El plan / Guadalupe Cedillo

Preparatoria 9 / 2013 B

Lo maté. Y aun sabiendo lo que hacía, no me importó nada. Disfruté cada gota de sangre que caía de su cabeza.
     Me percaté que pasaba de la media noche, y decidí llevarlo al sótano. Recordé entonces cuando con mucha ira me decía:
     —¡Le diré a mamá lo que estás haciendo!
      Dejarlo ahí fue la mejor idea…
     Quería que sufriera igual que mamá. Con ella fue distinto, se podría decir que fue perfecto. Una mañana, no tan común por su neblina espesa, caminé despacio hacia su habitación, abrí lentamente la puerta y allí estaba, en su silla de ruedas.     Apenas si se escuchaban mis pasos, además el olor desagradable de la alfombra perturbaba mi nariz. Agarré su almohada preferida y no pude esperar más… Cuando ya no se movía, no supe qué hacer, deseaba arrancarle cada parte de su cuerpo, pero finalmente opté por arrojarla al mar.
      Y ahí estaba yo, ansiosa por recibir la herencia de mi madre, no podía esperar un segundo más.
      Después de saborear mis acciones, sentí una mirada en la nuca, giré un poco mi cabeza y el pequeño infeliz estaba ahí, paralizado en la puerta. Él,  nervioso y asustado, sólo me sugirió darle parte de mi herencia, a lo cual accedí,  pues no podía dejar que me delatara con la policía. Todavía tenía que planear su muerte, o bueno, vivo podría servirme de algo, pensé.
      Después de varias semanas, decidí lidiar con él y terminé en este lugar. Todo fue pan comido, sobre la mesa estaba un cuchillo. Brillaba tanto como mis pupilas; no tardé en atravesarlo. Primero el brazo, luego lo acosté como si estuviese dormido, para así conseguir sacarle los ojos.

 

 

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