El placer de narrar y reí­r / Antonio Ortuño

Antonio Ortuño escribe para divertirse. En estos artículos publicados en páginas de medios impresos, seleccionados por el propio Ortuño para Luvina, el narrador ahonda en las fuentes de su escritura. Con humor negro y disfrutable —mismo que podemos encontrar en sus cuentos y novelas—, el escritor habla francamente de su visión de la literatura, de sus autores predilectos y de su visión de los temas que rondan el campo literario actual, especialmente la novela.

 

Sólo por molestar

Suscribo aquella vieja frase de Evelyn Waugh: las explicaciones las dan los impotentes a las chicas, porque si algo funciona no hay nada que explicar. Ya sé que Evelyn Waugh, católico y derechoso, es una cita suicida, pues se espera que un joven bien peinado cite a Derrida. Pero no soy un joven bien peinado. Ni siquiera tengo cabello para peinar. La mejor función que reconozco a la literatura es la de antídoto contra el tedio. Nunca leo un libro aburrido por disciplina. La disciplina es un valor de cadete naval. Por ello mismo, el principal motivo que tengo para escribir es divertirme. Escribo en un estilo que para algunos resulta virulento y para otros irreflexivo. Es decir, no arguyo supercherías teóricas para justificarme. Nunca he amanecido a la espera de que las estructuras semánticas me emancipen. Soy, se están dando cuenta, deliberadamente grosero al hablar de literatura. Odio las languideces; odio la repetición de lugares comunes como «la novela ha muerto» o «un automóvil en movimiento es más bello que la Victoria de Samotracia». Son frases que fingen resignación pero en realidad lindan con el despotismo. Frases histéricas de beato. No hago una proclama en favor de la brutalidad ni aspiro a demoler la inteligencia. Sólo razono que la incomodidad con las formas narrativas que movía a las vanguardias y a ciertas escuelas críticas ha pasado de subversión a canon, de secta iluminada a iglesia con santos, mártires y Evangelio. Una iglesia que reclama libros cada vez más estériles, estilos cada vez más sofocados y autores cada vez más reticentes a lo que signifique, siquiera por reflejo, vitalidad. Han dejado de ser respetables para cierta crítica y, peor, para ciertos creadores, los personajes, porque a los personajes generalmente les suceden cosas. No: se preconizan discursos en los que no sólo no suceda nada sino que renieguen de la posibilidad misma de acción. La vida, después de todo, es una quieta tortura que toleramos con grandes esfuerzos, esfuerzos que agotan. Agarrotados por ese veneno que la maldita cobra nos inyecta desde el parto, sólo somos capaces de lanzarle los minúsculos suspiros de nuestro abatimiento. Liquidamos sus facturas de maldad con depósitos de languidez. Ay de quien ose reírse: la carcajada es demolida con el simple levantamiento de una de las augustas cejas de la teoría. Que se rían los payasos y los tontos. El humor, faltaba más, consiste en esbozar una sonrisa que haga parecer a la Gioconda un gato de Cheshire con tétanos: la crítica mide el tamaño de esa sonrisa con la cinta métrica de la severidad y descarta a quien supere los pocos milímetros. No, señores: el arte se trata de expresar el malestar, la sinrazón de la existencia, los infinitos quebrantos que nos inflige este mundo pestilente. Hemos, quién lo dijera, acabado por coincidir en esa actitud vigilante y delatora con los padres de la Iglesia, alcanzándolos en el purgatorio de la ortodoxia a través de la estrecha y maloliente vía de la crítica. Se trata de reflejar el malestar que sentimos todos —quien ría, incluso parcialmente, se ha autoexcluido de la especie. Qué bello, señores, el dolor que enloquece. ¿No se colgó del pescuezo acaso todo un David Forster Wallace? Las letras, hoy más que nunca, celebran a sus practicantes más llorones y quejosos. Lamento disentir. No me interesa el culto de la parálisis ni suscribo su catecismo. Odio la languidez; la melancolía, como motivo artístico, me aburre. Si la única función del arte consiste en la repetición cada vez menos reveladora de la sentencia del tigre Hobbes («La vida es horrible y entonces te mueres»), habrá que buscar lo que necesitamos del arte en tiempos menos extenuados. Yo sostengo que la Victoria de Samotracia es cada vez más bella que los puercos automóviles. Sostengo que la literatura, y en especial la veta de ella que ha significado el humor negro, es un juego muy placentero de jugar. Como sé que me reprocharán la falta de nombres ilustres que apoyen mi tesis, tendré que citar algunos. Aquí van: Marcial, Petronio, Bocaccio, Quevedo, Shakespeare, Schopenhauer, Céline, Bulgákov, Waugh, Vian, Borges, Nabokov, Ibargüengoitia, Roth, Banville, Fonseca. Puedo remitir por correo una bibliografía completa al interesado. Pero la verdad es que no me interesan los listados de nombres ni las fichas sinópticas. Tampoco me interesa hablar de música, videoinstalaciones multimedia, internet, las generaciones de jóvenes talentos ni mucho menos de quienes piensan y escriben solamente si una mano encumbrada les arroja un cheque a las fauces. Sólo me interesa, se han percatado ya, reírme. Y, ya que estamos en éstas, molestar.

 

Todo tiempo pasado

Hace unos días leía un comentario del novelista español Juan Francisco Ferré en torno a la escena literaria contemporánea. Sostenía el mencionado (qué bonita queda a veces la jerga jurídica) que vivimos hoy bajo la dictadura de «medianías» y, claro, del «mercado». Carecemos de escritores como Joyce, Goethe, Rabelais, Dante, Cervantes o Laurence Sterne. Ni siquiera tenemos un William Gaddis (a quien el texto de marras reivindica como un «grande»). No existen entre nosotros, pues, los que Ferré denomina «novelistas totales», tipos que pretendan engullirse el mundo, al menos todo el que puedan, en un organismo verbal y que den a la imprenta y la civilización sus Ulises, Quijotes y Gargantúas.
      Mutatis mutandis, el cultísimo reparo de Ferré me trae a la mente la perorata que, involuntariamente, le escuché hace unos años a un intelectual «de provincia» (las comillas son suyas, por cierto). Se quejaba el tipo de que «todos los libros» (vaya trabajo, leer todos y cada uno de los cien millones y pico que se publican cada año) fueran ahora de detectives o vampiros, que en ellos hubiera sexo y muerte y que olvidaran «la verdadera humanidad». De monumentos de la sensibilidad y el buen gusto, agregó, como Romeo y Julieta, por ejemplo. «Pero si no hay obra más violenta y lasciva que ésa», discutí. «Hay un matadero, duelos, suicidios, y Romeo y Julieta se dicen cosas que ya quisiera un reguetonero para un día domingo». El tipo enfureció y se negó enfáticamente a aceptarlo. Tengo la impresión de que confundía Romeo y Julieta con La bella y la bestia. Con la versión de Disney.
      La idea de la decadencia nació junto con las letras. A Arquíloco le reclamaron ser un mero satirista de Homero; a Ovidio, no ser digno de lamer las suelas de Lucrecio. Hace quinientos años se levantan voces que reclaman que no exista un nuevo Cervantes. Con la sombra de Shakespeare han puesto bombos a quienes escriben en inglés durante el mismo medio milenio. La generación de Miguel Ángel Asturias acusaba a los autores del boom de afrancesados y agringados y de no prestar atención a la lengua y los mitos de su América Latina; la crítica actual, al menos parte de ella, no hace más que añorar el compromiso y la telúrica identidad de los textos del boom. Acá entre nosotros, sin ir más lejos, habrá que recordar que cierta crítica en los años sesenta y setenta ponía de vuelta y media a José Agustín o Fernando del Paso mientras aplaudía al impresentable de Luis Spota.
      Vuelvo a lo que dice Ferré: sí, es verdad que no asoma un Rabelais en cada esquina. Pero tenemos a Coetzee, Roth, Banville, Rubem Fonseca y Lobo Antunes y Joyce Carol Oates, por mencionar consagrados fuera de toda duda. No es que sea precisamente el siglo de la oscuridad. Y bueno, literatura mediana y olvidable ha existido siempre y también ha dominado el gusto de millones. Una de tantos servicios del Quijote fue reírse de las novelas de caballería, que eran una industria floreciente en el siglo xvi. ¿Para qué suspirar?

 

Piezas de museo

Al respecto de la rarísima y muy divertida novela Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne, el epigramático y severo doctor Samuel Johnson, el crítico más áspero de su tiempo y a quien el estilo digresivo y el imaginario excéntrico de Sterne no le gustaba nada, declaró famosamente que «nada exótico podría perdurar». Se refería a que la obra apostaba más por sus inusuales recursos de construcción y fraseo que por los valores narrativos tradicionales (congruencia, tensión dramática, desarrollo de tramas y personajes, etcétera). Un veredicto similar dio Borges sobre el Ulises, de James Joyce, autor a quien admiraba pero que no consideraba en modo alguno ejemplar. «Pieza de museo», creo recordar que dijo el argentino sobre la novela (curioso: Johnson afeaba la falta de «perdurabilidad» de Sterne y Borges la perdurabilidad artificial, o sea «de museo», de Joyce).
      Sin embargo, para la narrativa contemporánea esas excentricidades han sido combustible de numerosos recursos y detonador de exploraciones por demás interesantes. El Tristram Shandy, del mismo modo que el mismísimo Quijote, puede ser considerado una fuente principal de los experimentos narrativos de la posmodernidad y cimiento de la metaliteratura, de la narrativa que da cabida en sí al ensayo, que se abisma en el juego entre realidad y ficción y que atenta, así sea potencialmente, contra los paradigmas de autor-activo/lector-pasivo. Más allá del tedioso debate de tradición versus innovación, lo cierto es que antecedentes como los de Sterne y Joyce tienen importancia porque resultaron fértiles en extremo para autores posteriores.
      Eco y Barthes, entre otros, conceptualizaron la necesidad de que la escritura deviniera una «obra abierta», es decir, la que contiene y permite una multiplicidad de interpretaciones, adaptaciones, reescrituras y hasta refutaciones. Databan en las vanguardias europeas de principios del siglo xx (surrealistas y demás tribus) la idea de oponer al concepto de «obra clásica», es decir, modélica, incuestionable, formadora de tradición y por tanto «cerrada».
      Lo cierto es que el Shandy reúne los requisitos para ser considerara «obra abierta». Pero también puede proponerse que cada libro que se ha mantenido por siglos en el interés de los lectores lo hace. ¿Qué obra más «abierta» que la Biblia, que actualmente sigue siendo leída y venerada pero también parodiada y parafraseada en todas las plataformas escritas y visuales existentes cada día? ¿O como todo Shakespeare, cuyos personajes, tramas y asuntos son recreados continuamente tanto en el mundo anglosajón como fuera de él? ¿No usaron Freud y Jung la mitología clásica como «obra abierta» que redefinieron con su uso de figuras como las de Edipo o Electra?
      A lo que voy es a que las obras de valía son siempre «abiertas» y que eso, más que su condición de «clásico» o de «excéntrico», lo determinan las relecturas y revisitaciones de las que sean objeto. Hay, pues, letras «experimentales» y «vanguardistas» que reunirán polvo y quedarán reducidas al olvido, y presuntos tótems que seguirán fertilizando el campo. Y, bueno, también lo contrario. Quizá la oposición «tradicional» contra «experimental» sencillamente no tenga sentido.

Cimientos

André Gide, aquel brillante hombre de letras francés, denunció alguna vez el error evidente en que incurría todo escritor que decidiera ahorrarse la lectura de los clásicos: «Importa haber leído a Balzac, todo Balzac. Alguno literatos se han creído dispensados de hacerlo y luego no han podido darse cuenta de que algo les faltaba; somos los demás quienes nos damos cuenta por ellos…».
      Claro: para un lector (o narrador) mexicano, la lectura de monsieur Balzac y su titánica «Comedia humana» (un ciclo planeado para componerse de algo así como de ciento treinta y siete novelas, medio centenar de las cuales se quedaron sin terminar o en el puro tintero) se antoja un tanto exagerada: primero hay que leerse un canon indispensable de literatura nacional e hispanoamericana desconocido para Gide y esencial para cualquiera que raye el papel (o torture la pantalla) de este lado del mar. Lo cual, sin embargo, no cambia el sentido último de lo anotado por el francés: un artista requiere de un conocimiento (mientras más profundo, mejor) de las obras de sus antecesores antes de correr la suerte que les depara el refranero a quienes se creen insólitos: descubrir el agua tibia.
Un escritor que se limite a atender lecturas inmediatas a sí mismo en el tiempo y el espacio terminará como esos diminutos habitantes de Lilliput, imaginados por Swift, que ven «con gran precisión pero no muy lejos».
      La profesora británica Mary Beard, en su muy recomendable obra La herencia viva de los clásicos, postula que volver la mirada al pasado de la cultura (ella se refiere a la occidental y, en específico, a la que viene de los griegos y romanos, pero parece válido extrapolar el argumento) significa no sólo dialogar con diferentes pensamientos y percepciones sucesivos (Virgilio, Dante y Joyce se asumieron como glosadores, discípulos y retadores a la vez de Homero, por ejemplo) sino con lo que hay del pasado en nosotros mismos, en nuestro lenguaje y concepciones del mundo.
      Existe una arraigada idea de que las «rupturas» e innovaciones en las letras han sido, de algún modo, correrías de bárbaros en ciudades «civilizadas» pero decadentes a las que hay que sacudir. Algunos escritores han popularizado esta noción y dado alas a la imagen (errónea) de que leer poco o nada es indispensable para innovar.
      Pero no: románticos como Byron o Shelley eran lectores obsesivos de griegos y romanos; vanguardistas como Breton o Louis Aragon fueron consumados estudiosos de la tradición francesa (Aragon, sin ir más lejos, transitó de la poesía surrealista a la novela de realismo social); Pound, Eliot, Beckett (por mencionar a algunos de los principales estilistas en poesía y narrativa en el siglo xx) eran eruditos en el mundo clásico y las diversas tradiciones europeas.
      La literatura no es un simple medio de expresión emotivo. No basta con leer a dos o tres teóricos contemporáneos para abarcarla con plenitud. Y su tradición, sus tradiciones, deben ser conocidas antes de intentar continuarlas. O demolerlas.

 

El Quijote «real»

Dice el periódico ABC de España que dos investigadores peninsulares, Isabel Sánchez Duque y Francisco Javier Escudero, afirman haber localizado «pruebas» de la existencia histórica ni más ni menos que de Don Quijote de la Mancha. Esto no pasaría de ser otra de tantas curiosidades cervantinas si los académicos, historiador él y arqueóloga ella, no aventuraran algunas consecuencias literarias desde lo que han hurgado en archivos y actas del siglo xvi. ¿Qué han encontrado los buenos señores? La verdad, poco. Huellas de gente que habría realizado actos similares a unos cuantos de los que se le atribuyen a Alonso Quijano, al parecer movidos por rencillas vecinales. Un tal Pedro de Villaseñor, citado por Cervantes como su amigo en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, y un Francisco de Acuña, hidalgos manchegos ambos, «vestían a diario como caballeros» y se dieron de tortazos en tales galas al menos una vez. De eso y de la presunción de que Cervantes pudo tener conocimiento de esos asuntos, infieren que el Quijote no se trata de una novela sino de  una suerte de burla «a un enemigo personal».
      Otros hallazgos del dueto ibérico son aún menos impresionantes. Por ejemplo, la localización del lugar donde fue armado caballero Don Quijote, es decir, algunas piedras de un sitio que al parecer fue una venta medieval en la localidad de Mota del Cuervo, Cuenca. ¿Cuál es el problema de esa presunción? Que es como localizar el punto exacto en el que Spiderman estudió la secundaria en Nueva York. No tiene sentido porque Spiderman es un ser imaginario y, por lo tanto, no fue a ninguna escuela real.
      Un personaje literario nunca es el trasunto de un ser real. Ni siquiera cuando un autor intenta caricaturizar u homenajear a un ser vivo puede afirmarse que aquél se corresponda literal y directamente con su sosias literario. Un personaje tan complejo como el Quijote, con sus simultáneas locuras y capacidades de discernimiento, con su sátira y emotividad, no es sólo una construcción ficticia y literaria más, sino la construcción ficticia y literaria por excelencia, la madre de la novela moderna. Pretender reducirla a un pleito comarcal entre dos mentecatos es no entender de qué modo se construye la literatura y rebajar a Cervantes a mero cronista chancero de pueblo.
      Las dudas que creen responder los indagadores (y de las que hace eco acríticamente el reportero) son asombrosas: la investigación, dicen, «puede dar respuesta a la pregunta de por qué dedicó Cervantes una novela a una ciudad que no era la suya y a unos determinados personajes». Sin ser el Manco Divino, me atrevo a ensayar una respuesta: porque escribir es, también, imaginar, no solamente procesar experiencias y lecturas. Porque todo mundo escribe de una ciudad que no es la suya aun cuando lo intente hacer sobre la suya, porque la literatura existe en un nivel de percepción diferente al de la realidad. Y porque «esos determinados personajes», aun basados en la observación de Cervantes sobre unos vecinos cualesquiera, serían ya otra cosa al pasar por su pluma y cristalizarse en lenguaje.
      A mí, la existencia real del Quijote me queda clarísima: es un libro fundamental, extraordinario. Lo que me cuesta trabajo creer es la existencia de investigaciones como la de los presuntos expertos ibéricos.

 

Discutir la discusión

Hay una polémica, vigente, al respecto del «conservadurismo» de la literatura mexicana. Un debate que excede los márgenes de la disputa literaria y saca conclusiones políticas de posturas estéticas. Me explico. Según los argumentos esgrimidos, la literatura mexicana es «conservadora» porque la mayoría de sus escritores, editores y críticos son «tradicionalistas» y escriben (y, por tanto, leen y analizan) desde referentes y cánones del pasado (se entiende que el pasado es Carlos Fuentes, digamos, y no monsieur Duchamp, aunque sea anterior y, a estas alturas, mucho más influyente. ¿Por qué? Porque el argumento lo exige y se acabó) y, desde ese pedestal, ignoran, ningunean o atacan cualquier barrunto de innovación formal. Como si esto no fuera suficiente, se afirma que el «conservadurismo» estético es síntoma de que han optado por apoyar las hegemonías económicas, políticas y de todo tipo. Se sostiene, por ejemplo, y aquí particularizo hacia el terreno que me interesa más, que es el de la narrativa, que si uno escribe una novela se pone a la altura de un ultramontano, así su texto borde sobre el Soviet o denuncie la trata de blancas, porque la novela «tradicional» (es decir, aquella en la que se narran acontecimientos de forma inteligible) es el género preferido por el mercado, es decir, por el común de los lectores y es, por tanto, «conservador».
      Como el debate es recurrente y potencialmente infinito (la innovación de los años sesenta estaba encarnada por la «Literatura de la Onda», a la que ahora se desdeña como «datada», «superada» y parte de la «tradición»), me limito a señalar lo que entiendo que es su principal inconsistencia: la imposibilidad de establecer una correlación lineal entre innovación estética y orientación política, y la de identificar linealmente «innovación» con izquierda y «tradición» con derecha, pese a que tal sea el argumento de un tramposo ensayo del argentino Damián Tabarovsky. ¿Ejemplos? Salvador Elizondo fue uno de los narradores más arriesgados de nuestra narrativa (Farabeuf debe estar en el top ten de las obras más desafiantes, verbal y estructuralmente, del siglo xx mexicano) y era, a la vez (sus diarios permiten constatarlo), un elitista de desdenes casi aristocráticos en lo que respecta a temas políticos y sociales. En cambio, José Revueltas, literariamente más tradicional (su narrativa conserva rastros orgullosos de decimonónicos como Dostoievski o Balzac) mostró congruencia perenne con sus ideas de izquierda (en 1968, Revueltas estaba en prisión; Elizondo, por su lado, era becario de la Fundación Guggenheim). Se dirá que es una excepción. Lo dudo. Baste hacer la pertinente comparación, saltando ahora al campo de la poesía, entre el compromiso social y la sencillez verbal y temática de los poemas de un José Emilio Pacheco y la radicalidad verbal (y el escepticismo burlesco con respecto a toda militancia) de un Gerardo Deniz. ¿Cuál representa la izquierda literaria? Y, fuera del ámbito mexicano, pensemos en Céline, en Eliot, en Borges, en Pound. Conservadores (en algún caso, fascistas) en lo político, progresistas en lo estético.
      El asunto es más enredado de lo que se aborda. Esperemos que los críticos profundicen en ello.
     

Definiciones

¿Hay un modo apropiado de escribir literatura? ¿Hay una suerte de camino inevitable, de procedimientos blindados y a prueba de error? ¿Existe un género incontestablemente superior a los demás, una forma exclusiva y con sello de ganadora para registrar en letras las ideas, las sensaciones, las palabras? ¿Hay una temática que garantice que todo lo que se anote en su centro y hasta en sus márgenes resulte sugestivo y lúcido? Y, sobre todo, al postular la existencia de esa escritura hipotéticamente correcta y acertada, ¿cancelamos y damos por inútiles todas las demás?
      Aunque expuestas de esta manera suenen a disparates, muchos han defendido ese tipo de posiciones. Escritores y críticos brillantes (y de los otros) han emitido, a lo largo del tiempo, teorías, manifiestos, poéticas que se han vindicado esas posibilidades excluyentes. Se exalta el realismo o, por el contrario, la imaginación. Se propone un lenguaje cargado de regionalismos y de «calle» o, en la línea opuesta, uno libresco, erudito (no muchos, como Shakespeare, Joyce o Daniel Sada, han apostado simultáneamente por ambas vías). Se propone que el verso libre ha demolido a la métrica sin vuelta de hoja, o se prevé, en cambio, un regreso a las formas tradicionales. Se postula que el ensayo debe liberarse del aparato académico y ser plenamente «literario», o se establece, al revés, la necesidad de que se deje de impresionismos y se quiera «científico».
      Algunos hacen matices: por ejemplo, que tal o cual procedimiento, idea, teoría, sirvió en su momento pero «ya está obsoleta»; es decir, quedó «superada» (como si la literatura fuera una actividad sujeta al progreso lineal del ideario decimonónico). O que, por ilustrar otro caso, existen restricciones geográficas como la que tenían los dvd (aquello de la «región uno» y la «región cuatro» tan gustado por los clasistas): verbigracia, que los rusos pueden haber sido estupendos realistas pero que para Huatabampo dicha escuela está vedada. O que el «nuevo periodismo» de Wolfe tiene sentido en Nueva York pero para Sudamérica está el «realismo mágico». O que los vanguardistas están bien si son franceses pero mal si osan levantar la cabeza en Guayaquil…
      Los problemas derivados de ese tipo de posturas son incontables. Y el mayor de ellos es que reducir la literatura a un solo tipo de visión (una manera única de abordar el lenguaje, un modo absolutista de escribir, renegando en unos casos de las tradiciones y en otros de las posibilidades de innovación), sólo tiene una cosa garantizada: el error. A cada «muerte de la novela» le ha seguido la aparición de obras fulminantes que la refutan: Faulkner, Lispector, Fogwill, Banville… Cada proclama de la «futilidad» o «decadencia» de la poesía ha sido contestada por un Mallarmé, un Eliot, un Gonzalo Rojas. No hay realismo militante que elimine a Vian, Mrożek, Bulgákov, Angélica Gorodischer. No hay repudio al realismo que pueda con Rubem Fonseca o Rodolfo Walsh.
      Y es que las preceptivas, los manifiestos, las teorías, buscan normas. Y la literatura se hace de excepciones.

 

Automatismo

La internet podrá ser criticada por ciertos defensores del libro impreso tradicional, pero no cabe duda de que ofrece algunos recursos encantadores para el aficionado a las letras. Por ejemplo, hace tiempo que circula en la red un ingenioso «generador automático» que le garantiza al lector la posibilidad de crear su propia novela de Dan Brown (para el curioso, la dirección web de este sitio es probar.blogspot.mx). Por si quedara alguien en el planeta que no lo sepa, Brown es un músico que dio con la clave de cómo enajenar audiencias, a principios de este siglo, con una novela de conspiraciones místico-políticas llamada El código Da Vinci, y desde entonces ha seguido dando lata con la misma fórmula: su personaje, el profesor de simbología Robert Langdon, ha recorrido el mundo desfaciendo entuertos que involucran artistas del Renacimiento, agencias internacionales, sectas crueles y secretos inverosímiles.
      El estilo del estadounidense es tan predecible que ha podido ser caricaturizado a la perfección por el Generador, que, desde luego, no crea novelas enteras sino solamente unos amenos textos de contraportada que describen las hipotéticas historias de un Dan Brown automático. Pongo este ejemplo, generado ayer a las 12:41 de la tarde: La sepultura del secreto, de Dan Brown: «A los pies de un famoso lienzo de Manet aparece estrangulado Brian Hayek —un exbanquero— con un extraño símbolo escrito con tiza en su oreja. Para el profesor Chloe Reeves no hay duda: El Clan de los Caballeros Templarios, que se enfrenta a la humanidad desde los tiempos de Chindasvinto, ha regresado. Acompañado de Kristine, una joven agente de la nsa, y Steve, un ingeniero, Reeves comienza una carrera contra el reloj mediante una búsqueda desesperada en el Mediterráneo, para aclarar el misterio del tipo concreto de pilas que lleva la espada de Luke Skywalker. Necesitará todo su conocimiento para descifrar las claves ocultas que El Clan de los Caballeros Templarios ha dejado a través de los siglos en unos manuscritos que hay en la Atlántida y en una gasolinera de Moscú, y todo su coraje para vencer al despiadado asesino, ya que el tiempo se agota y el último estanco que queda en el planeta está en peligro».
      Cada vez que uno refresca la página, una «novela» diferente (y, a la vez, fatalmente igual) aparece en pantalla. No hay que ser un genio para percibir el parecido absoluto con las obras de Brown, pero también, con decenas de noveletas escritas por otros galardonados y millonarios autores. ¿A alguien le suenan elementos como conspiraciones, escenarios exóticos, consecuencias políticas y «carreras desesperadas»? ¿Repararán esos defensores del best-seller que se dicen defensores de la «literatura popular» (muchos de ellos, claro, con intereses en la industria editorial muy obvios) en lo romo y simplón que resulta vender la misma vaca una y otra vez? ¿Cuántos premios se seguirán entregando a libritos zonzos que perfectamente podrían haber sido generados por un motor online que se dedica a copiar los tics de un autor muy bien vendido, sí, pero incapaz de resistir la menor lectura crítica?

 

El fantasma que camina

No sé qué sentido pueda tener una frase como «la novela ha muerto», tan repetida entre críticos de revista (a quienes, por cierto, bueno sería advertirles que «la revista», organismo más joven y endeble, tampoco luce sana). La presunta acta de deceso de la novela tiene características notables. El primero que la dio por cadáver fue un inglés, Samuel Richardson, en 1758. Hace más de doscientos cincuenta años. Y no hablo de un vanguardista: Richardson fue autor de obras con títulos como Pamela o la virtud recompensada y su preocupación consistía en que había más tramas posibles que virtudes teologales a las cuales asociarlas… Cuidado, pues, con el que mata a la novela, así sea un canónigo del siglo xviii o un tontito en Staten Island esta misma tarde.
      Lo que quieren decir los críticos con «ya no puede escribirse novela» es más bien algo así: «Ya no puede escribirse como si no hubieran existido antes…». Y aquí entran una serie de estaciones previas, cambiantes según la persona y el momento de su proposición: las vanguardias de principio del siglo xx o las escuelas críticas al final del mismo; Auschwitz; las MacBook Pro; Pelé. Y el mensaje de fondo, menos desdeñable de lo que podría pensarse, es poco más o menos esto: no quieras tomarnos el pelo y pienses que nos sorprendes, cuando sabemos cuáles son la sintaxis y el campo semántico habitual de los libritos de vampiros, detectives, descontento adolescente, drama rural (rellene usted aquí con el tema popular de su preferencia). No te pienses que no sabemos que huyes del riesgo y escribes basura redundante porque no puedes hacerlo mejor o crees que te conviene.
      Del mismo modo que todas las personas nacidas en el siglo xviii han muerto, sería demencial esperar que las herramientas narrativas del periodo prosiguieran relucientes, sin orín. Y, sin embargo, sería también una estupidez asegurar que, ya que han muerto todos los nacidos en el xviii, no queda un solo humano vivo sobre la Tierra.
      Es un problema falso. La novela es sólo una de las formas o advocaciones de la narrativa. Como el cuento, cierto teatro, incluso cierta poesía —o esos seriales televisivos que ponen la carne de gallina a críticos que dan por muerta a la novela, pero no se pierden un capítulo de Mad Men…      
      Lo que hay es un problema, eterno, con la construcción de narrativa. Y es el lenguaje: su uso, fricción y trato. No existe ninguna receta que explique cómo proceder (triunfal y garantizadamente) con él: cada frase, párrafo y cuartilla que se le arrancan a la nada requieren de un procedimiento inédito. Por eso, la novela será todo lo fantasma que quieran, pero uno que respira. Y camina.

Comparte este texto: