El rey secreto / Luis Jorge Boone

In memoriam † Ignacio Padilla

Ignacio Padilla (Ciudad de México, 1968-Querétaro, 2016) poseía una imaginación inagotable, única en el panorama literario que le tocó habitar y construir. En cada novela, libro infantil, ensayo y cuento, ofreció una experiencia distinta a todo lo anterior suyo. A esa búsqueda de renovación del asombro se le sumaba una serie de intereses formales y temáticos que funcionaban como contrapeso ante el riesgo de la dispersión. Su escritura es cercana a la de Jorge Luis Borges en más de un sentido: el cuidadoso burilado de su prosa, el cálculo milimétrico de sus tramas, la multiplicidad y abundancia de sus referencias (amalgama de saberes inventados y reales) y, desde la perspectiva de conjunto de sus libros, por esa aspiración que rebasa a la de construir una región literaria y que —dada la vastedad de su proyecto— delinea la geografía entera de un continente.
      Con el cuentario Las antípodas y el siglo (2001) empezó el proyecto Micropedia, título bajo el que se debe reunir en fecha no demasiado lejana el conjunto de su narrativa breve. En la bibliografía reciente del autor en este género, a este libro se le suman El androide y las quimeras (2008), Los reflejos y la escarcha (2012), Las fauces del abismo (2015) e Inéditos y extraviados (2016). Padilla publicó, en antologías, a modo de adelantos de libros futuros o en publicaciones de tiraje limitado, ciertos textos —la mayoría en versiones distintas— que terminarían en alguno de estos títulos, que constituyen la sección principal de su obra como cuentista.
      Padilla, luego de iniciar su carrera como escritor con el libro de cuentos Subterráneos (1990) y de continuar en el género con Trenes de humo al bajoalfombra (1993), no tarda en dar el salto a los géneros de la novela y el ensayo, y en empezar a cosechar una serie de premios, de sobra merecidos, que reconocieron la calidad de una escritura pulcra y erudita, apasionada e imaginativa. Su incursión en la literatura infantil llegaría un poco después, con la publicación de Los papeles del dragón típico (2001), libro que tardó algunos años en encontrar su ruta editorial.
      Si bien pareciera que la novela ocupó más las horas de escritura que cualquier otro género (quizá discutidas con el ensayo) durante el periodo que va del 2000 al 2006 —en el que su obra ganó definitivamente presencia internacional, con el premio Primavera de Novela que obtuvo por Espiral de artillería—, fue en 2008 cuando el autor retomaría la publicación más constante de sus libros de cuentos, y los lectores del género podríamos atestiguar la maestría del autor, su dominio de la forma, y sobre todo la dedicación y la inventiva con las que construía cada frase, cada estructura.
      Así, Ignacio Padilla nos dejó una narrativa breve cuya riqueza se verifica en la lectura y nos permite conjeturar reediciones de sus obras que hoy no circulan como deberían, acaso alguna edición de obras completas que los recoja y ordene, e incluya los inéditos que quizá haya dejado el autor preparados para su publicación. En tanto, vale la pena repasar las últimas estaciones que, hasta hoy, tiene la cuentística de Ignacio Padilla, y seguir descubriendo sus posibilidades, sus historias y la potencia de la voluntad creadora que las soñó para nosotros, sus lectores.
                  
      Extrañas formas de vida
      Las fauces del abismo recurre al recurso narrativo del bestiario, y lo hace driblando con maestría cada una de las trampas que ofrece. En manos de un narrador menos hábil la propuesta podría volverse secuencial, repetitiva, o malograrse en la tensión y los universos individuales, pues algunas de estas colecciones zoológicas se contentan con describir apariencias y rehúyen la narración. Pero esto no sucede en los cuentos de Ignacio Padilla. Al tiempo que se construye cada pieza con el esqueleto de la historia y sus intrigas, se descubre, a través de las presencias animales, la esencia humana, sus abismos y alturas, sus conflictos y resplandores.
      Este libro se compone de nueve piezas que resultan impecables por separado, pero que al mismo tiempo se potencian y forman parte de un diseño mayor: el de un museo que alberga extrañas formas de vida, nacidas de la superstición, la hechicería, el mito, la prehistoria y todas esas regiones del conocimiento humano en las que la luz de la razón se descubre incapacitada para guiarnos.
      En «Animalia de espejos» conocemos a seres que son el ingrediente secreto de una industria tan valiosa que es cuidada con celo y sangre por sus artífices. En «Cornelius Max pinta macacos», un artista solitario descubre, para bien y para mal, la humanidad que hay en los primates con los que comparte su vida. En «Tres arañas y una cuarta improbable», un estudioso conjetura la imposible genealogía de una creatura cuya ponzoña está constituida de olvido y memoria.
      Mención aparte merece el cuento «Post lucem spero tenebras», donde el ser fantástico a rastrear es la oscuridad misma. Ésta es, a mi juicio, la pieza más inquietante e imaginativa del libro, y uno de los mejores cuentos de Ignacio Padilla.
      Un elemento activo en las ficciones de Padilla es el lenguaje. Armado con los recursos de la crónica histórica, o experimentando con el pastiche de textos de saberes antiguos, a la concisión que precisa el género breve se le unen siempre la riqueza, la plasticidad y el ritmo impecable con que avanzan sus historias. Es la suya una escritura inteligente que se pasea entre registros e intenciones.
      Padilla, con estos cuentos, se coronó decano del cuento fantástico en nuestro país. Las formas de vida que recrea en su ficción son las más extrañas y alucinantes. En los cuentarios El androide y las quimeras y Los reflejos y la escarcha, el centro era también lo humano y lo monstruoso, pues la identidad del hombre se compone de ambas naturalezas.

¿Última estación?
      Como lectores, hay dos momentos que nos marcan a la hora de conocer y seguir el rastro literario de un autor. En el continuo de nuestra inmersión en una obra determinada, así como un debut literario sienta las bases para lo que puede ser una devoción y una compañía para la vida, el primer libro que leemos en ausencia del autor, cuando la muerte ha cortado de forma artera el pulso de las letras, marca también un momento relevante. La escritura se ha detenido. Pensamos con esperanza y melancolía en manuscritos póstumos, en una nueva oportunidad de explorar el universo ficcional que ha sido, en la superficie de la vida real, cancelado.
      Sus lectores podemos imaginarlo: la muerte sorprendió a Ignacio Padilla con cientos de planes, bosquejos, manuscritos, proyectos, versiones de libros y títulos casi terminados entre manos. El último libro que, según sabemos hasta hoy, entregó a imprenta es Inéditos y extraviados, colección de avatares narrativos que remiten a esa forma de brevedad que acostumbraba escribir Ignacio Padilla, así como nuevamente al bestiario, y que constituye una suerte de coda a su libro anterior.
      La primera parte, «Todos los trenes», recoge veinticinco piezas tituladas sólo con el número que le corresponde en la progresión. Así, el autor nos ahorra cualquier pista o norte que nos permita adelantarnos un poco, apenas lo suficiente para no entrar en blanco a la ficción. Sucede que, después de leer algunos de estos cuentos, uno puede caer en la tentación de ponerles un título personal. ¿Sería ésa una posibilidad en la que pensó el autor? El ejercicio resulta placentero, completar un dibujo adrede inconcluso, llenar un espacio con tus propias palabras a partir del discurso ajeno.
      Las tramas parten de los clásicos, prosiguen historias conocidas justo donde deberíamos encontrar el punto final, abundan en circunstancias y hechos que abandonan su marginalidad, replantean asuntos que la economía narrativa pasó por alto pero que podrían cambiar las historias que ya conocemos. ¿Cómo puede el Minotauro, cansado del acoso de los héroes, mudarse y empezar un nuevo reino de terror en otra isla? ¿La lealtad de un espadachín hacia su reina debe llegar a la traición, para ser completa? ¿Qué tanta inteligencia puede poseer un conocido monstruo fabricado con partes humanas? Un método de enseñanza para impostores, un hombre que fabrica una finca de retiro en su diminuto departamento, un dragón que busca salvarse del olvido. A cada tema, a cada motivo, el autor le da una vuelta de tuerca y le da otro matiz, produciendo la sensación que conocemos y que proviene de los mejores textos de Ignacio Padilla: lo conocido se vuelve irreal, lo cercano se vuelve, de nuevo, inédito.
      La segunda parte es «Extravío de lo volátil», compuesta por tres cuentos que bien podrían aparecer en la anterior colección, protagonizados por reliquias de santos, dragones, hombres de fe y criadores de palomas, aventureros y aves que son demonios. Con el hilo conductor de la prosa hipnótica del autor, en los cuentos se entrecruzan la historia de las religiones con las leyendas, los animales alados con los hombres de Dios. La metáfora es precisa: unos y otros, sin importar su naturaleza, sin importar la pureza o impureza de sus intenciones, buscan trascender la existencia terrestre, volcarse al cielo, y cada uno terminará encontrando un sentido a su viaje y sus esfuerzos que resulta imprevisible.

Indicios de un continente
      «Quiero que mis cuentos se lean en un futuro, cuando no esté, como mi biografía. A todos los encuadro en lo que llamo Micropedia; ése será algún día el nombre de mi obra cuentística». Así habló el escritor, y me parece que no se trata de una declaración improvisada, sino de la conclusión a la que se llega después de años de practicar, amorosa y devotamente, un género tan apegado a la sustancia y a la forma, y al cual el narrador le llamaba «el rey secreto». Padilla mostró siempre una conciencia peculiar: la de su escritura no como una reunión improvisada de libros sueltos, sino como un todo articulado, una colección con centros temáticos y unidad de estilo. En su «Advertencia» a Inéditos y extraviados, el escritor comenta: «Se trata acaso de fragmentos de novelas, cuentos u obras teatrales perdidos, o de una sola obra: aquella que infatigablemente vamos escribiendo mientras nos llega la muerte, ese relato pantagruélico que nunca terminaremos y del que todos nuestros textos son solamente atisbos, capítulos, tropiezos.»
      En «El hacedor», Jorge Luis Borges sintetiza esta aspiración. Un personaje emprende la titánica labor de escribir el mundo y termina escribiéndose a sí mismo: «Un hombre se propone la tarea de
      dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara».
      El autor deja a la libre interpretación del lector la razón de llamar «trenes» a las brevedades que escribía. En otra parte de la misma «Advertencia» a su último libro, aclara: «no aspiran sino a meterme en esos laberintos en compañía de un lector tan ocioso como aguerrido». Los laberintos narrativos que traza Padilla tienen su punto de partida en la tradición de las «breves novelas-río» de Giorgio Manganelli, pasan por los grabados de Escher, y tienen una estación importante en los libros del mexicano, quien nos entrega en este libro su versión de los artefactos literarios: «laberintos, trampantojos, decapitadores y saltimbanquis de la ilusión narrativa, paseantes que abren puertos y ventanas hacia universos en tal medida alrevesados que al final tendrían que resultarnos aterradoramente familiares». Vagones sueltos que componen mil versiones del tren de la escritura. Piezas móviles que arrebatan la imaginación; armables, desmontables. Legos literarios de naturaleza lúdica que componen en sí mismos un viaje.
      Esta cualidad, de los cuentos, de los libros, de ser creaciones con vida propia, pero poder pertenecer a un gran fresco narrativo se verifica en quienes hemos recorrido la obra breve del autor. A Padilla le interesaban los aventureros, los inventores, los animales fabulosos, las mentes monstruosas, los seres artificiales, los prodigios, las anomalías. Un pasaje del cuento «Of Mice and Girls», incluido en El androide y las quimeras, dice: «sentenció que algunos de los horrores más trepidantes nacen de ligerísimas transmutaciones de lo cotidiano […] La mente nos protege de la realidad, pero el ángulo del horror se encuentra siempre a escasos grados de nuestra rutina, aguardando el momento en que algo o alguien nos empuje de golpe a ver todo desde una dimensión distinta». Ésta bien podría ser la poética de Ignacio Padilla: descubrir las aristas insospechadas de un elemento cotidiano y provocar así que el universo se reacomode.
      El universo, entonces, en manos del escritor es un modelo armable. Serie de piezas que esconden en su número infinito un secreto oculto en el mapa de sus visiones. Sus lectores reconocemos, al recorrer sus libros, la mirada, el estilo —rostro del escritor— de quien fraguó la trama. Delineamos la imaginación de Ignacio Padilla y celebramos que su escritura nos lleve al ángulo nuevo, a la dimensión distinta, al continente del asombro.

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