—Por supuesto —rumió el viejo Zacarías sentado en su banquito en la vereda, cebando el primer mate de la tarde al ver aparecer a Roque, y hablando como si continuara una conversación ya empezada—, como en todo oficio milenario, el arte de la zapatería está sostenido por sus mitos, por la variopinta y, lo reconozco, poco glamurosa sucesión de hechos legendarios y fundantes… Hay una historia oficial, claro. Te podría contar la historia y la progresión del calzado para la dama y el caballero, cómo los zapatos se fueron convirtiendo en lo que son ahora, cómo empezaron a llamarse zapatos y qué nombres tenían antes. Pero para eso tendrías que ser un aprendiz, alguien verdaderamente interesado, y no un contertulio que escucha la mitad de lo que le digo y se demora con el mate en la mano como si fuera la calavera de Yorick… ¿Tampoco sabés quién es Yorick? No hay caso, no vale la pena. Ya te voy a pasar el libro. Lo que te decía es que, como no sos un acólito, no te voy a aburrir con precisiones históricas y maravillas técnicas. Para vos están los mitos. El espectáculo de la superstición y la fe. Y el mito fundante, claro, es el mito del Diablo. Porque Dios es la imposibilidad de la historia, la eternidad, pero el Diablo es la historia que se puede contar. Como podrás adivinar, para los zapateros, Dios está descalzo pero el Diablo no. Y el Diablo usa zapatos blancos. Ay del hombre que se ponga unos zapatos blancos… Hay diferentes versiones de la maldición. Algunos dicen que te traen mala suerte, que la desgracia se adueña de tu vida. Otros lo contrario, que lo que te traen es buena suerte, y que la buena suerte se adueña de tu vida hasta corromper el más resistente espasmo de humanidad. Personalmente, creo que lo que los zapatos blancos hacen es manipular la suerte para un lado y para otro, según quién los calce. En general, se me ocurre que la cosa va para el lado de la buena suerte, porque estoy seguro de que la gente es más resistente a la mala suerte que a la buena… Pero ya me estoy poniendo filosófico, ya te estoy perdiendo. Cerrá la boca, así no entran moscas, ¿querés? Lo que te iba a contar es, claro, un caso en particular. El de un hombre que, a sabiendas de la maldición de los zapatos del Diablo, igual se compró un par de zapatos blancos. Un par único, inmaculado, de cuero reluciente y costuras perfectas. Llamémoslo Juan José, padre y apóstol… Ah, eso sí lo sabés… si yo te vi la cara de chupacirios, a vos… En fin, que Juan José, antes de los zapatos, ya era un ganador en todo sentido. Favorecido por la cuna, era rico y buen mozo; agraciado por la educación, era culto, respetuoso e inquieto. Como vivía del dinero heredado y sólo trabajaba por gusto escribiendo notas de opinión para algunos diarios y revistas, le sobraba el tiempo, y ese tiempo lo dedicaba a la búsqueda de objetos únicos, raros, de colección. Ahí ya tendría que haber maliciado algo, el pobre, porque su afán coleccionista no venía de un lugar cualquiera. Venía del aburrimiento. De esa piedra inamovible en el centro de su ser. Ahí ya tendría que haber sospechado que la suerte no es algo para tomar a la ligera. Tenía tu edad cuando lo conocí, unos treinta. Era un morocho alto de ojos de un azul presuntuoso. Un galán, con todas las letras, en una época en que el cine todavía era en blanco y negro y ni siquiera las grandes estrellas de Hollywood podían competir con la prepotencia cromática de su mirada… Perdón por la resonancia, las palabras, me engolosino y me salen, qué le voy a hacer… En fin, que yo lo conocí por esa época y entablamos ese tipo de amistad que se da en la noche. Botellas compartidas, asedios, galanteos y juergas, una amistad viril en la que la derrota nunca es un impedimento porque hasta el fracaso es una aventura. Amigos de ésos, éramos, y en uno de esos bailes de carnaval un poco tristes, cuando la gente no sabe qué hacer con la alegría, vi pasar una mascarita completamente borracho, una especie de arlequín sucio que calzaba unos ruinosos zapatos blancos. Yo en ese entonces todavía no entendía el oficio ni respetaba sus mitos. Los conocía, sí, por mi abuelo y mi padre, pero no les daba crédito alguno. Así que riéndome le conté a Juan José la leyenda alrededor de los zapatos blancos. «¿Cualquier par de zapatos blancos?», me preguntó él, intrigado. «Cualquiera», dije, y envalentonado por su curiosidad y por la ginebra, me permití filosofar sobre unos zapatos primordiales que, claro, no eran zapatos como los que conocemos ahora, pero que sí eran blancos y sí eran los del Diablo. «Pero si es así, y los zapateros lo saben, ¿quién es el hijo de puta que los fabrica?». Reconozco que ante esa pregunta me quedé sin palabras. Era demasiado joven para tener la certeza de que la criatura humana tiene versiones muy oscuras, y que esas versiones, personas que habitan la más profunda y sobre todo insignificante tiniebla, son necesarias, hacen al espectro… —el viejo Zacarías se detuvo, masticando un palito de yerba que había pasado por la bombilla. Sirvió ginebra en el vbvvv y se lo pasó a Roque, que lo recibió mientras la palabra espectro hacía eco en su memoria, en sus sentidos ya conmovidos ante el paisaje feroz del carnaval. Después de escupir el palito de yerba, el zapatero continuó—: Es así, sólo podemos tener santos, personas que se acerquen a Dios, porque tenemos demonios, hombres y mujeres endiablados que se frotan las manos y ríen bajito ante la desgracia ajena. La cuestión es que Juan José se quedó con la pregunta y la noche siguió su curso. Una semana después, cuando nos encontramos en el bar que solíamos usar como parada para empezar la noche, lo vi entrar, gallardo y desafiante, calzado con el par de zapatos blancos más perfectos que he visto en mi vida. Eran zapatos sobrenaturales. Con cada paso que daba, aunque fuera en el embaldosado sucio del bar, parecía remontar una escalera invisible hacia la gloria. Se acercó a la mesa en la que yo estaba, se sentó y esperó. «¿De dónde los sacaste?», le pregunté. «Eso no te lo puedo decir», me dijo, sonriendo con malicia. «Pero…», llegué a decir, y ahí me di cuenta de que no sabía cómo continuar la frase. O, mejor dicho, sí sabía, pero no podía hacerlo sin deschavarme: al final de cuentas yo era un zapatero, y creía en la leyenda, en la maldición de esos zapatos. Estaba indefectiblemente aterrorizado. Si bien en ese momento logré disimular y reírme, a partir de ese día nunca más pude bajar la guardia. Estaba a la expectativa, siempre atento a lo que pudiera suceder. Pero era difícil saber qué pasaba con la suerte. Porque la suerte es difícil de identificar, sobre todo en alguien como Juan José. Seguía siendo el más afortunado con las mujeres, el más circunspectamente feliz en todos los órdenes. Sólo que ahora, cada vez que algo salía como él quería, me guiñaba un ojo y me decía, burlón, «Qué suertudo, ¿no?». Yo sonreía y festejaba la valentía de su chiste, pero para mis adentros temblaba asediado por la culpa y las preguntas: ¿había un límite para la suerte? ¿Hasta qué punto alguien podía tener buena suerte sin convertirse en un monstruo? Si lo veía feliz, si lo veía exitoso, ¿por qué razón no lo envidiaba? Pero no tuve tiempo para encontrar respuestas. En esos años murió mi padre y partí para España a cumplir la promesa que le había hecho a él y a mi abuelo, me hice soldado y me olvidé de todo. Veinte años después, ya de regreso, una tarde en que accedí a acompañar a un viejo cliente al Hipódromo de Palermo, me lo encontré a Juan José, alto y sobresaliente en la multitud. No sólo llevaba los zapatos blancos, tan impecables como los había visto la primera vez, sino que también llevaba un traje blanco que encandilaba. Estaba en el medio de la gente, quieto, como tratando de escuchar algo en el vocerío y el tumulto. Tenía los ojos cerrados y la cabeza ladeada. Me acerqué. No me atreví a tocar su hombro para sacarlo del ensimismamiento, no me animé, como el resto de los que pasaban junto a él, a mancillar la blancura de su saco con mi mano. «Juan José…», dije, bajito, tal vez con la esperanza de que no me escuchara. Pero Juan José, a pesar del griterío por la carrera que recién empezaba, me escuchó y abrió los ojos. Al principio no me reconoció. Yo retrocedí, atribulado por el azul eléctrico e interrogador de sus ojos. Parecía buscar en la memoria. Cuando me encontró, levantó las cejas y sonrió. Me abrazó efusivo y comenzó a hablarme precipitadamente de caballos y de apuestas, cosas que no pude escuchar, aturdido como estaba. Tardé en darme cuenta de que lo que me perturbaba era el peso radiante de su mirada. Me dijo que tenía palco propio y nos invitó, a mi cliente y a mí, a que lo acompañáramos. No sé cuántas carreras vimos, cuánto ganamos y cuánto perdimos. Ya era de noche cuando salimos del Hipódromo. Mi cliente se despidió y Juan José me invitó a que lo acompañara a cenar. Insistió tanto que no pude decirle que no. Fuimos a su casa, un quinto piso en Recoleta desde donde se podía ver el cementerio. Un mayordomo silencioso nos sirvió la comida. Yo casi no probé bocado, pero sí tomé mucho vino. Juan José hablaba y reía todo el tiempo, y miraba. Había algo irreal en el azul de sus ojos, algo que me daba escalofríos y hasta ganas de llorar. Cuando pasamos a la sala y al whisky, Juan José pareció serenarse un poco y me preguntó por mi vida. Le conté mis andanzas por Europa, la guerra y el regreso. En un momento me detuve. Juan José, arrellanado en un alto sillón, había cerrado los ojos. Ante el silencio, los volvió a abrir. «No te detengas», me dijo. «No es que me haya dormido. Sólo cierro los ojos para escuchar mejor». Sirvió más whisky en los dos vasos. Yo, ya bastante borracho, comencé a hablar del oficio. No podía dejar de mirar sus zapatos blancos, para los que no parecía haber pasado el tiempo. Cuando supe que ya no iba a poder evitar preguntarle por ellos, me callé. Entonces Juan José, sin abrir los ojos, habló: «¿No me vas a preguntar por los zapatos?». Yo dije que no. «Hacés bien, porque no sabría qué responderte. Todas las mañanas salgo al balcón y contemplo el cementerio. Busco, en la belleza de las arcadas, en la melancolía de las estatuas, la certeza de la muerte, y no la encuentro. Soy el Diablo, Zacarías. Yo soy el Diablo que lleva zapatos blancos. Me miro en el espejo y ni yo mismo puedo soportar el azul de mis ojos. Y, sin embargo, es como si el mundo hubiera perdido los colores. Como si mis ojos los robaran. Y a pesar de que los odio con toda mi alma, si es que todavía tengo alma, no puedo dejar de usar los zapatos. Tiemblo de pavor cada vez que me los saco. Soy un esclavo de mi buena suerte. Mi único consuelo es escuchar con los ojos cerrados, ir a donde hay mucha gente y escuchar cosas que no tienen que ver conmigo. Pero hasta esa tregua se esfuma, se vuelve ceniza, porque tarde o temprano todo tiene que ver conmigo…». Después de decir esto, calló. En ningún momento abrió los ojos y, casi con vergüenza, me pidió si podía quedarme hablándole hasta que se durmiera. «Pero ¿de qué?», le pregunté. «De cualquier cosa, de cualquier cosa que no tenga que ver conmigo». Esa noche fue una de las más largas de mi vida. Como has podido comprobar, no me resulta difícil hablar mucho y de cualquier cosa. Pero esa noche, mientras me terminaba la botella de whisky, transpiré la gota gorda tratando de no hablar de él. Porque efectivamente, todo tenía que ver con él. Me fui cerca del amanecer, cuando lo escuché silbar en sueños. Nunca más volví a verlo y un par de meses más tarde me enteré por el diario de que en un ataque de locura se había arrancado los ojos con una tijera. No pudieron salvarlo. Hablaban de suicidio pero yo sé que Juan José no quiso matarse. Sólo quería sacarse los ojos, porque era más fácil eso que sacarse los zapatos blancos…