El rompecabezas de una tragedia
I’ve seen the future, brother: It is murder.
Leonard Cohen
1
En los aeropuertos de Logan, Washington Dulles y Newark, diecinueve personas fueron ascendiendo con discretos pasos hacia puertas de las que nunca volverían a emerger. A las 8:00 de la mañana del martes 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de al-Qaida superaron todas las barreras que el sistema de seguridad de aviación civil en Estados Unidos había implementado para evitar un secuestro aéreo. Las pistas de aterrizaje de los aeropuertos comenzaron a deslizarse hacia atrás. Los aviones corcovearon, como si hubieran tropezado con baches en las pistas. Los aparatos se desprendieron bruscamente de la tierra, las pistas de aterrizaje se alejaron de los aviones y parecieron caer a una hondonada. Los motores aceleraron su ascenso, los alerones se agitaron como una mano cuando saluda.
Pocos minutos después, la trepidación fue menguando, y los pasajeros y el personal de vuelo ingresaron en sus rutinas. Pese a algunos contratiempos, todas las barreras de seguridad terminaron cediendo ante su presencia. No habría correlación alguna entre sus recatados medios y sus logros. Eran los heraldos de los nuevos tiempos. Otros podían vacilar, pero no ellos. Con modestos implementos derribarían gigantescas torres, causarían torbellinos del ímpetu de huracanes, prolongarían sus cuerpos en gigantescas máquinas, las guiarían en la embestida final contra las torres. La furia de todos ellos, una furia incubada en siglos de frustración, apaciguada en cinco rezos diarios, propulsada por la injusticia, atenuada por escasos momentos de ternura y espoleada por la aflicción, por la eterna aflicción, movería edificios enormes, disiparía hasta sus cimientos. Sus vidas se disolverían en un instante, sin dolor, como si nunca hubieran existido. Les habían prometido la eternidad de aquello que nunca perece. Eran los granos de arena en el desierto, eran las gotas de agua en el mar, eran el viento que desplaza la arena en el desierto y agita las olas. Habían sido adiestrados con el único propósito de guiar la embestida de los aviones hacia las torres, maltratándolas con gigantesca mano. Sus cuerpos se acoplarían a enormes cuerpos. Actuando como pantógrafos, cada uno de sus gestos se repetiría agigantado en alguna parte del fuselaje de los aviones. Además de sembrar la muerte sembrarían el azar de la muerte, acabarían con el sedado orgullo de habitantes y viajeros. En pleno día, un día radiante, luminoso, sin nubes, alterarían el clima, circunscribirían a escasos acres de la ciudad la furia de las tempestades.
Los habitantes de Nueva York verían descender la muerte sin preaviso, mientras creían disfrutar orgullosos de la Pax Americana. En pocas horas, en el tiempo que se desarrolla una película, vivirían el infierno en la tierra.
2
Osama bin Laden no estaba obsesionado con la muerte, sino con el martirio. Ya en la adolescencia había abandonado la idea de que en su mundo le aguardaban variados futuros. Estaba seguro de que su destino había sido marcado al nacer. Cuando retornó del baño, observó a Amal al-Sada, su esposa más joven. Estaba amamantando a su hijo. La mujer lo observaba con devoción. Parecía dispuesta a morir por él, pero había en ella demasiado respeto para que también existiera el amor. Él se sentía en sus brazos como si fuera un niño, la amaba con ternura.
Volvió a pasar al baño, hizo sus abluciones, y se asomó por la ventana de su dormitorio. Observó las estrellas. Su casa estaba poblada de seres dormidos. Todos ellos parecían formar las piezas de un gigantesco animal acoplado a la noche. Había cesado de tener sueños compartidos. Aceptaba su soledad. Sabía que nunca podría volver a vivir como un ser humano normal. Si deseaba suicidarse le bastaba con aparecer en público. No quedarían trazas de su cadáver.
Había crecido obsesionado con los sueños de su padre. Hubiera querido reconstruir la Gran Mezquita, tender una carretera desde Taif a la Meca que permitiera la unificación de Arabia Saudí, pero no podría prolongarse en los sueños de su padre. Estaba destinado a morir en la Región Vacía.
3
Suqami, uno de los piratas aéreos, estaba sentado en primera clase, en el asiento 10b del avión de American Airlines. Observó la panorámica por la ventanilla del avión. Todo parecía distante. Las nubes eran como una gigantesca sábana blanca sin arrugas. No había relieve, nada parecía desplazarse. El único ruido era el amortiguado ronquido de los motores. Bruscamente, por un hueco de las nubes, asomaron las Torres Gemelas. Tuvo el privilegio de sentir miedo. Compartía con seis de sus compañeros la jerarquía del miedo. Les echó un vistazo. Sus rostros nada decían. Pero todos ellos debían sentir cierta jactancia además de miedo, porque también estaban orgullosos de administrar el destino de centenares de personas en los aviones y en las torres. La situación comenzaría pronto a cambiar, cuando sus compañeros enfilasen hacia la cabina del piloto para apropiarse de los comandos del avión.
En ese momento se le acercó una aeromoza, y le dijo que debía abrocharse el cinturón de seguridad. Suqami pidió disculpas y empezó a abrocharse el cinturón con nerviosos dedos. Siguió mostrando su torpeza y su cortesía, haciendo gestos de amabilidad a la aeromoza, que le ofreció una sonrisa. La aeromoza avanzó una fila. Justo delante de Suqami estaba sentado un hombre obeso, pelirrojo. La aeromoza le dijo algo al hombre, que hizo un gesto con la cabeza y enderezó su asiento. El movimiento fue brusco. El hombre giró la cabeza y pidió disculpas a Suqami exhibiendo una ancha sonrisa. Suqami le devolvió la sonrisa. En ese momento, Suqami observó que dos de sus compañeros forcejeaban violentamente con la puerta de la cabina del piloto y lanzaban gritos. El hombre sentado delante de Suqami se libró de su cinturón de seguridad en un instante, pero no logró erguirse. Suqami extrajo la afilada tarjeta de crédito del bolsillo izquierdo de su saco y seccionó la garganta del pasajero desollándose los dedos. La sangre anegó el cuello del hombre y cubrió su camisa blanca. El hombre se desplomó en su asiento. Suqami se puso de pie, observó en todas direcciones pidiendo calma y disculpas a la aeromoza, amenazando al mismo tiempo a todos con su improvisada cuchilla. Se sintió avergonzado, molesto. No le agradaba llamar la atención. Pensó que así había sido durante toda su vida y ya era demasiado tarde para cambiar.
4
George W. Bush se sentía como un pelele. Su jefe de gabinete, Andrew Card, le había informado que un segundo avión se había estrellado contra el World Trade Center. Pudo mantener la calma en la escuela primaria Emma Booker durante unos quince minutos, no deseaba alarmar a los niños. Después, todo se había deslizado a los costados de su limusina. Las sombras eran sustituidas por fugaces imágenes, con la velocidad de un viaje en el metro de Washington.
Nadie obedecía sus órdenes. Su jefe de gabinete o cualquier agente del servicio secreto eran más importantes que él. Se sentía como un niño desobediente. Él quería volver a Washington, abrazar a Laura, hablar con sus hijas. Jenna estudiaba en Austin, Barbara en Yale. Debían estar aterradas. Se sentía desgajado, a merced del azar. Todo carecía de sentido. Quienes habían causado esa catástrofe debían estar celebrando. Y esos asesinos dejaban una huella tan inconfundible como la pisada de un mamut. La pregunta de los sesenta y cuatro mil dólares. ¿Quiénes eran capaces de inmolarse a bordo de aviones? Los mismos que se inmolaban estrellando lanchas cargadas de explosivos contra destructores o haciendo estallar chalecos repletos de dinamita en hoteles y embajadas.
5
Osama bin Laden había fijado otra de sus residencias temporarias en Khost, en el este de Afganistán, y presenció las tareas de sus seguidores para instalar un plato de satélite y un aparato de televisión en el patio de su vivienda. Uno de sus lugartenientes intentó obtener señales, pero las imágenes que aparecían en televisión eran borrosas.
—Será mejor probar con el servicio en árabe de la bbc —dijo el lugarteniente. Era alrededor de las tres de la mañana del 11 de septiembre de 2001 en Khost. Las nueve de la mañana en Nueva York. Bin Laden sintió la garganta reseca y le pidió a uno de sus hombres que trajera té.
Un locutor estaba concluyendo un informe cuando dijo que había recibido una noticia de último momento: un avión se había estrellado contra el World Trade Center. Los miembros de al-Qaida, creyendo que ésa era la única acción, comenzaron a gritar jubilosos, y se postraron en tierra, pero Bin Laden les dijo: «¡Esperen, esperen!». Alzó dos dedos y se echó a llorar, y a suplicar. Minutos después, la bbc informó que un segundo avión se había estrellado contra las Torres Gemelas. Bin Laden trató de controlar su llanto, y alzó ante sus atónitos compañeros tres dedos de su mano derecha. Media hora más tarde, un avión se estrelló contra la sede del Pentágono. Bin Laden alzó su mano derecha y esta vez exhibió cuatro dedos. Pero el ataque final, contra el Congreso o la Casa Blanca, falló. El avión de United Airlines, vuelo 93, por alguna razón inexplicable, había caído en una zona rural de Pensilvania.
6
El avión de American Airlines, vuelo 11, despegó del aeropuerto Logan, en Boston, a las 7:59 de la mañana, rumbo a Los Ángeles. A las 8:14, el encargado de la torre de control que debía seguir el vuelo desde instalaciones en Nashua, New Hampshire, empezó a sospechar que algo raro estaba ocurriendo. El transponder, un emisor-receptor que genera señales de respuesta, había sido apagado en la cabina del piloto. El controlador de tráfico aéreo se puso en contacto con el piloto del vuelo 175 de United Airlines, que a las 8:14 había partido del aeropuerto de Boston rumbo a California, y le pidió ayuda para localizar el vuelo 11. Al descubrir que el avión había sido tomado por piratas aéreos, la aeromoza Amy Sweeney se dirigió hacia un asiento situado en la penúltima fila de la clase turista, aferró el auricular de un teléfono para llamar al servicio de vuelos de American Airlines en el aeropuerto Logan, y hablando en voz baja informó que el avión había sido asaltado. Existían indicios de que los pilotos ya no manejaban los controles. Era imposible comunicarse con la cabina de mando. Sweeney le informó a un superior que iría a la primera clase del avión, para espiar lo que ocurría. Cinco minutos después, regresó a la clase turista, e informó a otra de las aeromozas que el supervisor del personal de cabina y el sobrecargo habían sido apuñaleados, también el pasajero que ocupaba el asiento 9b. Sweeney dijo luego a su supervisor que el avión había cambiado drásticamente de rumbo y estaba enfilando hacia el sur.
Seis minutos después, el avión iniciaba un rápido descenso. El supervisor le pidió a Sweeney que observara por la ventanilla y le informara qué era lo que veía.
—Veo agua —le respondió Sweeney—, veo edificios. Estamos volando muy bajo. Segundos después, Sweeney dijo—: ¡Mi Dios, estamos volando demasiado bajo!
Quien aún gemía, fue silenciado.
Quien aún gritaba, gritaba en vano.
La tecnología hizo añicos a la tecnología.
7
Osama bin Laden contempló las montañas nevadas, pensó que la geografía era un método para marcar los territorios conquistados. Él pertenecía a la Región Vacía, el desierto de arena más grande del mundo. Por allí no transitaban ríos. Cada árbol se aferraba al suelo y parecía sagrado, porque habían surgido de la nada y era imposible desalojarlo de la arena. En ese espacio sin horizontes, las herejías florecían como en Jerusalén. Ninguna de ellas podía ser eliminada o ser consagrada, aunque todas ellas imponían el deber, y sus prácticas de sumisión al Profeta sólo favorecían el sacrificio.
Apenas apagó el televisor, tras la euforia, los aplausos, las lágrimas que parecían de alegría, confirmó que marchaba por un sendero final. Deseaba una muerte piadosa, sin ser sometido a las indignidades del vencedor. Los deberes de su religión eran magníficos y difíciles, pensó Osama bin Laden. Algunos de ellos resultaban abominables. La única novedad que traía a sus seguidores era la destrucción. Lo demás se reducía a la muerte lenta y al hastío. Pensó en todos los que habían avanzado a la muerte en vagones del subterráneo. Pensó también en los años futuros, plagados de crueldad. Al igual que el enemigo, se puso a rezar.
8
El director de un centro médico en Long Island convocó al personal y anunció que debían estar preparados para tratar a heridos tras el ataque contra las Torres Gemelas. Todos esperaron, nerviosos, revisando sus equipos, sus camillas, observando sus manos. Afuera el mundo ardía. Permanecieron durante horas en los pasillos, contemplando los relucientes pisos, las bruñidas sillas de ruedas. Parecían padrinos de una boda aguardando a los convidados, pero los convidados no llegaron. Aunque había muchos muertos, escaseaban los heridos, que fueron atendidos a pocas cuadras de distancia de las torres caídas. Dos mil setecientas cuarenta y nueve personas se habían convertido en restos orgánicos y desaparecido en un compuesto formado en partes iguales por fibra de vidrio, plomo, papel, algodón, concreto, y combustible de aviación […]