El último de los caminos

Alina Gadea Valdez

(Lima, 1966). Su publicación más reciente es la novela Todo, menos morir (Planeta, 2020).

Habría de exhumar los restos de su vida anterior. Se cruza de brazos sentado en la barra de la cantina de siempre. La vida lo ha tratado bien. Es verdad que nada ha sido fácil, pero, con el transcurso de los años, ha conseguido todo lo que quería. Juguetea con el aro de matrimonio. Se lo saca y se lo pone y lo hace sonar contra el vaso frío de cerveza. Todo le ha costado mucho esfuerzo. Es una tarde tranquila de domingo, como tantas otras. Sus hijos y Clara, su joven esposa, están en casa. Él, como es su costumbre, ha caminado a este bar acogedor cercano a su casa, en la Plaza Mayor.

Se pregunta en qué irá a parar todo lo que ha venido planeando los últimos tiempos. Aún no quiere regresar a casa; pedirá una segunda cerveza bien helada. Extraña su país. Los veranos en ese mar bravo y verdoso. La alegría despreocupada de la vida. Recuerda los juegos de niños con su hermana. La espuma blanca contra los peñascos. La vida cambió tanto. Piensa en la lejanía. Está bien considerado en la universidad donde trabaja. De hecho, está llegando al último tramo de su carrera. En unos días la tan ansiada jubilación llegará junto con la fecha esperada: el ticket aéreo de regreso al Perú. Un regreso a medias, pues viajará unas tres veces al año, pero regreso al fin. No podría abandonar a la familia, pero sí darse sus escapadas porque lo merece. Además, nunca permitiría que algo les falte. Pero ya lo vivió todo o casi todo, buscó, luchó, trabajó y ahora le toca pasarla bien. Los chicos ya no son unos niños y estarán bien cuidados por su madre.

El mozo le trae la cerveza, la que toma lentamente, saboreando cada sorbo. Ese viejo amor lo espera aún en un lugar imposible al norte del país. En una playa bastante más lejana que la de su niñez. Aquellos paraísos perdidos, enterrados en el pasado. Esa pasión trunca estaría esperando que llegue vestido de blanco, con un sombrero de paja, caminando por la orilla hasta encontrarla. Ella estaría recogiendo conchitas hasta verlo llegar a lo lejos y correría del extremo de la playa para darle el encuentro. Así lo había hecho varias veces a lo largo de los años en aeropuertos de distintas ciudades. Había sido un error dejar el país, querer volar lejos, abandonarla.

¿La vida sería sólo eso? Una búsqueda absurda de alguna supuesta grandeza. Un festival alucinado de logros. Dónde había quedado el calor, aquel perfume en sus suaves ropas femeninas. En su discreta ropa interior. Aquel desenfreno. ¿Por qué había tomado un camino tan distinto al de aquella sencilla gloria? Toma un sorbo. Por la ventana aprecia el invierno madrileño, tan lejano a la niebla de su Lima natal. Esa que desdibuja los perfiles y crea una sensación de irrealidad. Observa algunos copos de nieve y ese cielo siempre azul. El éxito, los hijos y sus dos matrimonios no han llenado su corazón. Han dejado un saldo en contra; una temible rutina familiar lo empequeñece todo. La mezquindad del día a día. La monotonía cotidiana. Después de todo, ¿de dónde salía esa entelequia de formar una familia, de ser alguien, de tener que dejar el país por algo mejor? ¿Quién había sembrado semejantes ideas en su mente? Sin duda, su madre. Había que casarse y tener hijos, trabajar sin parar, acumular bienes, viajar, comprar casas y carros. Enviar a los hijos a excelentes colegios y universidades. Finalmente, una estupenda mujer, unos lindos hijos, un buen trabajo y una linda casa habían dejado un forado en su mente y en su seco corazón de hombre maduro.

Pronto su hija menor cumplirá quince años. Pronto él irá a la universidad, pero sólo para despedirse de sus compañeros de trabajo. Pronunciará un discurso de agradecimiento y algunos alumnos llorarían emocionados por haber tenido semejante profesor. Un personaje de tirantes y lentes redondos de carey, que esconden unos dulces ojos verdes. Que los hace reír, y que los lleva de la mano por pasajes de su vida y les trasmite lo que ha absorbido de las personas y de cada lugar adonde la suerte lo ha llevado.

Paga la cuenta y respira. Sigue sin querer regresar a casa. Se tira para atrás en la silla, se pasa las manos por el pelo lacio. Los mechones plateados le sientan bien. Todo está listo para su viaje. El regalo para su hija escondido en el fondo de su armario lleno de camisas de seda y ternos hechos a mano. El pasaje a Lima y el tramo al norte guardados en su maletín de mano. La maleta lista con la ropa precisa para el soleado verano. Lo espera la casa de la niñez, donde ya no está su madre. Sólo su hermana que todo lo entiende, quizá porque fue testigo de aquel yugo materno o simplemente porque venía del mismo útero que él. Suspira.

Algo lo inquieta dentro de esta tremenda expectativa. El cambio de vida que supone la jubilación, y el retorno, al menos temporal, a su terruño. El olor del mar peruano tan distinto al de la costa del Levante donde suele veranear con la familia. Esa chingana sin pretensiones donde le sirven los manjares que tanto extraña. Los diminutivos y ese dejo limeño. Los viejos amigos del colegio, los vecinos que ya no están en ese barrio, los amores, la familia que la vida y la muerte habían ido diezmando; las calles de siempre, ahora sobrepobladas, a ratos ajenas a lo que recuerda, pero a cuya transformación se fue acostumbrando paulatinamente, en sus viajes anuales a lo largo de cuarenta largos años.

Resulta curioso que nunca le hubiera comunicado a su viejo amor su presencia en Lima. Entre las visitas que hacía no estaba incluida ella. Quizá porque temía que alguien conocido se pudiera enterar o porque sabía que ella estaría acompañada, a falta de él, haciendo su vida con alguien más. El resto del mundo era un lugar seguro para verla cada tanto, donde nadie los conociera. ¿Por qué durante tantos años no había aplacado ese deseo de verla? Ahora se enfrentaba a algo único en su vida: jubilarse le permitía poder retornar no sólo una vez al año, sino cada vez que así lo quisiera, como quien alquila un pedazo de vida aparte de la propia. Esa parcela de vida lejana nadie se la iba a quitar. Todo listo. Guarda su billetera, deja una propina al mozo de siempre. Se acomoda la bufanda, se pone el abrigo y sale del bar. Camina lentamente cortando el frío seco, por el piso adoquinado hasta su casa.

Esa noche, como todas, se acuesta en su cama con su bella y joven mujer. Prenden la televisión para ver el noticiero. Lo que era un rumor y hasta una broma se ha convertido en una horrenda noticia. Algo como un bombazo acaba de estallar en su interior. La periodista comunica a la población que debe permanecer confinada en sus casas hasta nuevo aviso. Él toma el control remoto y cambia rápidamente de canal; debe de tratarse de una exageración. Ahora la presentadora de un programa de entrevistas dice que el virus se ha expandido por el mundo. Anuncia que el gobierno ha tomado decisiones importantes. Trabajos, colegios y universidades quedan suspendidos; las videollamadas reemplazarán las clases presenciales y algunas labores. Mascarillas, guantes, distancia de dos metros, toque de queda, restaurantes, cines, teatros y bares cerrados. El aeropuerto clausurado y los vuelos cancelados. Una sombra fría y blanca paraliza sus facciones; la mujer añade que los boletos comprados serán devueltos a los clientes. Y no podrán viajar hasta nuevo aviso. Suelta el control de la televisión y se pone de pie. Su mujer lo mira sentada en su cama. Se sujeta el pelo rubio y ondulado en una cola de caballo y se pone crema en la cara.

—Quiere decir que no podrás viajar. —Se lo dice entre asombrada y contenta—. Que te quedarás con nosotros. Tendremos que permanecer en casa con los chicos. Hay que verle el lado positivo. Será un tiempo para estar juntos, más que nunca.

Gonzalo permanece un momento en silencio y luego responde lacónico. Un hilo de voz suena en la habitación:

—Parece que sí. —Apaga la televisión. Y murmura—: Veremos qué pasa.

Una pequeña duda de esperanza asoma por su cabeza. No han de ser muchos días. Todo pasará. Ella se encoge de hombros y se echa de costado. Le toma la mano y cierra los ojos. El camisón se pega a su cuerpo y deja ver su silueta esbelta. Resaltan sus diminutas pecas en el comienzo del pecho. Después de unos minutos el ritmo de su respiración cambia; está dormida. Él apaga la luz de su mesa de noche, y en la oscuridad, echado boca arriba, viene a su mente el recorrido de su vida entera.

Gonzalo Lercari. Sesenta y cinco años. Peruano radicado en España. Su madre. Una mujer impositiva y celosa acostumbrada a espantar novias y siempre gestionar lo mejor para él. Lima. La juventud. Su primera novia tiene catorce años. Es una morena curvilínea, de cerquillo brillante, a la que besa por largas horas en la esquina de su casa hasta sentir la humedad de su ropa interior. Un corazón que late loco y no sabe si es el de ella o el propio. Otras novias. Algunas inolvidables, otras de las que no recuerda ni el nombre. Los años han hecho su trabajo y son tantas las vivencias que no caben en la cabeza. La muerte de su padre supone el fin de una era. La clausura de su colegio. En un abrir y cerrar de ojos, la graduación de la universidad. Sofía Holsen es una linda chica de dieciocho años, pelo largo color caramelo y piel de porcelana en una oficina a la que va a hacer el trámite para su posgrado.

Esa misma noche, una llamada, una salida, ir a recogerla a su casa en una calle tranquila de San Isidro. En el carro, besarse, tocarse, la sangre quema, el corazón se enciende. Un destello en la mirada enhebra el amor en un hilo de seda que los enlaza y sostiene firmes. Al día siguiente, algo ha comenzado a crecer entre ellos. El sexo es más que un acto entre dos personas; es un tejido a cuatro manos, un lenguaje nuevo, un tatuaje al interior, un engranaje desconocido, dos piezas que encajan al primer intento.

Lo anterior había sido sólo eso, un acto entre dos cuerpos. Esto iba más allá. Había sellado un pacto para el resto de los tiempos. Pero debía volar. La celosa madre quiere lo mejor para él y esa chica no es suficiente.

Sentado, esperando la salida del avión, vienen a su mente los últimos seis años. Había presenciado, en ese tiempo, la metamorfosis de Sofía. Desde el capullo hasta llegar al esplendor de una mariposa, cuyo vuelo no se detendría a pesar de su ausencia. Revolotearía sin él, sin rumbo fijo. Libre, vistosa y elegante como son las mariposas. Cada vez más trabajadora y moderna; dueña de sí misma. El vacío rebota en el cubículo gris del aeropuerto, sin que ella haya podido siquiera ir a despedirlo; sólo cabe allí la presencia de la madre. Y parte. Deja el país; ha obtenido un premio y seguirá sus estudios en Europa. Seis años han sido tiempo suficiente para perder con esa joven.

El mundo lo espera y lo recibe en París. Pero siempre lo sigue el recuerdo vago de aquella mariposa de acero, esa novia alada y corpórea que no había tenido el menor reparo en ofrecerle todo. La partida implicaba una renuncia de ambos, sellada con los lineamientos dictados por su madre, en los cuales ella no estaba incluida. Sin embargo, ¿era posible renunciar al amor y a la libertad? ¿Los designios de la vida podían incluir tal renuncia?

La primera vez que la llamó desde su partida la tuvo con él al cabo de unos días. Apenas compró su pasaje, estuvo lista para darle el alcance. Con los ojos bien abiertos corriendo hacia él en el aeropuerto Charles de Gaulle. Juntos a ocultas de todos, París era entonces París, con sus luces en los Campos Elíseos, el río Sena latiendo como un corazón, mientras caminaban de la mano, riendo por el barrio latino. Un ático por las noches los recibía y finalmente el mundo estaba mucho más cerca de lo que parecía. Quedaba en ese país personal compuesto por dos que se quieren. No había que ir tan lejos. Pero la vida continuaba, ella debía volver y él seguir su carrera desenfrenada a ningún lado.

Así el destino lo llevó a Madrid y conoció a una mujer con la que debía casarse considerando que ya tenía treinta años. Su madre una vez más intervendría. Aquella chica no te convenía. ¿Qué esperabas? ¿Quedarte en una vida mediocre en un departamento en Miraflores?

Desde el comienzo, los besos, y hasta su forma de hacer el amor, no podían alejar a aquella mujer de su recuerdo. Sus blusas perfumadas con un suave aroma, su cabeza despidiendo un olor a flores que invadía todo; su encantadora canasta, sus ropas delicadas, su piel como un melocotón. Ésta era su esposa, pero qué distinto su olor al de aquel recuerdo. Algo tosco, amoniacal y pegajoso que nada tenía que ver con esa fragancia tenue que había quedado grabada en su mente.

Mientras nacían los hijos de ese primer matrimonio un horrible vacío iba llenando esa casa y esa vida. Echado en la oscuridad de su cuarto, con su segunda esposa, Gonzalo se pregunta si había estado confinado durante su vida, sin darse cuenta. Si sufría de una terrible pandemia personal al interior de su ser, una peste que le impedía escoger lo que quería, que lo paralizaba, sin poder hacer uso de su verdadera libertad. Si era su madre la causante de semejante encierro de sus emociones y sentimientos. Si realmente las cosas le habían salido tan bien como él creía en su vida.

Cuarenta años. Reflexiona. Cuarenta días de confinamiento suponen una cuarentena. ¿Sería esa suma de días la que lo haría permanecer atascado, atrapado, estancado entre esas paredes? Serían más días, más años. Cuarenta parecía ser el número diabólico de su condena. Su mente regresa a aquellos años en que los viajes de negocios lograron distraerlo de esa masa informe en que se habían convertido sus días, sólo interrumpidos por las temidas visitas de su suegra gorda y sus cuñadas de voz chillona. Otra llamada a Sofía, la novia de siempre. Esa vez se encontraron en Lisboa. El pasado se colaba entre las grietas del presente. Sofía con su pelo largo al viento frente al mar de Magallanes, justo donde termina el mundo y comienza la libertad. El mar de Cascais con su luz transparente y sus piedritas de colores. Una casa blanca de paredes gruesas y puertas celestes cobijando sus amores. Una semana juntos pasó tan rápido, mientras subían y bajaban las escaleras de azulejos. En un bar a oscuras se besan mientras un hombre menudo canta un fado. El mundo parecía hecho de un material blando, dulce y suave. Pero él debía seguir con su vida en ascenso y su matrimonio bien logrado. La chica volvía por segunda vez en un avión a su casa. Desconectarse de su calor, de su mirada, de su sonrisa, y dejarlo partir a su matrimonio y a su vida propia la golpeaba. Deseaba estar con él donde fuera y como fuera. Luego de unos meses Sofía lograba reponerse con mucho esfuerzo, como un náufrago llegando a una orilla con la embarcación hecha trizas. Y algún amor le salía al encuentro. Alguien lograba introducirse por la ranura de la ausencia irremediable de Gonzalo. Ella encontraba, una y otra vez, una pequeña vida, un trozo de amor por algún lado, y lograba rehacer sus pedazos rotos, como fuera. Se preguntaba: ¿por qué nunca había sido suficiente para él? No la querría tanto como parecía cuando se encontraban en algún lugar del mundo. Un dolor, un resentimiento crecía en ella, una cólera triste, pero era aplacada por la esperanza de volverlo a ver. Hasta que decidió emprender también una vida, un matrimonio y unos hijos. Y ambos, en vidas paralelas, un divorcio, y ambos un nuevo matrimonio. Y en el camino, otro reencuentro.

El mundo cambió tanto en el trayecto que de un momento a otro ambos comenzaron a ver sus vidas respectivas exhibidas a través de una pantalla. Sofía observaba a uno de los hijos mayores de Gonzalo graduándose. Gonzalo veía a la hija de Sofía casándose. ¿La vida había pasado?

La noche es una pesadilla interminable con su linda esposa al lado. Pronto amanecería y no puede dormir. Estaba a punto de jubilarse, había comprado un pasaje de regreso al Perú y llegaría a esa playa remota donde ella había huido después de varios reencuentros con él y dos matrimonios fallidos. Después de varias vidas en su haber. El noticiero había anunciado algo que no podía creer. No podría salir de esa casa, de esa esposa y esos hijos. No podría salir a la calle. Ni menos tomar un avión. ¡Qué ironía de la vida! Cuando salió del país, dejándola, había iniciado su carrera. Y ahora que la había terminado quería volver donde ella. Como si hubiera tenido que recorrer la vida y el mundo por cuarenta años para volver a encontrarla en el país de ambos, perdidos en una playa lejana.

No podría. Simplemente se había perdido absurdamente la oportunidad. Tan sólo unos días antes hubiera podido viajar. Llegar hasta mil kilómetros al norte de Lima y encontrarla. Hubiera tenido que pasar la cuarentena encerrado con ella en un cuarto, en una casa, mirando el mar por la ventana, cada mañana juntos. Sin que nada ni nadie los perturbara en el encierro obligatorio. Sin poder regresar a ningún lado. Aquello no hubiera sido una cuarentena, sino, por el contrario, la ansiada y desconocida libertad.

Sí. La vida, la verdadera vida había pasado lejos de él. No durante cuarenta días; durante cuarenta años. La escapatoria a su encierro personal, a su libertad conculcada, había sido truncada por una pandemia. La mayor cuarentena habían sido esos cuarenta años suelto en el mundo.

Por primera vez en mucho tiempo tiene ganas de llorar. Ese retorno hubiera sido la reivindicación de tantas despedidas. Hubiera, hubiera, hubiera. ¡Basta!, se dice para sí.

Ha amanecido y Clara, su esposa, luce impecable con ropa deportiva. Prepara el desayuno y se apresta a hacer una lista de comidas y remedios que se pudieran necesitar, revisar su computadora y la de sus hijos porque trabajarían y estudiarían desde casa.

Él sólo calla. Dio toda la vuelta a la vida, cumplió con todo y con todos y su plan se había frustrado.

La cuarentena sigue su rumbo, dando vueltas en el sitio, en esa casa organizada por Clara con mano firme. Ella y los hijos pasan parte del día en sus laptops. Y él sólo piensa. Mira por la ventana la calle vacía, sin el zumbido de los motores. El almendro ha comenzado a florear, de un momento a otro. El cielo está más azul que nunca. Una brisa fresca ha reemplazado al viento del invierno cerrado. La mañana exhibe un mundo nuevo, recién nacido. Como ramas secas que hubieran cortado para que en su reemplazo salgan nuevos brotes verdes. Retoños de una cría. Una algarabía de pájaros puebla las calles silenciosas. El mundo ha cambiado. Florece. Y algo en su interior también. Lejos de la contaminación mental que impone el carrusel de obligaciones. En medio del desconcierto del encierro, Gonzalo tiene por primera vez todo el tiempo que quiera para pensar en otra vida. A pesar de los años, aún tiene fuerza. Su cárcel personal, aquella de la renuncia a la libertad a la que fue confinado por su dominante madre, se está abriendo, a causa del encierro real. Conforme pasan los días, el aire, igual que su mente, va quedando cada vez más limpio. Una repentina primavera se abre frente a su ventana.

Entonces el rumor suave del mar peruano silba en sus oídos y casi puede sentir su olor y su frescor. Su olor y su frescor. Piensa en ella. Y decide escribirle un mensaje. Qué lejos han quedado las cartas con estampillas. Los días avanzan lentamente, viscosos, fríos, estáticos. Un amasijo de días iguales calzan en su seco corazón. En su piel.

Y de un momento a otro algo lo va calentando, la voz que presiente de ella al otro lado de ese mundo que finalmente era uno solo, pero que los había separado por toda una vida. Una débil esperanza brilla aún al fondo, en la arena de esa playa, más fresca y más poblada de gaviotas que nunca. Al otro lado del mundo, más allá del océano. Pero debe permanecer sin salir, con su estupenda mujer que hace mucho no lo besa y dos adolescentes para los que ya él no significa gran cosa, sino sólo un soporte en el que se apoyan. Un anterior matrimonio con hijos adultos que lo saludan cada tanto. Y un trabajo del que ya salió con honores, a través de una reunión virtual.

La vida se abría hasta antes de la terrible noticia en un camino ancho y un tanto incierto. Quizás el último de los caminos bellos de la vida; el camino de regreso. La penumbra de la cuarentena es iluminada por la nueva luz del mundo limpio y por los mensajes que se van haciendo cada vez más intensos.

¿Habría llegado la hora de escoger la libertad? Se lo pregunta sentado a la mesa con su familia. Oye la voz de su mujer como detrás de un velo:

—Coman todas las verduras. Tuve que hacer una fila enorme en el supermercado para conseguir suficiente comida para una semana.

Recostado en el chaise longue, los recuerdos se abren paso, toman fuerza y se materializan en la pantalla del celular. Las fotos comienzan a llenarla. Sofía luce tan bonita como antes, o hasta mejor, tiene la belleza de las mujeres que han sabido lidiar y sobreponerse a todo. Está apoyada con un vestido de colores contra una chalana blanca. A diferencia de él, está sola y libre en una playa. Las antiguas canciones que los mecieron en la discoteca de su juventud, las películas que vieron juntos, ahora podían volver a compartirlas con el solo toque de sus dedos. A la distancia se tocaban así una vez más.

En la noche, Clara le propone ver una película. Sentados en el sofá, Cinema Paradiso aparece ante sus ojos. Está viendo, junto a su esposa y tan lejos de su destino, la historia de una pareja que se reencuentra después de toda una vida. La música explica sin palabras lo que siente. Clara bosteza un poco y se duerme.

Dentro de él, las palabras y el recuerdo del viejo amor de juventud llenan el vacío de la vida, parecen subsanar el terrible error, abren puertas ocultas y hacen que a la mañana siguiente vuelva a latir un hombre dentro de su pecho. Se levanta alegre. Abre las ventanas. En algún momento, no sabe cuándo, todo habrá pasado y él podrá regresar en busca del paraíso perdido. Algo que por primera vez, en su cuarentena personal, de cuarenta años, buscaría en su propio país y que quizás lo siguiera esperando en una costa lejana, algún día.

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