El dolor y el automóvil los conocí el mismo día. Un automóvil por dentro, quiero decir, y un dolor por todas partes. Y menos mal que la tía Guillermina no se ha dado cuenta. Porque muy advertida me tiene. Todas las mañanas, mientras preparo los cuadernos y los lápices, me dice: Niña, mucho cuidado con los hombres porque todos son iguales. Lo único que quieren es desgraciarte y apenas encuentran lo que buscan te abandonan como un trapo viejo y se van a conseguir otra tonta. Sí, tía Guillermina, contesto, y me voy a la escuela con los ojos esquivos para no dar ocasión a que me desnuden con la mirada. Eso dice la madre superiora: que el Diablo ha puesto lamparitas en los ojos de los hombres para desnudar con la vista a las mujeres y ablandar su castidad cristiana.
Mi diablo había estado escondido, pero a principios de este año escolar empezó a perseguirme los ochos minutos de recorrido entre la casa y la escuela y sobre todo los ocho entre la escuela y la casa. A esa hora hay más lámparas caminando por las calles del pueblo o reunidas en las esquinas, diciendo groserías y juntando malos pensamientos para ablandarnos de cabeza a pies.
A la tía Guillermina el Diablo ya la dejó descansar, pero sufre en carne propia los dieciséis minutos diarios que estoy en constante peligro. Bueno, quince, porque a pesar de su cojera me aguarda en la esquina todos los días.
Sin falta. Porque ella tiene el cuerpo muy estropeado, pero la voluntad firme, muy firme. A pesar de las pruebas tan duras que le ha enviado el Señor.
Lo malo es que con la prueba más dura la perjudicada fui yo. Porque el último día de mis vacaciones a la tía Guillermina se le ocurrió calcular distancias y tiempos. Esa mañana me dijo: Niña, tráeme el reloj de la sala porque vamos a dejar establecido a qué hora tienes que estar cruzando la puerta cada día. Salimos a los atrancones y la tía atravesó el pueblo a las carreras, arrastrando sus piernas gordas como si la estuvieran persiguiendo y sin parar siquiera para secarse el sudor. ¿Resultado? Once minutos entre la escuela y la casa y diecinueve entre la iglesia y la casa. Cuando se acabó la medición, la tía hizo cuentas en una libreta, descontó el treinta por ciento porque mis piernas no estaban enfermas y tuvo que ir a recostarse porque tenía el cuerpo martirizado.
Lo del descuento me perjudicó mucho. Antes yo me entretenía en el camino, con tantos árboles y pájaros y flores, o me sentaba en el puente a ver pasar peces en contravía, pero desde el día de la medición el tiempo me ha quedado tan apretado que siempre camino apurada, sin saludar a nadie y a veces hasta tengo que correr las últimas calles.
De la medición no me voy a olvidar nunca. Porque ese día vi por primera vez a Carlos Aníbal, al lado del almacén, con su delantal blanco, muy limpio, muy planchado, y porque, en su empeño por arrebatarme mi tiempo, la tía Guillermina se acabó de torcer los pies y nunca más volvió a caminar derecho.
Carlos Aníbal es aprendiz en El Grano de Oro, que está a diez minutos de la casa, o sea cinco y medio de la iglesia, porque es por ese camino. Cuando se dio cuenta de que los domingos yo pasaba enfrente empezó a esperarme antes y después de misa. A la ida únicamente me saludaba, pero a la vuelta caminaba conmigo hasta que veíamos la sombra oscura de la tía Guillermina en la esquina de la casa. No podía acompañarme porque la señora Hortensia está encargada de esperarme en el atrio. A la salida de misa la encargada del control es doña Gertrudis. Como vive cerca de la iglesia, tengo que pasar por su casa y decirle: Buenos días, doña Gertrudis, ya terminó la misa. Bueno, mija, entonces derechito a casa y mucho cuidado con recibir dulces ni regalos ni nada. Y no se le vaya ocurrir hablar con ningún hombre. Sí, señora; no, señora. Pero es que Carlos Aníbal no era un hombre. Era Carlos Aníbal.
Al principio casi ni me miraba porque le daba vergüenza. Después sí. Y me traía dulces, flores del campo y los poemas que me escribía. Había uno que decía: Eres como la brisa del valle sereno. Y en otro renglón: Qué llena de fragancia la campiña. Ése me gustó muchísimo y lo guardé en el libro de geometría junto con una violeta perfumosa. Otras veces me regalaba chocolatines que sacaba prestados de El Grano de Oro. Sólo dos o tres, Carlos Aníbal, le decía; para terminarlos en el camino porque, si no tengo apetito, la tía Guillermina va a pensar que he aceptado comidas ajenas.
¿Sermón?, pregunta ella los domingos apenas llego a la esquina. La familia cristiana o los peligros de la carne o la construcción de una iglesia más amplia y funcional, contesto yo, según sea el caso. Pero en aquellos días le contestaba en las nubes porque todavía estaba pensando en Carlos Aníbal. Y me angustiaba, me angustiaba mucho, porque en la escuela nos hacen repetir cada mañana los mandamientos y el primero es Amar a Dios Sobre Todas las Cosas y yo pecaba porque a cada momento me acordaba de Carlos Aníbal y en cambio apenas le informaba a la tía se me olvidaban los sermones del padre Acevedo.
Los diez mandamientos los explicó la madre superiora a principios del año escolar. Sobre todo el sexto, que es el pecado más feo, el más sucio, y también debe de ser el más largo porque empieza con un mal pensamiento y termina con la perdición eterna. Y es por culpa del sexto que ha pasado todo lo que ha pasado. Sí, porque el 17 de octubre sor Clemencia, la monja de Costura y Urbanidad, requisó maletines y pupitres y todo lo que no le gustó lo juntó en un montón en el centro del patio y le prendió candela para purificarnos contra los pecados del sexto.
En la hoguera ardieron todas las novelas de Corín Tellado; ardieron las revistas de modas; ardieron los actores de cine. Y ardieron los poemas que me había escrito Carlos Aníbal y que yo tenía escondidos en una esquina del pupitre en una carterita azul celeste de bordes anaranjados. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que las monjas enviaron a cada hogar una carta con la lista de objetos pecaminosos que la mencionada alumna ha introducido transgrediendo las normas disciplinarias establecidas por este plantel docente… ¡Ay, la tía Guillermina! ¡Qué furia! ¡Qué gritos! Hasta pensé que se iba a morir de la ira y tendría que mudarme a casa de la tía Rebeca, que como sí tiene las piernas sanas me esperaría a la salida de la escuela, a la salida de la iglesia y hasta a la salida de la tienda de la esquina cuando me mandaran a comprar aspirinas.
No se murió, pero gritó hasta que se quedó ronca, me insultó, me menospreció, me dijo libertina, irresponsable y casquivana y también que había puesto en juego el honor de la familia. Y no hubo manera de explicarle que no era ningún juego, que Carlos Aníbal me quería de verdad, que era la única persona en el mundo que me comprendía y que nos íbamos a casar algún día. ¡Nada de nada! Y me amenazó que si ese muchacho y yo hablábamos una palabra, una sola palabra, ese mismo día me encerraba de novicia en el convento de las franciscanas.
No podíamos hablar, pero los domingos, cuando yo pasaba enfrente de El Grano de Oro, Carlos Aníbal se asomaba desde una ventana del segundo piso, me lanzaba besos y me hacía señas de que recogiera las cartas que dejaba escondidas detrás de un árbol de manzanas.
En las cartas me contaba muchas cosas: que soñaba conmigo, que estaba aprendiendo contabilidad por correspondencia, que su hermana mayor conocía la capital, que se casaría conmigo aunque tuviera que esperar toda una vida y que Javier le estaba enseñando a escondidas a manejar el automóvil del almacén. Ya sé maniobrar el timón, me escribió una semana. Lo enciendo, lo apago y domino los botones, decía otra. Y un domingo me escribió con una letra muy robusta: Solamente me falta la reversa. El automóvil nos sacará de esta cárcel de amor.
Yo le explicaba que estaba loco, atornillando y desatornillando mi cabeza. Desde su ventana Carlos Aníbal se reía y movía los brazos rapidísimo, como si estuviera conduciendo por una carretera con muchas curvas.
La semana antes de lo del tren escribió: El próximo domingo después de misa te espero en el automóvil detrás de la iglesia para dar una vuelta. No te preocupes. Volveremos a la hora de tu tía.
Toda esa semana estuve angustiada e indecisa: que no, que sí, que no, que sí, que no, que sí, que por nada del mundo, que tal vez sí, que me expulsarían de la escuela, que el Ángel de la Guarda se da cuenta de todo. Y la tía Guillermina también. No comía, no dormía, no estudiaba, me secaba por dentro. Así pasaban los días y el domingo antes de la misa todavía no sabía qué hacer. Sólo me decidí después del sermón del padre Acevedo. Es que dijo que teníamos que cumplir con nuestras limosnas y obligaciones a la Iglesia para estar siempre en Gracia de Dios porque la muerte nos podía sorprender en el momento menos pensado. ¡Ay! Yo no quería que la muerte me sorprendiera tan pronto. Sin despedirme de Carlos Aníbal. Sin conocer un automóvil por dentro. Y mucho menos en Desgracia con la Iglesia, así que puse todas mis monedas en el palo con bolsa negra que pasaba el monaguillo y cuando por fin dijo el padre Acevedo que podíamos ir en paz, salí corriendo, crucé la calla corriendo y llegué en un instante a la casa de doña Gertrudis. Se acabó la misa. Bueno, mija, y ahora derechito a casa porque el Demonio anda suelto de día y de noche y no respeta ni los domingos del Señor.
Carlos Aníbal me estaba esperando con la puerta del automóvil abierta. Como si hubiera sabido lo que iba a decir el padre Acevedo. Subí y me acurruqué en el asiento. Avanzábamos a todo galope. Carlos Aníbal brincaba cada vez que pisábamos una piedra en el camino, respiraba en voz alta y miraba para todos lados: hacia adelante, después su reloj, las agujas y los números debajo del timón, mi pelo que estaba muy alborotado, otra vez las agujas, otra vez el camino, otra vez mi pelo… Ya puedes mirar, dijo. Levanté la cabeza, despacito, pero la bajé como un rayo porque la madre superiora nos perseguía enfurecida. ¡Huy!, grité muy asustada, y escondí la cabeza entre las piernas de Carlos Aníbal. Cuidado, ahí no, qué te pasa, decía él todo nervioso. Es que nos va a alcanzar sor Gabriela, le explicaba yo, nerviosísima también. Después de eso nos debimos de salir de la carretera porque brincábamos como grillos y los intestinos del automóvil hacían mucho estruendo. Paramos. Carlos Aníbal asomó la cabeza por la ventanilla y me dijo que no, que no nos perseguía nadie, que yo debía de tener fiebre y entonces empezó a buscarme la fiebre por todas partes y, como no la encontraba, más se desesperaba y más buscaba. Yo estaba encogida y asustada, pero alcancé a escuchar el tren de las once y me puse muy contenta, estiré las manos, estiré los brazos. Venía de muy lejos, repetía traque, traque, traque, y aullaba para soltar el humo por la chimenea. Estaba más y más cerca, el cielo se ponía rosado, los árboles se agitaban, la tierra temblaba y yo quería volar para acercarme al conductor de la gorra verde que conoce todos los sitios y tiene los brazos fornidos de tanto saludar a las niñas y niños que lo esperan a la orilla de la carrilera. Más rápido, señor conductor, más rápido, más rápido, le gritaba, pero en ese momento me di cuenta de que no era el conductor sino el padre Acevedo que me señalaba con un dedo gordo como una arracacha para que me viera todo el pueblo. El tren estaba repleto: desde una ventanilla me amenazaba la tía Guillermina con una escoba de chamizos, después la señora Hortensia y doña Gertrudis y sor Teresa y sor Clemencia con una fotografía del Infierno y el monaguillo con el palo largo de la iglesia. Sentí tanto desespero que le iba a pedir a Carlos Aníbal que me ayudara, pero ya no pude porque el Diablo me había castigado, lo había malogrado todo y había puesto lamparitas en sus ojos y entonces no era Carlos Aníbal porque ahora era un hombre y yo lo arañé, lo golpeé con las manos, los puños y los pies y después me arrojé en la mitad de la carrilera y el tren de las once me pasó por encima de los brazos, las piernas, los tobillos, la garganta y el estómago y sentí un dolor horroroso por todas partes. Cerré los ojos con mucha fuerza, hasta que me ardieron, y cuando los volví a abrir el que antes era Carlos Aníbal estaba diciendo que me bajara del automóvil porque estábamos muy cerca de casa. Y que me calmara. Que me quedaba un minuto y medio.
Corrí hasta la esquina y desde allí vi la sombra de la tía Guillermina. Aproveché el minuto que me sobraba para arreglarme el pelo y el vestido. Llegué a la hora exacta. ¿Sermón?, me gritó. Los tres Enemigos del Hombre, contesté, y sobándome el estómago le mentí que tenía que orinar y me adelanté para encerrarme en el baño a llorar.