El poeta de Gaza [fragmento] / Yishai Sarid

a Raheli
    
Me quedé sentado en el coche un rato más para mirar la antigua fotografía de ella, y también para escuchar «Here Comes the Sun» hasta el final. No es frecuente escuchar a Harrison en la radio, y hay pocas canciones matinales tan buenas como ésta. Para mí es importante saber cómo es una persona antes de encontrarme con ella por primera vez, para no tener ninguna sorpresa. En la fotografía se veía muy guapa, el pelo recogido hacia atrás, una frente inteligente, sonriendo a un árabe en algún mitin de gente progresista.
     Era una mañana de finales de julio. En la calle había la tranquilidad urbana de las vacaciones de verano. Unos gatos trepaban para buscar comida en los contenedores de basura, dos amigos paseaban hacia el mar por la avenida de los tamariscos, riendo despreocupadamente y con unos patines debajo del brazo. Vivo en el tercer piso, me había dicho ella por teléfono. Los buzones del correo tenían muchas capas de etiquetas, inquilinos jóvenes que llegaban y se marchaban, y nombres con letras latinas de gente que ya no estaba viva. El edificio estaba muy descuidado y el yeso de las paredes desconchado. Las ventanas de la escalera, altas y estrechas como las de un monasterio abandonado, estaban opacas de tanta suciedad. Dafna abrió la puerta descalza, el pelo recogido, la mirada penetrante. Es lo que capté a primera vista.
     —Estoy al teléfono. Pasa —dijo. Escuché algo de la conversación, una risa breve y algunas informaciones prácticas—. Ahora tengo que colgar; hay alguien que me espera.
     Eché un vistazo a la sala: dos confortables sofás de los años setenta, un gran ventanal a través del cual se veía la copa de un ficus, un pequeño televisor y, en las paredes, algunas obras interesantes que no tuve tiempo de ver bien. El departamento daba a un patio interior y tenía mucha luz. No sé por qué, me esperaba un lugar oscuro.
     —Ven, nos sentaremos en la cocina —me gritó.
     Sobre la mesa redonda había un montón de papeles, un cuenco con melocotones para que maduraran, un mantel de colores hecho a mano. La radio emitía una música clásica suave, quizá de Chopin o de alguien que yo no conocía.
     —¿Por qué has venido? —preguntó. Tenía una voz sorprendentemente juvenil.
     —Me han dicho que podrías ayudarme a escribir; me recomendaron que viniera a verte. Quiero aprender a escribir.
     —¿Es importante para ti? ¿Estás dispuesto a invertir tiempo? —me preguntó tranquilamente y con una sonrisa contenida mientras se sentaba en una silla, con una pierna doblada debajo de ella. Entonces vi que llevaba un pantalón de tela ancho.
     —Sí, para eso he venido.
     —¿No trabajas? ¿De qué vives? —inquirió. En ese momento su rostro era duro y tenía una expresión concentrada, casi como de hombre.
     —Ya he trabajado bastante. Ahora quiero escribir. Es lo que de verdad me importa. —Sujeté con fuerza mi guión. Ahora de ninguna manera podía soltarlo.
     —Los hay que vienen para que les haga el trabajo —dijo, poniendo las manos sobre la mesa, de lado. Tenía las uñas cortas y limpias—. Y eso no lo hago. Si quieres publicar tendrás que trabajar mucho. Yo no escribiré por ti.
     En el alféizar de la ventana de la cocina, cerrada, había macetas de hierbas aromáticas. En las paredes, los años de lluvias y de salpicaduras de agua de mar habían hecho grietas. El techo también se pelaba.
     Me preguntó dónde trabajaba y cruzó las piernas.
     —Durante trece años he sido consejero en una compañía de inversiones —dije—. Han sido unos años muy buenos en el mercado. Pero lo he dejado. Quizás algún día vuelva a ese trabajo. Tengo suficiente dinero. Ahora me interesa más la creación. Desde pequeño sueño con escribir un libro.
     No podía creer que aquellas palabras salieran de mi boca. Elige un empleo, me dije; decide quién eres.
     —Has elegido un tema extraño para un consejero de inversiones. ¿Cómo llegaste a él? —me preguntó.
     —Estudiaba historia en la universidad —contesté—, pero lo tuve que dejar para ganarme la vida. Por casualidad cayó en mis manos este artículo que habla de un vendedor de cidras en la época antigua, y el relato me enganchó. Busqué las fuentes y vi que aparecía en diversas formas, tanto en la Mishná como en la literatura helenística. Mi imaginación vuela sin cesar hacia este hombre.
     Tenía las manos morenas y delgadas, adornadas con muchos y delicados anillos de oro, y los ojos muy hundidos; me costaba mucho mirarlos sin sentirme turbado. Tenía el cuello largo y delgado, con unas arrugas delicadas, pero eso no me molestaba, en absoluto. Según los papeles, tenía siete años más que yo. Cuando fue al ejército yo estaba en quinto.
     —Eso sólo es un esbozo —dijo—. Estás muy al principio.
     —No tengo ninguna prisa —dije.
     —Estas hojas no irán mañana a la imprenta. Dime qué expectativas tienes. No quiero decepciones terribles. Ninguno de los dos lo resistiría —se rió—. Hay más gente que se ha colgado por falta de talento que por un desengaño amoroso.
     —No te preocupes —me reí—. Entre los agentes de bolsa es más frecuente tirarse desde la azotea. No me colgaré. Sólo quiero escribir un buen libro. Ya no soy un niño, y tengo paciencia. Soy un nadador de largas distancias.
     —Yo también nado —dijo animándose y volviendo a reír. Había conseguido romper el hielo—. ¿A dónde vas a nadar? —me preguntó con interés.
     Le expliqué que de pequeño iba a la piscina del Instituto Weizmann, que quedé quinto en el campeonato de jóvenes israelíes de los quinientos metros crol. No era un gran nadador, pero tenía resistencia. Entrenábamos tres o cuatro veces por semana y nunca dejaba de ir. A mucha gente le aburre pasarse horas y horas en el agua, pero a mí me gustaba desconectarme.
     —Yo voy a nadar varias veces por semana —dijo Dafna—. Dos kilómetros cada vez, a veces con aletas, a veces con flotadores en las piernas.
     Cambiamos impresiones sobre distancias, piscinas y estilos de natación. Entonces comprendí de dónde le venía aquella reposada vitalidad. Siempre me había gustado la gente que se toma en serio la natación.
     Me preguntó de dónde era.
     —De Rejovot —le respondí—. Mi padre es profesor de agronomía y mi madre es maestra. La historia normal en Rejovot.
     —No hay ninguna historia normal. Sólo sobre esta frase podrías escribir mil novelas. Estoy convencida de que tienes cosas que decir.
     Me hizo sonrojar y ella, al darse cuenta, se rió. Ten cuidado, me dije, es mucho más inteligente que tú.
     —¿Por dónde quieres empezar? —preguntó. En la ventana de la cocina había un pájaro, encima de una de las plantas, cantando a placer.
     —Dímelo tú.
     —Hablemos un poco de tu protagonista —propuso.
     —He escrito todo lo que sé de él —dije—. Es un comerciante judío que, tras la destrucción del Templo, se va a una isla griega a buscar cidras para llevarlas a la Tierra de Israel.
     —¿Lo conoces? —me preguntó.
     —Creo que sí. He madurado mucho con él antes de ponerme a escribir. Hubo una época en la que a menudo viajaba al extranjero por trabajo, y siempre me acompañaba. A veces yo era el hombre de las cidras. En la biblioteca he examinado todas las versiones del relato. También he hecho investigaciones sobre la isla. Estuve allí el año pasado. Si existe un paraíso, es Naxos. Allí todavía cultivan cidras.
     —¿Cómo es tu comerciante de cidras? ¿Qué piensa? ¿Qué cosas lo motivan? ¿Qué desayuna? —dijo Dafna, disparando las preguntas. Conservaba su juventud: en el pequeño espacio entre los dientes, en los movimientos flexibles, en el hablar rápido.
     No sé por qué azar me encuentro en este juego, me dije; habría tenido que proponer una historia diferente desde el principio. Pero no había otra.
     —Es un superviviente —dije—. No piensa demasiado. Ha pasado una tragedia terrible y sólo intenta seguir viviendo en su pequeño rincón, llevando cidras para la fiesta de los Tabernáculos. Es un hombre práctico.
     —No hay nadie que no piense demasiado —dijo con determinación—. Lo embarcas en un crucero de dos semanas y te aseguro que la cabeza le explota de tanto pensar. Pensamos mucho más de lo que actuamos.
     No estaba de acuerdo. Hay gente que se mantiene permanentemente ocupada para no tener que pensar.
     Se levantó a preparar café. En su cocina no había nada nuevo: los fogones eran viejos, el horno era como el de mi abuela en Rejovot, la nevera era una Amcor de los años sesenta. Pero todo estaba limpio y la luz era suave, como si penetrara del exterior a través de un filtro.
     —Seguro que tomas el café con leche —dijo—, pero no tengo.
     —No —me reí—. Lo tomo solo.
     —No pareces un banquero —dijo, dándome la espalda—. Hay algo en ti que no me encaja. ¿Cuánta azúcar quieres?
     Seguimos hablando de mi hombre, que ahora zarpaba del Asia Menor hacia la isla. Le describí la estructura de los barcos de vela en aquella época; todos los detalles los había comprobado cuidadosamente con anterioridad. Ella me ayudó con los pensamientos.
     —¿Es casado? —preguntó—. ¿Ama a alguien?
     —Tiene treinta y cinco años —respondí—. En aquella época los hombres de treinta y cinco años no eran solteros. Tiene mujer y muchos hijos. Pero le gusta viajar. La Tierra de Israel pasaba por una situación terrible cuando se hizo a la mar.
     —¿Añora mucho a su esposa o mira a otras mujeres durante el viaje? —rió.
     —¡Uy! Sabía que faltaba algo —dije, coqueteando—. Hace falta sexo para que el libro se venda. Quizás haré que se acueste con alguna prostituta en el puerto de Esmirna, antes de zarpar.
     —No, no —dijo riendo y moviendo la mano en señal de protesta—, no lo hagas y, por supuesto, no la llames prostituta.
     Anoté los puntos de nuestra conversación en un bloc de color amarillo que me parecía literario. Le prometí reescribir el comienzo de la historia para el próximo encuentro.
     Me levanté para irme y dejé cien shékels sobre la mesa, como habíamos acordado por teléfono. Me acompañó a la puerta, y cuando ya tenía la mano en la manija, me dijo en voz baja:
     —No te prometo nada. No puedo prometer que el libro se publique. Podría ser que me pagaras en vano, que no saliera nada de todo esto.
     —De acuerdo. Te lo he dicho: ya soy un chico mayor.
     —No quiero que te decepciones —me repitió—. Hay cosas que no puedo prometer.
     —De acuerdo, Dafna —por primera vez la llamé por su nombre. Quedamos en encontrarnos al cabo de una semana.
     Al volver al despacho envié un corto informe por correo electrónico interno e inmediatamente me llamó Jaim pidiéndome que fuera a verlo. Fui a su oficina, al final del pasillo, saludando a los que veía en los otros despachos. Como siempre, Jaim estaba enterrado detrás de la computadora y los papeles, y sentado flojamente.
     —¿Cómo te fue? —me preguntó. Iba sin rasurarse por alguna prescripción religiosa.
     —Como en una clase particular —dije—. Ha hecho añicos mi historia. Me parece que no lo aguantaré.
     —Tienes que hacerlo —dijo Jaim con una sonrisa torcida—. Tu historia es realmente inconsistente, ya te lo había dicho. No sé de dónde la sacaste. Las cidras se cultivaban en la tierra de Israel; nunca fue necesario enviar a nadie a Grecia para ello.
     Volví a mostrarle la Mishná, pero él la apartó con desprecio.
     —Eso es lo que pasa cuando los profanos leen la Guemará —dijo—. Le quitan el alma y sólo le dejan los hechos. Ven a clase conmigo una vez por semana y entonces comprenderás el fundamento.
     Me preguntó cuándo sacaríamos de Gaza al individuo.
     —La próxima semana —dije—. Quizá dentro de dos semanas. Cuando me haya vuelto a encontrar con ella. Si es que está de acuerdo en colaborar con nosotros.
     —¿Crees que querrá? —Jaim me miró con sus ojos enrojecidos.
     —Me parece que no tendrá más remedio —dije.
     —Sigue informándome. No somos los únicos involucrados, lo sabes bien. Quiero estar al corriente de cada detalle.
    
     En el dossier de ella encontré, principalmente, recortes de periódicos viejos; críticas buenas de su primer libro en los suplementos literarios, indiferentes del segundo; una fotografía suya en la revista HaOlam Hazeh, una chica de veintidós o veintitrés años, con una falda corta, comiendo sandía junto a Dan Ben Amotz en una de las terrazas de la ciudad vieja de Yafo, con unos lentes grandes, y debajo, el pie de fotografía sacado de una página de chismes.
     También había fotografías clandestinas hechas de lejos con un zoom; todas parecían preparativos de atentados: una reunión judeo-árabe en Nazaret en 1981, una manifestación contra el establecimiento de un nuevo asentamiento en Samaria. Ella salía en cuatro o cinco fotografías de eventos similares, pero sólo en una, impresionante, la cámara la había enfocado y aparecía en el centro, con los ojos abiertos de par en par, brillantes, de pie en una carretera estrecha y hablando con un viejo árabe, con el trasfondo de un olivar y llevando en la mano una pancarta escrita en hebreo y en árabe. Alguien había hecho un trabajo negligente, porque en ninguna esquina de la foto se mencionaba el lugar ni la fecha. En ninguna fotografía se veía enfadada, ni cuando a su alrededor había gente alborotando ni cuando tenía la boca abierta para gritar. Ella era una estadística. Hasta que empecé a trabajar en el asunto, no tenía ningún expediente propio; tuvieron que buscarme los documentos en los expedientes de otras personas más importantes que ella.
     Su primer libro trataba de su infancia en Tel Aviv, cerca del mar, no muy lejos del mercado del Carmel; hija de padre búlgaro, obrero de la construcción, y de una madre que llegó sola de Europa después de la guerra. Cuando la trajeron al mundo ya eran mayores y conocían el sufrimiento; sin embargo, el libro irradiaba la alegría de vivir, era un libro resplandeciente. Por ejemplo, había un capítulo espléndido sobre el mar, sobre cómo su padre, cogiéndola en brazos, se metió en el agua con ella por primera vez. Se publicó en 1978, cuando tenía unos veintitrés años, y obtuvo unas críticas magníficas que hablaban de una nueva y sorprendente voz femenina en la literatura hebrea, una voz que inmolaba vacas sagradas sin renunciar a la compasión. Tuve que buscarlo en la biblioteca de la universidad porque en las librerías no quedaba ni rastro.
     El segundo libro salió al cabo de dos años; era una historia de amor entre una mujer joven y un hombre casado. Al parecer, fue un libro demasiado sombrío y pretencioso, publicado por una editorial marginal y no especialmente querido por las críticas. No conseguí encontrarlo en ninguna parte, ni en las bibliotecas. Luego no publicó nada más, pero se encargó de la edición de bastantes libros y también hizo traducciones del inglés. Durante cierta época dio clases de literatura en secundaria.
    
     Por el momento se trataba de una misión secundaria a la que no podía dedicar demasiado tiempo. Cada día interrogaba detenidos, como en una cinta transportadora. Les dedicaba toda mi atención. Hablaba con ellos, los tocaba, respirábamos el mismo aire sofocante y sin mirar el reloj. A veces me quedaba en el trabajo de noche porque se hacían grandes redadas y en el aire se notaba el olor de un ataque terrorista. Intentaba hablar por teléfono con Sigui dos veces al día. Ella me transmitía breves comentarios sobre el niño. Cuando le preguntaba qué le pasaba, sólo obtenía evasivas. Sabía que yo tenía la cabeza en otra parte, que en realidad no la escuchaba. Volvía a casa a horas extrañas, muerto de cansancio. Sigui dormía, o lo hacía creer. Al día siguiente, muy temprano, cuando yo aún dormía, si había vuelto a casa, ella llevaba al niño a la guardería y se iba directamente al trabajo.
     Pedí que me trajeran las últimas grabaciones. Me llevaron resúmenes escritos de todas las conversaciones, pero a mí me gustaba escuchar personalmente lo que decía el objetivo, acercarme a él, intentar comprender a la persona. Me trajo las grabaciones una mujer, mayor y con una trenza blanca, que parecía una bibliotecaria. Se sentó frente a mí sin que se lo pidiera. Generalmente trabajaba con grabaciones en árabe, así que casi no conocía este departamento de audiciones.
     —Normalmente los investigadores no piden escuchar las grabaciones ellos mismos —dijo.
     —Parece que yo trabajo de otra manera —repliqué.
     —Espero que no se las dé a nadie —me dijo con una expresión seria.
     Levanté la cabeza de los papeles del interrogatorio de aquella noche. Un chico de Siquem hacía tres días que había desaparecido de casa, y su padre, durante el interrogatorio, insistió en decir que no sabía dónde estaba.
     —Perdón, ¿qué decía? —dije, mirándola a los ojos.
     —Quizá no hacía falta —intentó explicarse—, pero trabajar con judíos es diferente, completamente diferente. Me permito decírselo porque es la primera vez que usted trabaja con nuestra oficina. Hay más peligro de filtraciones. Es imposible saber quién conoce a esta mujer. Quizás alguien que vive cerca de ella, o alguien que hizo el servicio militar con ella; no podemos saberlo. Por eso somos más estrictos con los procedimientos.
     —Tiene razón, no hacía falta —dije—. No he empezado hoy a trabajar aquí, y no me llevaré esto a ninguna parte […]
    

     Traducción del hebreo de Roser Lluch i Oms
 
 

 

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