El señor de la noche / Federico Jiménez

Era un hombre deshabitado y colérico, imposible de describir, como el humo de la resaca. En su    mansión de hilos se acurrucaban los tiempos y él era todas las noches. Temprano se levantaba, tomaba papel y tinta y se dibujaba con ropas inverosímiles, en paisajes imposibles. Sus manos no tenían las líneas de los hombres, pues él era infinito. Una sola línea le recorría el cuerpo, pero sólo significaba el tiempo que le restaba al mundo. De su boca salían verbos, golondrinas y nubes de lluvia que pintaban el espacio que lo rodeaba; decía correr y la sabana africana le regalaba su presencia resecada; decía llorar y la noche se presentaba a sus pies con el rubor que provoca una caricia insatisfecha; brotaba de su boca el anhelo de vivir y los manantiales azules lo miraban dispuestos a embriagarlo de agua clara. Sólo cuando decía morir, el día se le entregaba con su hedor de hilachos viejos y desechos inmundos y lo tragaba, devolviéndole su condición de cerdo.

 

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