Él abrió los ojos. Estaba oscuro como boca de lobo. Cerró los ojos y respiró profundamente, luego los abrió de nuevo. No veía nada. Dirigió la vista hacia Santo y no pudo encontrarlo en su lugar habitual. Alargó la mano izquierda hacia la mesita de noche en busca de la lámpara. No encontró la mesita de noche. Siguió moviendo el brazo hacia la derecha y la izquierda, hacia arriba y abajo. Lo único que encontró fue el vacío. No encontró nada más que vacío.
Recordó que su madre le había dicho que enviaría la mesita de noche al barnizador. Respiró con alivio. Luego recordó que el barnizador la había devuelto hacía tiempo y que la había traído con su hija, María, quien más tarde apareció en sus ensoñaciones y con quien intercambió besos que sabían a la menta que ella exhalaba por la boca.
Se quedó quieto, en espera de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y fueran capaces de absorber alguna gota de néctar luminoso que de casualidad vagara por el aire. La oscuridad había absorbido todas las hebras de luz que él, como niño que era, miraba intensamente, imaginando que eran criaturas mitológicas que jugaban en la pared y en el techo. Buscó una vez más a Santo, el dinosaurio, su amigo nocturno que siempre había vivido en su lejana esquina del techo, junto a la ventana. Cuando no lo encontró, se preguntó qué había pasado con los rieles horizontales que permitían a los dinosaurios huir de noche. Así era como su madre le explicaba por qué Santo estaba ahí de noche y luego desaparecía en la mañana.
No podía permanecer quieto más que unos segundos, pues la vejiga que lo había despertado de su profundo sueño lo estaba fastidiando implacablemente y le preocupaba que su resistencia disminuyera y el mundo se mojara.
Se levantó y buscó con los pies las pantuflas y las encontró debajo de la cama. Rápido se las puso y se dirigió a la derecha, hacia la puerta del cuarto. Luego de tres pasos, golpeó la pared con todo el cuerpo. Dejó escapar un grito ahogado. Sintió un dolor que le estrujaba la nariz y la frente. Se tocó la nariz y encontró todo en su lugar. Sintió un entumecimiento que se le subía a la cara. Recordó aquel sangrado que se negaba a parar luego de aventarse de clavado a la alberca con poca agua y enterrar su nariz en el fondo. Había permanecido en cama una semana y casi alcanzó los cuarenta grados de temperatura. De pronto temió que su madre se enterara de que se había estrellado la nariz otra vez. Rápido se limpió el labio superior, pero no encontró sangre que escurriera.
No quería decirle a su madre lo que había pasado.
Comenzó a buscar a tientas en la pared una salida, la puerta, pero no la encontró. La puerta, que siempre había residido en ese muro, tenía que hallarse justo ahí. Pero la propia pared no estaba en su sitio. ¿Cómo pudo desplazarse así la pared? Se detuvo. Respiró profundamente y comenzó a pensar con calma. Tenía que regresar a la cama. Se dio la vuelta, dio tres pasos y se sentó en ella. Luego se levantó y giró a la derecha, esta vez con lentitud. Encontró que lo esperaba la misma pared. Regresó a la cama con la presión de la vejiga cada vez más intensa y el desconcierto dándole vueltas en la cabeza.
¿Debería regresar a la misma pared? ¿Dónde se encontraba? ¿Qué sucedía? ¿Estaba dentro de una película?
Una sensación de impotencia comenzó a agobiarlo.
Pensó qué pasaría si pudiera instalar en su frente una lamparita como la del teléfono celular de su madre. Jalaría su oreja hacía abajo para encenderla y ver todo alrededor suyo: la puerta, la ventana y el camino al baño. Quería insertarla entre sus cejas. Pero era demasiado tarde para inventarla. Quizá todo lo que le estaba pasando era un mensaje de Dios que le ordenaba hacer lo que su padre siempre le había dicho: «No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy, hijo».
Ahora tenía que actuar con rapidez. La lamparita no existía y Santo no estaba en su lugar y no podía encontrar la puerta y la pared se movía y no podía ver nada.
¿Qué podía hacer?
Se tendría que mover en todas direcciones, pero cada vez que intentara alcanzar la pared tendría que regresar a la cama. La cama tenía que ser, como en las escondidillas a las que jugaba con sus vecinos, el «refugio», el lugar original del que todos salen y al que todos regresan.
Se quedó quieto y luego decidió tomar la misma dirección por última vez, hacia la derecha, ya que ésta era la única dirección correcta. Se movió con entusiasmo. Se golpeó contra la pared como ya lo había hecho. Extendió los brazos y, raspando el estómago contra la pared, se deslizó hacia la izquierda con pasos cuidadosos. Cuando no encontró la puerta, tomó la dirección contraria, contando sus pasos hasta que llegó al lugar del que había salido, y de ahí se fue en la misma dirección con el mismo número de pasos hasta que encontró una nueva pared y retrocedió. Al final logró regresar a la cama una vez más, sintiendo que no podía aguantarse por más tiempo.
Tal vez lo que necesitaba era transformarse en Iron Man y volar de la cama al baño con la antena de murciélago que instalaría en una pantalla de cristal frente a su cara. Su cerebro se convirtió en una bola de fuego que iluminó todo el interior de su cuerpo, pero que no se reflejaba afuera para alumbrar su camino. Se culpó a sí mismo y gritó: «¿Cómo?». Éste era el cuarto donde había vivido toda su vida. Le era familiar y lo conocía hasta el mínimo detalle. ¿Cómo podía perderse en su cuarto cuando había memorizado el mapa del barrio donde vivía, con cada una de sus calles? Desde que había entrado a la escuela, hacía dos años, era capaz de saberse el camino de ida y vuelta sin ningún problema. Era el único de su salón del jardín de niños que podía regresar solo a su casa, a pesar de que su escuela estaba a quince minutos a pie desde el edificio donde vivía.
Bajó los pantalones de su piyama para que no le presionaran el estómago cuando sintió que eso podía tener graves consecuencias. Se enfocó en su habilidad para controlarse y apretar la boca de la manguera. Decidió ir hacia la izquierda.
Exhaló fuertemente y se palmeó la frente. ¿Cómo pudo irse hacia la izquierda? No tenía ningún sentido, por supuesto, que fuera hacia la ventana. Pero tenía que intentarlo todo. A partir de ahora se movería como si estuviera dentro de un juego de Play Station. Caminó con pasos lentos, estirando las manos hacia el vacío. Sintió que había tocado una hoja de vidrio con sus dedos… la ventana. Se acercó y comenzó a buscar a tientas en la ventana para abrirla y abrir los postigos para tener algo de luz que definitivamente terminara con la catástrofe de estar perdido en su propio cuarto.
No se lo contaría a nadie. Pero descubrió que lo que sus dedos sentían era un cuadro colgado en la pared. Regresó al «refugio» casi volviéndose loco. Comenzó a recordar lo que había pasado para comprender lo que estaba pasando. Su mamá le decía que tenía que regresar paso por paso para sacar a luz lo que estaba escondido. ¿Qué había sucedido el día anterior? No lo recordaba. Pensó que su madre había estado ocupada con su hermanita mientras él lloraba fuerte y fingía estar enfermo para llamar la atención. Quería golpearla con un martillo, pero le preocupaba que todos se enojaran con él. Intentó que su madre y su padre le hicieran caso, pero estaban ocupados con su maldita hermana.
Pero eso no había sucedido el día anterior. ¿Qué había sucedidó?
Su deseo de orinar se había hecho mucho más fuerte que su habilidad para resistir. Se odiaba a sí mismo cada que su resistencia se colapsaba. Nunca olvidaría la vez que corrió como loco hasta que llegó al departamento, el momento en que su madre le abrió la puerta y un cálido desastre bajó por sus pantalones y lo hizo sentir desprecio de sí mismo. No se rendiría. Tenía que encontrar la puerta inmediatamente para llegar al baño.
Intentó ir a la derecha, después a la izquierda, y ahora lo único que le quedaba era ir de frente. Dio unos pasos y sus rodillas golpearon una mesa de madera. La rodeó y descubrió que era rectangular. No había mesas de madera en su cuarto. Le asustó pensar en eso y rápido volvió a su cama. ¿Quién puso una mesa de ese tamaño en su cuarto? Se sentó con los pies en la orilla de la cama y comenzó a temblar de miedo y por la presión de la vejiga. Extendió una mano para buscar su almohada hasta que la encontró. La levantó y enterró su nariz en ella. Sí, ésta era su almohada. La abrazó y no pudo controlar las gotas que comenzaron a correr por sus mejillas. Todo lo traicionaba: sus sentidos y sus recuerdos y su mente y su confianza en sí mismo y su intuición sin límites. Todo mundo lo alababa. La señora Mahasen, la directora del jardín de niños, hablaba muy bien de él. Nunca olvidaría cuando dijo que él era el niño más inteligente que había visto en su vida.
¿Qué estaba ocurriendo? De repente tuvo una idea. Una idea brillante, pensó. Lo hizo limpiarse las lágrimas y sonreír hasta que su cara se encendió de felicidad.
Estaba despierto y lo que le estaba pasando era una pesadilla. Debería serlo. ¿Pero cómo sabría si lo que sucedía era realidad o pesadilla? Su nariz no se rompió cuando chocó contra la pared de manera tan violenta, y no sintió dolor cuando sus rodillas movieron la mesa. Entonces estaba en una pesadilla y tenía que despertar. Pero para despertar tenía que dormir primero. Se recostó en la cama y cerró los ojos y trató de dormir para despertar y salir de la pesadilla. Lo intentó con todas sus fuerzas hasta que le dolió la nariz, que se movió hacia la frente por el esfuerzo. Respiró profundamente y trató por última vez de dormirse hasta que sus párpados cubrieron sus ojos, pero la presión de los momentos previos a la explosión de la vejiga lo distraía.
¿Cómo podía uno pasar del estado de vigilia al estado de sueño? ¿Quién abría la puerta del esplendoroso palacio del sueño? Muchas veces había imaginado que él era un hombre enorme vestido con antiguos ropajes árabes y con un turbante espléndidamente bello en la cabeza. Él era el guardián del palacio y su función consistía en cantar a quien entrara al palacio la canción del sueño con su mágica voz para que la magia derritiera las espadas de la vigilia blandidas dentro del ojo humano. Cuando vio con su madre la vieja película El corazón me guía, mientras su padre tomaba la siesta con su hermana de pocos días de nacida, reconoció inmediatamente al guardián del palacio del sueño que se había metido dentro de la película para revelársele a él. Cantaba junto con Leila Mourad en la gran fiesta una canción que su madre le cantaba a él antes de dormir: «Oh, tus ojos… oh, tus labios… qué mimado estás». Después de escuchar la voz de su madre cantándole, tranquilamente entraba al palacio del sueño.
Muchas veces intentó recordar el momento en que la puerta se abría, el momento en que estaba rodeado por la superficie suave de la puerta, para así poder mirar ambos mundos al mismo tiempo. Pero nunca había podido recordar el momento en que atravesaba la puerta, como si alguien que lo odiara lo golpeara antes de que pusiera un pie en el palacio del sueño.
¿Por qué ahora le preocupaban tanto todos esos pensamientos sobre el palacio del sueño y sobre cómo entrar en él? Esos pensamientos y la vejiga llena eran sus enemigos, que se las arreglaron para someterlo. No pudo entrar al palacio del sueño, pero podría desaparecer todos los pensamientos que lo atacaron con sólo cantar la canción del sueño: «Oh, mis ojos… oh, mis labios».
No había esperanza. No había señales del palacio ni de su jardín, ni del guardián y sus canciones, y la magia contra la deprimente oscuridad no alumbraba su cerebro con mil chispas de luz. Por eso se encontraba en un estado de completa vigilia, y a pesar de que sus espadas eran blandidas, no podía ver nada.
Como el flujo de la arena en un reloj, una multitud de detalles comenzaron a llenar lentamente los serpenteantes caminos de su cerebro con un montón de recuerdos. El primer punto de luz iluminó la esquina de dos pasajes interiores escondidos astutamente dentro de su cráneo.
Le daba la mano izquierda a su madre y a su derecha su padre le ponía la grande y tosca palma de su mano en la cabeza, como si estuviera sujetando una pelota de basquetbol. Estaban en la remota ciudad donde vivían sus abuelos maternos. Era día de fiesta y se había puesto la ropa nueva que su madre le había comprado en una tienda que quedaba muy lejos de su casa, una tienda enorme, interminable y de intrincados pasillos. Pero recordaba la cara de la bonita dependienta que los ayudó a escoger el color de la corbata. Su madre le escogió pantalones grises y una camisa blanca y él escogió un saco azul y una corbata roja. «Te tienes que poner el mejor traje en día de fiesta», le dijo su madre.
Temía viajar porque no quería estar lejos de Dios. Fue con él después de comprar la ropa de día de fiesta y le pidió que viajara con ellos. Pero Dios le respondió que su lugar estaba ahí, en la pared, y que no se podía mover. Tristemente se sentó en el sofá frente a Dios, quien orgullosamente permanecía en el cuarto de huéspedes de su casa dentro de un marco dorado colgado de la pared. Deseó poder saltar dentro del cuadro y esconderse dentro de la barba de Dios para que nadie lo viera y salir después de que se hubieran ido. Cuando luego de muchas vacilaciones se decidió a hablar con su madre sobre Dios, que estaba enmarcado, resolvió no hacerlo por temor a que ella no le creyera. Pero preguntó dónde vivía Jesús y ella le respondió que él estaba con nosotros y dentro de nosotros y alrededor de nosotros y en todos lados. Se dio cuenta de que su madre no sabía nada de Dios, quien realmente vivía con ellos en la misma casa.
Se estaban alistando para ir a la Iglesia de la Virgen María. Recuerda muy bien lo fascinado que estaba con la iglesia, que se localizaba en el fin del mundo. Ahí encontró cuadros de Dios en todas partes. No recordaba qué había sucedido exactamente en el momento en que salieron por la puerta de la iglesia, que parecía una réplica de la puerta del palacio del sueño. Sólo recordaba el sonido de un disparo que no era como los de la Casa de los Muertos, un juego que jugaba con su primo. El sonido de este disparo lo ensordeció. El silencio prevaleció por unos segundos y luego fue interrumpido por gritos que gradualmente comenzaron a hacerse cada vez más y más intensos.
Ahora recordaba muy bien cómo su madre cayó sobre él y tomó su cara con ambas manos. Todo se oscureció entonces. La calidez de su cuerpo opacó todos los sonidos. El guardián del palacio lo arrastró hacia su jardín mientras cantaba, esta vez copiando la voz de su madre: «Oh, tus ojos… oh, tus labios… qué mimado eres». No sabía adónde se habían ido las manos de su madre que sostenían su cabeza. Escuchó su propia voz mientras gritaba a todo pulmón, luego nada.
Se levantó de la cama y de pronto se halló a sí mismo gritando y llamando a su madre: «Mamá, mamá», y se encontró con sus ojos desbordados de lágrimas.
Se sintió avergonzado. ¿Cómo un niño grande como él, que ya casi tenía seis años y estaba a punto de ir a la primaria, lloraba así? Escuchó una voz, luego vio una luz deslizarse repentinamente por debajo de la puerta y oyó a su abuela materna también gritando.
«¿Qué te pasa, querido?, ¿qué te pasa?».
¿Qué había hecho venir a su abuela de noche a su casa?
Su abuela abrió la puerta del cuarto. La oscuridad se escabulló como plumas de un pájaro enfermo, y una flecha de luz lo golpeó en los ojos, tanto que los cerró hasta que las cejas tocaron sus pestañas.
Cuando abrió los ojos y miró alrededor suyo, descubrió que no estaba en su cuarto. No estaba en su cuarto. Una sensación de alejamiento golpeó con fuerza su alma.
—¿A dónde fueron los dos?
—Fueron a visitar la casa de Dios en día de fiesta.
—La casa de Dios está en el cuarto de invitados de nuestra casa.
—No, no está en el cuarto de invitados. Está en un lugar remoto.
Su abuela lo abrazó.
En ese momento, sintió un chorrito cálido deslizándose lentamente por debajo de sus pantalones, mojando todo el mundo.
Traducción del inglés de Víctor Ortiz Partida