El sonido del trueno

Nicolás Cabral

Nicolás Cabral (Córdoba, Argentina, 1975). En 2017 publicó la novela Las moradas (Periférica, 2017).

James Joyce inventó la lengua del futuro (o las lenguas del futuro, si incluimos las traducciones, existentes o potenciales, nunca definitivas, siempre a punto de ocurrir). Un signo abierto, en forma de libro: alberga el sueño de una noche, la historia del mundo. En Finnegans Wake (1939) el inglés deja de serlo conforme deglute vocablos de otras lenguas. Puede verse y oírse, antes que leerse. Distintas historias son contadas simultáneamente. La primera frase de «Dante… Bruno. Vico.. Joyce» (1929), el ensayo de Samuel Beckett sobre la entonces Obra en curso del maestro, dice: «El peligro reside en la nitidez de las identificaciones». Signo fracturado, que retumba: un trueno como el que Giambattista Vico oye en el inicio de la historia. «El trueno impulsa a los hombres a cambiar sus estructuras sociales (corren hacia el refugio, que alberga la construcción de comunidades, para escapar de él)», explica Anthony Burgess en ReJoyce (1965). «El lenguaje es una tentativa de presentar el sonido del trueno en vocablos humanos», agrega en sus reflexiones sobre Finnegans Wake. El sonido, el efecto de la onda de choque, persiste como eco que puebla el futuro.

Marshall McLuhan cita, en Comprender los medios de comunicación (1964), una noticia de Associated Press aparecida el 9 de agosto de 1962 —el año de la publicación de La naranja mecánica— de algo ocurrido en Santa Mónica, California: «Unos cien infractores de las normas de tráfico vieron hoy una película de la policía de tráfico a modo de expiación por sus infracciones. Dos de ellos tuvieron que ser atendidos por náuseas y trauma». ¿Será casualidad que un pensador como McLuhan, cuya cabeza operaba como un radar atento a los efectos de «las extensiones del ser humano», haya sido, como Burgess, un entusiasta de Finnegans Wake?


Luego de una batalla con otra pandilla, interrumpida por las sirenas de la policía, Alex y sus drugos caminan entre dos bloques de departamentos, exhaustos. Como si se tratara de la luz parpadeante de las fogatas en las cuevas de los primeros hombres —la analogía proviene de McLuhan—, observan el fulgor azul en las ventanas: «Esa noche pasaban lo que solían llamar un programa mundial, porque todos los habitantes del mundo podían ver si lo deseaban el mismo programa; y el público era casi siempre los liudos de edad madura de la clase media», leemos en la primera parte de La naranja mecánica. El futuro en el que transcurre la novela tiene como fondo una vida modulada por los medios, pero algunos adolescentes han encontrado en el «latigazo de lo ultraviolento» una forma de relacionarse con lo real. Más allá de las intenciones de Burgess, que en el capítulo final —suprimido en la edición estadounidense y en la adaptación al cine de Stanley Kubrick— se muestran francamente moralizantes, lo cierto es que su libro captura las características de las generaciones postalfabéticas que nacerían unos lustros más tarde: posthumanos que, devastados psíquicamente, están incapacitados para la empatía.

Los adolescentes de La naranja mecánica no son un mero vehículo para ilustrar, una vez más, las dificultades comunicativas entre las nuevas generaciones y las precedentes. Hay algo distinto en la forma de relacionarse de estos sujetos —o vecos, en la jerga nadsat— con los acontecimientos, que pasan ante sus ojos como secuencias de una película morosa y soporífera, sólo tolerable por el uso de drogas y el ejercicio de la violencia gratuita. Burgess construyó en Alex —a lex: sin palabra, sin ley— al prototipo del individuo cuyo comportamiento, como caracterizó Franco Berardi Bifo a partir de las reflexiones de McLuhan —el paso de la cultura alfabética a la cultura videoelectrónica (de lo secuencial a lo simultáneo) implica la sustitución de la crítica por la mitología—, tiene sus raíces «en el enrarecimiento del contacto corpóreo y afectivo, en la modificación horrorosa del ambiente comunicativo, en la aceleración de los estímulos a los que la mente es sometida».

El nadsat, el inglés rusificado con el que está escrita la narración, testimonia que los posthumanos hablan otro lenguaje, pero ello puede entenderse menos como un elemento de diferenciación que como el signo de una promesa incumplida. En pleno «tratamiento», el doctor Brodsky pregunta a su colega Branom sobre el «curioso» dialecto de Alex; la respuesta: «Fragmentos de una vieja jerga. Algunas palabras gitanas. Pero la mayoría de las raíces son eslavas. Propaganda. Penetración subliminal». Dado que el muchacho es «Vuestro Humilde Narrador», sabemos que, aun cuando abandona los hábitos criminales, por mero aburrimiento al alcanzar la mayoría de edad, el habla nadsat permanece: es un resto, el despojo verbal de una utopía traicionada. A diferencia de su maestro Joyce, Burgess no inventó una lengua, pero compuso un léxico que borra de La naranja mecánica las marcas del presente de la escritura, lo que garantiza el sentimiento de extrañeza del lector por venir:

Pasando el Duque de Nueva York, en dirección al este, se levantaban edificios de oficinas, luego la starria y carcomida biblio y el bolche edificio llamado Victoria, seguramente por alguna victoria; y luego se llegaba a las casas starrias de la llamada ciudad vieja. Aquí se levantaban algunos de los antiguos domos realmente joroschós, hermanos míos, habitados por liudos starrios, viejos coroneles ladradores armados de bastones y viejas ptisas enviudadas y damas sordas starrias aficionadas a los gatos y que, hermanos míos, no habían sentido el toque de ningún cheloveco en todos los días de la purísima chisna.

Significativamente, la «cura» intentada por los científicos de la prisión tiene que ver con la proyección incesante de imágenes violentas —guerras, violaciones, asaltos—, con el fin de condicionar las futuras reacciones de Alex. Como si identificara en su ralea —«Pilletes descastados bajando a la nada en un tiempo platónico climatérico», recita un cliente del bar Korova en el inicio de la novela— el trastorno por déficit de atención, el sistema del doctor Brodsky lo obliga a videarlas (el significativo neologismo logrado en la traducción de Aníbal Leal) inmovilizado, con los párpados fijos para mantener los ojos abiertos. Es, en toda regla, una reinserción del criminal en la realidad mediática (es decir, mediada), suprimiendo su capacidad de elección (el libre albedrío es la preocupación central de la novela). En plena década de efervescencia juvenil e ilusiones libertarias, Burgess previó el nacimiento de los primeros retoños de la aldea global

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