El resto de la vida [fragmento] / Zeruya Shalev

Capítulo primero
    
¿Habrá crecido la habitación o es ella la que ha encogido? Y eso que es la habitación más pequeña de un diminuto piso que cabría en la palma de la mano, aunque ahora que permanece ahí acostada en la cama de la noche a la mañana, se diría que el cuarto ha aumentado de tamaño, que necesitaría cientos de pasos para llegar a la ventana, infinitas horas, y quién sabe si ni siquiera le bastaría toda la vida para conseguirlo. Es decir, el resto de su vida, la recta final del corte de tiempo que le fue asignado al inicio y que ahora se le antoja absurdamente eterna, porque precisamente por ser tan estática parece que va a alargarse sin fin. Y aunque si bien es verdad que ya está flaquísima y consumida, que es más ligera que un suspiro, tanto que se diría que cualquier brisa podría desprenderla de la cama, y que es tan sólo el peso de la manta lo que le impide levitar por la habitación, o que cualquier pequeño soplido podría romper la última hebra de hilo del carrete que la mantiene unida a la vida, falta quien vaya a soplar, porque ni siquiera hay quien se moleste en hacerlo en dirección a ella.
     Sí, año tras año seguirá ahí acostada bajo la pesada manta, viendo cómo envejecen sus hijos y sus nietos se convierten en personas adultas. Con esa indiferencia llena de amargura la condenarán a vivir eternamente, porque ahora, de pronto, le parece que hasta para morirse hay que hacer un esfuerzo, que se necesita una especie de vitalidad por parte del futuro muerto o de su entorno, que es necesaria una atención personal, una agitación llena de preocupación, como la que se siente durante los preparativos de una fiesta de cumpleaños. Y para morir también es necesaria cierta cantidad de amor, y a ella ya no la aman lo suficiente; y puede que tampoco ella ame lo suficiente, ni siquiera para eso.
     Y no es que no vayan a verla, porque casi a diario pasa alguno de ellos por el piso y se sienta en el sillón que hay frente a la cama, pero ella nota la presencia de esa especie de rencor viejo, se da cuenta de cómo miran el reloj de reojo, del suspiro de alivio que sueltan cuando les suena el teléfono. Al instante les cambia la voz, se vuelve animada y llena de vida, la risa les brota de la garganta, estoy en casa de mi madre, le comunican finalmente a su interlocutor poniendo los ojos en blanco, te llamo cuando salga, y entonces intentan mostrarse atentos con ella, se esfuerzan por preguntarle algo, aunque no escuchen lo que les contesta, mientras ella les paga con unas respuestas cansinas, informándoles hasta del más mínimo detalle de lo que le haya dicho el médico, recitándoles los nombres de los medicamentos ante la mirada vidriosa de ellos. ¿Quién siente más horror del otro, yo de vosotros o vosotros de mí?, se pregunta, convirtiendo en un solo bloque a sus dos hijos, que son tan diferentes entre sí, aunque le parece que últimamente han conseguido unirse, sólo últimamente, frente a la madre anciana que yace de la mañana a la noche en la cama de la habitación pequeña, desconectada de la fuerza de la gravedad.
     La habitación es compacta y cuadrada y su única ventana da al pueblo árabe de al lado; en el flanco norte tiene un escritorio viejo y en la pared sur un armario donde guarda la ropa, todas esas prendas de colores que nunca más se va a poner. Siempre le gustaron los colores estridentes, de los que luego se avergonzaba un poco; mientras que del corte nunca hizo demasiado caso, sino que le gustaban las camisas tipo túnica, largas y anchas, los vestidos ceñidos a la cintura, las faldas plisadas, y es que en realidad ni tan siquiera hoy sabe qué es lo que le sienta bien; y ya nunca lo va a saber. Pasea la mirada por la mesa de café redonda que su hija la obligó a comprar hace muchísimos años, llorando amargamente en la tienda, aunque ya no era tan niña, vosotros me habéis obligado a ir a vivir a ese asqueroso piso y encima me habéis dado la habitación más pequeña, así es que por lo menos compradme los muebles que a mí me gustan. Deja de llorar, le había reñido, que todo el mundo te está mirando, pero ni qué decir tiene que cedió, y entre las dos se llevaron la mesa, que resultó pesar muchísimo cuando la subían por las escaleras a esa misma habitación, que entonces era la de su hija, donde la pusieron en el centro, haciendo resaltar, por lo bonita que era, la vulgaridad de los demás muebles.
     Pero ahora esa mesa también tiene sus años y parece haber absorbido el tiempo, de tan descolorida como está, sólo que las cajas de los medicamentos ocultan, de cualquier modo, la maciza madera de roble, tan compacta, unos medicamentos que le han curado la infección pero le han producido alergia; y las pastillas contra la arritmia; y los analgésicos; y los comprimidos para bajar la tensión, que la debilitaron hasta el extremo de que se cayó y se hizo muchísimo daño, por lo que desde entonces apenas puede andar; y a veces le gustaría amontonarlas todas juntas, tan coloridas, y plantar unos arriates de pastillas en la cama, clasificarlas por colores y dibujar con ellas una casita, un tejado rojo, unas paredes blancas, un césped verde, un padre, una madre y dos hijos.
     ¿Qué fue de todo aquello?, se pregunta, porque ya no pretende saber por qué sucedieron las cosas como sucedieron, ni qué sentido tuvieron, sino simplemente qué fue lo que hubo, cómo es posible que los días hayan avanzado hasta hacerla llegar a esa habitación, a esa cama, con qué se llenaron las decenas de miles de días que fueron trepando por ese cuerpo como las hormigas por el tronco de un árbol, porque ahora que quiere rememorarlo no lo consigue. Aunque se esforzara y reuniera todos sus recuerdos juntos como si se tratara de unas viejas notitas, y las juntara unas con otras, sólo conseguiría reconstruir unas pocas semanas, pero ¿dónde estaba todo lo demás?, ¿dónde estaban todos sus años?, porque lo que no recordara ahora ya no existiría más, y hasta puede que nunca hubiera existido.
     Lo mismo que después de un gran desastre, se le impone ahora al final de la vida la lucha contra el olvido, el deber de que permanezca el recuerdo de los muertos y de los desaparecidos; y al volver ahora a mirar hacia la ventana, tiene la impresión de que ahí la está esperando ese lago que desapareció ante sus mismísimos ojos, el lago brumoso y los pantanos que lo rodeaban, tan suaves, con sus vapores, haciendo brotar cañaverales enteros de papiro, más altos que un ser humano, de los que salían volando las aves migratorias con su conmovedor batir de alas. Allí es donde estaba su lago, en el corazón del valle, sumergido entre las laderas del monte Hermón y los montes de Galilea, acorralado entre unos puños de lava petrificada; si pudiera acercarse a la ventana podría volver a verlo, así que intenta incorporarse, medir la distancia con los ojos, la mirada vagando de la ventana hasta sus doloridas piernas. Desde que se cayó, el hecho de andar se le hace una especie de levitar peligrosísimo, pero el lago está ahí, esperando su mirada, doliente como ella, levántate, Hemdeleh, oye que le dice su padre, venga, otro paso, sólo un pasito más.
     Ella fue el primer niño que nació en el kibutz y por eso se reunieron todos los miembros en el comedor comunitario para verla dar sus primeros pasos. Se diría que todas las añoranzas por los hermanos pequeños que habían dejado en el extranjero, por su propia infancia, interrumpida por la terca ideología, las añoranzas también por el amor a sus padres, a los que no habían visto desde que se vinieron y los dejaron, a unos encolerizados y a otros con el corazón roto, era lo que los había reunido allí a todos, en el comedor que acababan de construir. Con los ojos resplandecientes la observaban animándola a que anduviera, por ellos, por sus ancianos padres, por los hermanos que entre tanto habrían crecido y que al cabo de unos años serían aniquilados; y ella, aunque asustada, quería complacerlos, así que se irguió sobre las vacilantes piernecitas agarrada a la mano de su padre, ¿le olerían ya entonces los dedos a pescado como más adelante, cuando se mudaron al kibutz de al lado, donde estaban el lago y los pantanos, el kibutz que fue creado para desecar ese mismo lago y sus pantanos? Y ella adelantando un pie tembloroso justo en el momento en el que su padre le soltaba la mano y todos los presentes gritaban de júbilo y le aplaudían armando un estruendo terrible, que es cuando se cayó de espaldas y se echó a llorar bajo la mirada celeste de su padre, que la insta a levantarse para volverlo a intentar, para mostrar a todos que puede superarlo, sólo un pasito más, pero allí está tendida, sabiendo que ese regalo no se lo va a poder hacer y sabiendo también que él nunca se lo va a perdonar.
     Y desde entonces se negó a andar durante dos años enteros, hasta los tres años tuvieron que llevarla en brazos como si fuera paralítica, aunque las pruebas no revelaban nada, y ya estaban considerando si llevarla a un famoso médico de la lejana Viena, porque los niños que habían nacido después de ella ya correteaban y ella era la única que seguía echada de espaldas en el corralito, los ojos siempre alzados hacia la copa del pimentero, las bolitas rojas como pastillas colgándole de las ramas y ella sonriéndoles porque eran las únicas que no la animaban a que se echara a andar, las únicas que aceptaban su estática existencia, porque, lo que era su padre, no había renunciado, y con un fuerte sentimiento de culpabilidad la llevaba de médico en médico, no fuera que hubiera sufrido un daño cerebral en aquella caída, hasta que un especialista de Tel Aviv sentenció que en el cerebro no había ningún problema, que lo único que sucedía era que tenía miedo a andar, así que había que encontrar algo que le diera más miedo.
     ¿Pero por qué vamos a tener que meterle todavía más miedo?, le preguntó el padre, y el médico le respondió, no hay más remedio, si quiere que empiece a andar consiga que lo tema más a usted que a andar; y desde entonces su bien parecido padre le ataba a la espalda una toalla que sujetaba como si fuera unas riendas, y la empujaba a caminar delante de él, pegándole sin piedad cuando ella se negaba. Lo hago por ti, Hemdeleh, dejaba él escapar entre dientes con voz ahogada, viéndole a su hija la cara hinchada por el llanto, para que seas como todos los demás niños, para que dejes de tener miedo. Y resultó que el médico tenía razón, porque a las pocas semanas ya andaba, aunque bamboleándose, su cuerpecito molido a golpes y horrorizada como lo estaría un animalito al que se entrena cruelmente y sin piedad y que cree imposible conseguir lo que se le impone, un ser sin propósito, sin alegría, que comprende vagamente que, aunque consiga llegar a andar, aunque consiga incluso correr, ya no va a tener a dónde.
     Aunque sin propósito y sin alegría, esa mañana le parece sin embargo que sí tiene a dónde ir, a la ventana, Hemda, a ver tu lago que te susurra sus pensamientos. Si yo he venido hasta ti, murmura, si he reunido todas mis aguas verdosas, los peces, las plantas y las aves migratorias, si he conseguido volver a formarme en esta ciudad montañosa junto a tu ventana, a pesar del terrible cansancio en el que estoy sumido desde mi desaparición, ¿no te vas a levantar tú de tu lecho para acercarte a la ventana a verme? Y ella le contesta con un suspiro, hace tan sólo unas pocas semanas podía recorrer el pasillo a paso lento, ¿por qué no viniste entonces?, ¿por qué has tenido que venir precisamente ahora, tras la caída?, pero no eres sólo tú, desde siempre todo me llega o demasiado pronto o demasiado tarde; pero el lago le envía un soplo de brisa húmeda, hace decenios que me estoy formando de nuevo gota a gota, rama a rama, ala a ala, sólo por volver a aparecerme ante ti, para verte, ven a mí, Hemda, ven a la ventana, y ella mueve la cabeza maravillada, ¿adónde han ido todos esos años?, ¿para qué existieron siquiera si no han dejado rastro, si lo único que queda es una adolescente que ansía bañarse desnuda en su lago?
     Con unos dedos deformados intenta arrancarse de la piel el camisón que, llena de resentimiento, recibió un día de su hija como regalo. Siempre se le avinagraba el semblante ante los regalos de ésta, aunque se trataba de regalos bonitos y generosos, siempre ofendía a su hija justo en esos momentos en los que quería agradar. Ábrelo, mamá, la animaba, estuve dando vueltas durante horas por las tiendas hasta encontrar algo que te pudiera gustar, ábrelo ya de una vez, pruébatelo, ¿te gusta? Y ella desgarraba el elegante papel de regalo, palpaba con recelo, porque el suave tacto de la tela, los aromas extranjeros que emanaban de ella, las imágenes que escondía detrás, los paisajes por los que había estado su hija sin ella, todo eso le despertaba una cólera repentina que la hacía mascullar, de verdad, gracias, Dina, no tenías que haberme traído nada, y estrujaba el envoltorio vacío, sorprendida ella misma por lo incómoda que se sentía. ¿Por qué cualquier obsequio que le hiciera le provocaba un sentimiento tan grande de culpa?, mientras que eso no le sucedía con su verdadero y desproporcionado deseo, llévame contigo, le habría gustado decirle, en vez de traerme recuerdos de tus vivencias por separado, y Dina la miraba ofendida, ¿no te gusta, mamá?
     Me encanta, me gusta demasiado, ¿sería ésa la respuesta correcta que nunca fue pronunciada?, me gusta demasiado o demasiado poco, demasiado tarde o demasiado pronto; y a continuación devolvía la prenda a su envoltorio y la metía en las profundidades del armario, y sólo después de mucho tiempo, cuando la ofensa era ya tan grande que resultaba imposible de reparar, se ponía con rabia aquel regalo olvidado —un jersey, una bufanda, un camisón estampado con unas flores grises, ¿dónde se ha visto una flor gris?—; y ahora lucha por liberarse de la manga que no sale, los ojos deteniéndose sorprendidos en el pecho desnudo, porque ve que sus pezones son unas flores grises de cabeza inclinada en la superficie de sus planos pechos, unas flores grises, arrugadas, marchitas. Los dedos palpan recelosos los pliegues de la piel y en ese momento se acuerda del más pequeño de sus nietos, de cuando se lo sentaron en las rodillas en la comida de un día de fiesta de hace unos meses y se tiró por encima un vaso de agua; ella le quitó la camisa y el niño estiró el brazo desnudo y lo examinó maravillado, como si lo viera por primera vez, moviéndolo hacia arriba y hacia abajo, y a continuación se tocó la suave piel del vientre disfrutando de su contacto. Aquello había sido un virginal baile amoroso, un himno al amor hacia uno mismo, si es que la conciencia del niño había llegado a captar que se trataba de su vientre, lo mismo que ella no sabía si su propia conciencia podría hoy reconocer que realmente era la dueña de ese debilitado cuerpo. Pero no, porque todavía le parecía que su vejez no era más que una especie de suciedad que se le había pegado con los años, o una enfermedad pasajera, una especie de lepra, y que en cuanto llegara al lago, en el momento en el que se sumergiera en sus aguas, su cuerpo se vería curado, como el general del ejército arameo que se bañó en el río Jordán siete veces y se curó de la lepra (1).
     Venga, Hemda, pon el pie en el suelo, apóyate en la pared, intenta mantenerte bien recta, junto a la cama te espera el bastón, pero no lo necesitas, sólo me necesitas a mí, como entonces, cuando eras una garza en migración y buscabas cobijo entre los abanicos de las cañas de papiro. ¿Te acuerdas de que nadabas desnuda en invierno, buceando en el agua que parecía quemar de lo helada que estaba, hasta que enfermaste y tu padre no te dejó volver, pero tú te escapabas para venir a mí, y tirabas la ropa en la orilla, y un día llegó y al encontrarte ahí te ordenó salir, y cuando saliste desnuda él echó a correr en estampida y desde entonces dejó de salir a buscarte y nos quedamos solos, aunque nos faltaba algo?
     ¿Y tu madre, dónde estaba? Una y otra vez es su padre el que intenta hacerle las trenzas con sus manos torpes que huelen a pesca, el que la empuja a que salga a correr y a subirse a los tejados del kibutz como los demás niños con los que nunca consiguió hacer buenas migas porque saltaban de tejado en tejado como unos pequeños simios mientras ella se moría de miedo y se negaba a intentarlo, hasta que él aparecía con su amenazante mirada azul clavada en ella, ¿de qué te da más miedo, del salto o de mí?, ¿la vida o la muerte?, y entonces ella empieza a trepar con gran esfuerzo, maldiciéndolo y llorando, malo, eres muy malo, se lo voy a contar a mamá.
     ¿Pero dónde estaba tu madre?, le pregunta su hija cuando se digna a escuchar esas historias que se sabe al detalle pero que no dejan de sorprenderla y de inquietarla cada vez que las oye otra vez, ¡te criaste sin madre!, le anuncia con gran satisfacción, y Hemda se rebela, no, estás completamente equivocada, yo quería muchísimo a mi madre y ella también me quería, nunca dudé que me quisiera; pero Dina no cede, porque las conclusiones que se derivan de ello son fáciles de deducir: como creciste sin madre no es de extrañar que no hayas sabido ser madre, y de ahí que yo tampoco tenga madre, y hasta mi hija ha sufrido las consecuencias, ¿ves cómo la ausencia de tu madre, con la que estabas enfadada, nos ha influido a todos?
     Estás completamente equivocada, le dice negando con la cabeza, yo no estaba enfadada con mi madre, porque sabía que trabajaba muy duro. Trabajaba en la ciudad y venía a casa sólo los fines de semana, y, cuando se fue un año entero, no la reconocí cuando volvió, creí que era una extraña que había asesinado a mi madre, pero tampoco entonces me enfadé, porque comprendí que no le había quedado más remedio. Vosotros, con vuestros enfados, Avner, tú y toda vuestra generación de caprichosos, ¿qué conseguís con eso de quejaros tanto? Aunque a veces le parece que ella también está enfadada, que siente una cólera terrible, asesina, y no sólo contra sus padres, no sólo contra su padre, que a su manera, aunque dolorosa, tanta entrega le demostraba; ni contra su madre, siempre ocupada; sino contra ellos, contra sus hijos, y sobre todo contra esa hija que ya tiene canas.
     Ayer mismo le trenzaba la rizada y negra cabellera, los dedos vacilantes hundidos en sus profundidades, como los dedos de su padre en el pelo de ella, una cabellera que hoy se ve descolorida, metálica, porque su hija no se tiñe el pelo como hacen la mayoría de las mujeres de su edad, sino que como signo de protesta luce una melena gris que le ensombrece su cara de muchacha, y a Hemda le parece que también eso es algo que va dirigido contra ella, porque su hija es capaz de sufrir cuanto sea por torturarla a ella, sólo para demostrarle que aquellos días, los de la infancia, se han perdido ya indefectiblemente, y por eso se abandona, se mata de hambre, de año en año se la ve más demacrada, y eso que su hija ya es de por sí mucho más delgada y baja que ella. Las mujeres de la familia parecen irse anulando; tanto que se diría que dentro de dos o tres generaciones se extinguirán, mientras que su hijo se infla, hasta el punto de que a veces le cuesta reconocer en ese hombre tan orondo que se está quedando calvo y que jadea pesadamente a su guapísimo hijo que heredó de su abuelo esos ojos de un celeste muy poco común; y a veces lo mira con un escalofrío, porque le parece que ese hombre ha asesinado a su hijo y lo ha suplantado durmiendo en su cama, criando a sus hijos, lo mismo que sospechó que había hecho la mujer extranjera que regresó de Estados Unidos hacía ya muchos años y que corrió hacia ella para besarla arguyendo que era su madre.
     Todo el kibutz la esperaba en el césped para recibirla a su regreso de una larga estancia en el extranjero como representante de su país, y solamente ella se había escondido en un árbol, como una monita a su pesar, y observaba desde allí la tensa expectativa que no era sentida, porque ¿cuál de aquellos niños se acordaba de su madre si ella misma la había olvidado, y cuál de aquellos adultos la esperaba, realmente, excepto su marido y un puñado de familiares y amigos? Porque la mayoría la envidiaba, sobre todo las mujeres que trabajaban horas y más horas en los turnos de la cocina, de la casa de los niños (2), en la huerta, en la sala de costura, en el almacén, vestidas con una ropa de trabajo azul y las piernas moradas por las varices; mientras que solamente ella, la madre de Hemda vestía trajes ingleses y trabajaba en un despacho en la ciudad, y en ocasiones ni siquiera eso le bastaba y se marchaba del país para representarlo vete tú a saber ante quién. Todas esas palabras las oía oculta entre las ramas, y si no las oía, las adivinaba, y cuando no las adivinada las pronunciaba ella misma, cómplice hostil de una expectativa hostil, porque no era a ella a quien esperaban, sino al fresco soplo de aire proveniente del gran mundo, la esperanza, el dulce recuerdo, todo eso que era lo único que podía llevarles la mujer que ahora se apeaba pesadamente del oscuro Hazzard. ¿Pero quién era? Incluso a través de las altas ramas veía que no era su madre, la larga trenza había desaparecido, tenía la cara más llena y muy pálida, los movimientos torpes, así que triste y compungida bajó del árbol y nadie se dio cuenta de que desaparecía, lo más deprisa y lo más lejos posible, hacia el lago.
     Tú no eres mi madre, acabaría por gritarle cuando volvió a la habitación de los padres (3) plantándose ante ella, y aquella mujer ajena la miró con pena, la mirada extrañamente clavada en los botones afilados que tenía por pechos a los doce años, cubiertos por una camisa sucia. Pobrecita mía, que abandonada estás, le dijo, como si no fuera ella misma la que la había abandonado, aunque enseguida intentó tranquilizarla: he estado enferma mucho tiempo, Hemdeleh, he estado internada en un hospital, por eso me han cortado la trenza, he tenido infección de riñones y se me ha hinchado la cara; y Hemda buscó en el rostro que tenía enfrente las conocidas marcas de la varicela, los dos pequeños hoyuelos que tenía entre la barbilla y el labio. Tú no eres mi madre, repitió decepcionada, no tienes las cicatrices, y entonces la mujer se palpó la barbilla, las tengo, sólo que no se me ven, mira, aquí, y Hemda se echó a llorar, ¿dónde está mi madre?, ¿qué le has hecho a mi madre? Y al instante se refugió junto a los delgados muslos de su padre, no lo toques, no le hagas lo mismo que le has hecho a mi madre, ahora sólo me queda él; y durante las primeras noches daba vueltas y más vueltas en su cama de la casa de los niños, viendo con los ojos de la imaginación a esa mujer que había poseído a su madre morderle ahora los muslos a su padre lo mismo que se come un pollo asado, chupándole los huesos, y pronto hasta le devoraría a ella la poca carne que tenía y los afilados brotes que tenía por pechos.
     Dos pechos, dos muslos, dos padres, dos hijos y, en medio de todos, ella, más preocupada por sus padres muertos que por sus hijos vivos. Había tenido un hijo y una hija, la parejita, la imagen cada vez más patente de la pareja que la había creado a ella, mientras que la tercera pareja de la familia, ella y su marido, siempre le había parecido un apeadero en el que hacer el transbordo entre las dos grandes ciudades; y ahora, al posar los pies en el suelo todavía fresco, a pesar de que fuera el aire se está caldeando, la ve ante ella, a la primera pareja, a su padre con la ropa de trabajo azul y a su madre con la camisa de seda blanca y la falda plisada, la trenza adornándole la cabeza como una blanda corona de reina, a la orilla del lago y sonriéndole, señalando con las manos hacia las tranquilas aguas de color café con leche.
     Es muy tarde, Hemda, hay que bañarse y marcharse a la cama, le dicen, mientras señalan todavía con la mano hacia el lago como si éste fuera una bañera destinada solamente a ella, mira lo sucia que estás, y ella corre hacia ellos con la respiración entrecortada, si no se da prisa el lago volverá a desaparecer, desaparecerán sus padres, tan jóvenes, pero le pesan mucho los pies, que se hunden cada vez más en el espeso cenagal, mamá, papá, dadme la mano, me hundo, unos tentáculos viscosos le acarician las caderas, aspiran su cuerpo hacía las profundidades del pantano, mamá, papá, me ahogo.
     Reptad sobre el vientre. Recuerda la orden que el profesor de Ciencias Naturales les dio cuando salieron en una ocasión a buscar nidos de golondrinas y se encontraron con que el barro les atrapaba los pies. La boca, abierta para prorrumpir un grito, se le llena de gachas de tierra, se asfixia, dadme la mano, pero sus padres siguen allí frente a ella, inmóviles, con una sonrisa en los labios, como si estuvieran presenciando una comedia, ¿no verán que se está hundiendo o querrán que perezca? El cuerpo se golpea con fuerza contra el suelo a los pies de la ventana, se diría que se la llevan, que las entrañas del barro le digieren a Hemda los tobillos. Así es como la desean en las profundidades de la tierra, nunca se ha sentido tan deseada, pero sigue luchando, intenta agarrarse a las patas de la cama, todavía no ha llegado la hora, es demasiado pronto o demasiado tarde, todavía no es el momento, y con lo que le queda de conciencia se arrastra hasta el teléfono, reptad como cocodrilos, gritaba el profesor, si no os hundiréis, y ahora la destrozada garganta todavía gime, Dina, ven deprisa, que me ahogo […]
    
    

Traducción del hebreo de Ana María. Bejarano

(1) ii Reyes, 5, 1-8. (Todas las notas son de la traductora).

(2) Hasta los años ochenta del siglo xx, los niños criados en los kibutz no vivían con sus padres, sino en unas casas especiales con otros niños de su edad y atendidos por unas cuidadoras. A medida que iban creciendo, iban pasando a otras casas en las que vivían con sus compañeros, hasta que entraban en el ejército. La idea consistía en que la educación de los niños y adolescentes era responsabilidad de toda la sociedad del kibutz.

(3)Los que eran pareja, y también los que ya eran padres, tenían una vivienda muy pequeña en el kibutz que llamaban «habitación», ya que los hijos no vivían con ellos sino en la «casa de los niños».

 

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