual como en el discurso literario. Para Canetti, una de las tareas fundamentales del escritor consiste en fomentar la propagación de categorías descriptivas. El testigo oidor es un catálogo de nombres nuevos —como El Rondacadáveres, El Lengüipronto, La Sultanesca o El Tientahéroes— que, en efecto, consiguen ampliar los límites del entendimiento. Canetti subraya: «Hoy en día apenas es habitual escribir “caracteres”. La literatura se ha dedicado a otras cosas y gira en torno al mismo punto e intenta convencerse reiteradamente de que su esterilidad no es una conquista fácil. Al igual que muchos animales, los caracteres parecen amenazados de extinción. Pero en realidad el mundo rebosa de ellos, basta con inventarlos para verlos. Ya sean perversos o divertidos, es mejor que no desaparezcan de la superficie terrestre».
El constructor de caracteres apela a la exageración, al estiramiento desmedido de sus visiones. Esta transición de personas a personajes hunde sus raíces en la invención. El tejido de una trama, la proyección de fisonomías sutiles o grotescas, las situaciones imaginarias, forman parte de la literatura tanto como la descripción pura y simple. Canetti, entonces, es «un exagerado y un inventor, alguien que es aquello que los escritores fueron una vez, antes de convertirse en unos mansos».
Ningún escritor se halla por encima de su circunstancia. Por el contrario: es un vasallo, un siervo, un «sabueso de su tiempo». Indaga y retrocede, aprehende, examina, escucha, huele y hurga en la totalidad de la época. Este es su «vicio», aquello que lo hace original. En un discurso a propósito de Hermann Broch, Canetti escribe: «Un escritor es original o no es escritor. Lo es de un modo profundo y simple, en virtud de aquello que hemos dado en llamar su vicio. Y lo es en un grado tal que él mismo ni lo sospecha. Su vicio lo impulsa a agotar el mundo, tarea que nadie podría hacer por él. Inmediatez y riqueza inagotable, los dos atributos que siempre se le han exigido al genio y que él, además, siempre posee, son los hijos de este vicio». La originalidad, entonces, depende del mundo, del lapso que se vive, del tiempo que corre. No puede sustraerse a la ineluctable marcha de los acontecimientos.
No obstante lo anterior, Canetti propone una exigencia más para el literato: ir (con su época) en contra de su época, es decir, pelear contra la imagen, el olor, el rostro y la ley que ésta se da a sí misma. La «responsabilidad» del escritor le obliga a oponerse a la barbarie (a la muerte, al olvido), a custodiar la sempiterna fertilidad de la resistencia. Para Canetti, toda catástrofe no denota más que el olvido de lo sucedido, la reiteración de una mortífera ceguera que «no quiso ver» lo que ya tenía en la canasta de los hechos: «Mientras exista la muerte, toda opinión será una protesta contra ella. Mientras exista la muerte, toda luz será un fuego fatuo, pues a ella nos conduce. Mientras exista la muerte, nada hermoso será hermoso y nada bueno, bueno».
Todo tiempo es tiempo vivido. Más allá de la muerte no hay nada. La literatura lucha contra la desaparición de las facultades humanas, contra la extinción existencial. La nada es lineal, uniforme. No concurren en ella ni la metamorfosis ni la transformación. Es oscuridad absoluta, ocaso de las posibilidades, fin de la esperanza. Morir es la forma más radical de terminar. Frente a esto, la pasión literaria de Canetti pretende perpetuar la vida, recrearla por medio de la escritura, mantener su cohesión. Ante la seguridad de que «se sucumbirá», no queda más que el aguante. Ni los conceptos ni las ideas funcionan: los primeros por demasiado concretos, las segundas por demasiado claras, sistemáticas, inmóviles. Ya no existe la locura auténtica, lo exuberante, lo grotesco, lo salvaje. Los personajes se han ido degradando hasta convertirse en meras caricaturas.
En cambio, en La lengua absuelta, La antorcha al oído y El juego de ojos —los tres volúmenes que conforman su autobiografía—, Canetti se deja llevar por ese fervor primigenio que busca recrear la propia vida a partir de su escritura. La memoria, don de los dioses, preserva lo mortal y reconstruye la pulsión vital. En el recuerdo escrito descansan las posibilidades de vencer a la muerte, lo cual no quiere decir que, para expresar sus vivencias, el autor tenga que utilizar un timbre afable o edulcorado, pues se trata, ante todo, de ser crítico, de ir (con la época) en contra de la época, de señalar sus defectos y equivocaciones. Ni apologías ni rechazos, simplemente dar fe de lo contradictorio, conflictivo, pluridimensional.
Rememorar, pues, significa vivir; buscar, abriendo puertas, lo que permanece. Pero es una búsqueda que reconoce la posibilidad de no encontrar, ya que «lo que con más fuerza crece es el miedo; es impensable lo poco que seríamos sin haber padecido miedo. Es propia del hombre la tendencia a ceder al miedo. Ningún miedo desaparece, pero sus escondrijos son indescifrables. De todas las cosas quizás sea el miedo la que menos cambia». Así, lo que se quiere duele, angustia. El miedo a la muerte es una tautología. La inmovilidad del temor, su falta de cambio, nos indica que en él está ya contenida la semilla de la mortalidad.
Para Canetti, El triunfo de la muerte, del pintor flamenco Pieter Brueghel, es un cuadro que ilustra perfectamente sus preocupaciones. En él se representa el paulatino declive de la vida licenciosa, el combate inagotable entre la existencia y la nada. Brueghel concibe, sirviéndose de un paisaje devastado, un panorama en donde el fuego tiñe de rojo la caída de la tarde, en donde las antorchas anuncian la llegada del desastre aunado al arribo de esqueléticos ejércitos dispuestos a cumplir con su misión. Locura, vicio y crimen asaltan la mirada del espectador. No existen árboles frondosos ni nubes generosas. La imagen es seca, ardiente, llena de pálidos ocres, letales amarillos y mortíferos verdes. Las hordas levantan sus armas, haciendo valer el mensaje final. Los cráneos se exhiben como trofeos. Las riquezas, otrora codiciadas, carecen ya de importancia porque no perpetúan la vida, porque no la cuidan. Las campanas de lo siniestro doblan comunicando la caída del mundo. Con miradas incrédulas, los agonizantes divisan la tierra destruida, erosionada, estéril. Cual jinete del Apocalipsis, la Muerte cabalga en un corcel furibundo, empuñando la guadaña al ritmo de un compás hipnótico. Gritos, burlas, torturas y sacrificios invaden la escena. Para Canetti, el cuadro de Brueghel representa el cruel reflejo de nuestra historia, una postal en donde los muertos despeñan a los vivos. Sin embargo, y a pesar del caos, la batalla no está finiquitada. Hay un dejo de resistencia que mantiene encendidas las esperanzas de victoria: «en este cuadro no he encontrado un solo ser cansado de la vida, a todos hay que arrebatarles lo que de buen grado se niegan a entregar», escribe Canetti. Así, pues, mientras exista un ligero estertor, mientras se conserve un poco de luz, habrá confianza para continuar, para escudriñar lo inevitable de la muerte desde la vida. Es evidente que, al observar el cuadro de Brueghel, la energía del rechazo se integró a Canetti, pues dicha situación lo hace confesar: «muchas veces he tenido la impresión de ser yo mismo toda aquella gente que lucha contra la muerte».
De este modo, el escritor se instituye como un eterno adolescente capaz de darle la espalda a los límites de lo posible. Terminar con el dogma de la muerte es su mayor tarea, un intento que, aunque desolador, no deja de ser digno de encomio. Lo que la época debe agradecerle al «hombre de letras» es que, aun estando en medio del desastre, es capaz de ordenar miles de formas de vida. Canetti declara: «No creo que sea peligroso cultivar muchas cosas distintas de sí mismo. El proceso vital conlleva de por sí limitaciones, y aunque no podamos evitar del todo una que otra limitación, sí podemos atajarla y contrarrestarla ampliando al máximo nuestra esfera de intereses». Y al final de su ensayo sobre la profesión literaria enuncia la ley suprema que todo autor debe seguir en aras de custodiar la metamorfosis: «No arrojarás a la nada a nadie que se complazca en ella. Sólo buscarás la nada para encontrar el camino que te permita eludirla, y mostrarás ese camino a todo el mundo. Perseverarás en la tristeza, no menos que en la desesperación, para aprender cómo sacar de ahí a otras personas, pero no por desprecio a la felicidad, bien sumo que todas las criaturas merecen, aunque se desfiguren y destrocen unas a otras».