El oro del impuro / Luis Fernando Ortega

a P. A.
    
Está la muchacha que recién he conocido, dice ser capaz de materizar su cuerpo en oro. Se trata, desde luego, de un sueño gozoso, y para demostrarlo ella se desnuda, se recuesta sobre la mesa y zas: queda encallada en una escultura de oro puro. Por la posición que adopta, me recuerda aquéllas de la Alameda que miré con los ojos de niño. Así, desde el deseo carnal hasta el súbito asombro, paso de lleno a la fascinación. De pronto, el sonido del celular irrumpe en la quietud del aire. Poco a poco, ella se despabila. ¿Decir algo que esté a la altura de su revelación? ¿Citar algún verso? Le ofrezco una taza de café. Qué inocente y anodina debe parecerle la vigilia. Segura en su desnudez, camina frente a los libros, toma uno y lo acomoda. Son vecinos. Esta niña que deambula por el departamento es alta y en sus largos muslos la luz me enceguece. Sé que voy a amarla en su notable sencillez. ¿Te habrán tomado fotografías? Ella mordisquea la uña de su dedo meñique. No. No pertenezco a la cirquería. En la comisura del labio se le forma un leve pliegue. Gira mostrando su espalda. Ahora me sueñas. Estoy en otro sitio tomando un té de cardamomo o tal vez me alejo caminando de tu casa. He vulgarizado una virtud. Necesito fumar un cigarro pero no soy capaz de abrir la cajetilla. Me he comportado como si fuera un mercader, un inexperto joyero. La luz del amanecer delata la transparencia de su cuerpo. Es más difícil convertir el oro en carne, para eso he tenido que dominar el flujo de la sangre, las asimétricas neuronas y la dureza precisa en los pezones.

 

 

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