El Olimpo / José Miguel Tomasena

Cuando vivía en Madrid me gustaba ir a una librería de viejo en el barrio de Malasaña, probablemente la mejor librería de viejo que haya conocido. Se llamaba El Olimpo y su dueño se llamaba Rafa Pox, un poeta empeñado en negar el principio de no contradicción de la lógica griega. Pienso que aquél era el mejor nombre para una librería, porque en sus estanterías sólo cabían los dioses (Faulkner, Hammett, Dostoievski) y los mortales eran rematados en la banqueta por un euro.
    Yo entonces empezaba a escribir y no tenía dinero para comprar libros, pero me gustaba entrar en El Olimpo. Pox tenía libros preciosos, ediciones de principios del siglo XX firmadas por Gómez de la Serna o Cernuda, y muchos otros autores enormes que yo no había leído. Me gustaba verlos a todos juntos, en un solo rincón, las más altas cumbres de la literatura universal; alimentaba mi ilusión de conseguir a codazos un lugar en la estantería de la inmortalidad.
    La otra cosa fantástica de la librería, cuyo secreto Rafa nunca ha querido revelarme, era que no olía a viejo. Sé que a algunas personas les parece místico ese olor a polvo y a humedad y a papel amarillento. No sé, les sugiere la profundidad del pasado. A mí me huele a muerto. El olor de El Olimpo, en cambio, daba la sensación de que uno aún podía mancharse los dedos al tocar una pared pintada hace quinientos años.
    Rafa Pox estaba siempre en un rincón de la librería, clasificando libros detrás de un escritorio y rascándose la barba rubia y larga. Calculo que tenía mi misma edad, o sea que rondaba los treinta años, y la pierna le temblaba con impaciencia cuando rastreaba en la computadora algún libro. Podía decirte qué edición tenía, en qué estantería estaba, cuándo y a quién se lo había comprado, y por supuesto, cuánto costaba.
    Al propio Rafa le extrañaba su adicción bibliófila, porque en su casa nadie leía. Su papá era ingeniero forestal y su mamá sólo era su mamá. En una realidad paralela, decía, mi padre es editor y mi madre agente literaria. Y es que, como ya he dicho, Rafa Pox sostenía que se puede ser una cosa y no serla al mismo tiempo.
    Una tarde cayó una gran tormenta sobre Malasaña y me refugié en El Olimpo. No recuerdo bien cómo comenzó la conversación. Supongo que, como la lluvia ahuyentaba a los clientes, Rafa se aburrió y decidió contarme una historia, una historia que me provocó un pesar terrible. Como si viera mi futuro reflejado en un huevo negro. Me contó que había ido a México con su mujer embarazada a comprar libros usados.
    Yo le pregunté si no me estaba contando otra historia de alguna de sus vidas paralelas, y él se rió y me dijo que no. Estábamos tan acojonados que nos escondíamos la pasta en los zapatos y los calzoncillos, dijo. Fueron a las librerías en la calle Donceles, en el centro del DF, con siete maletas vacías. Durante las mañanas hurgaban en una librería y luego en otra, hasta que llenaban las maletas y tomaban un taxi a la colonia Condesa, donde se hospedaban con un amigo. Todas las tardes, después de la comida y la siesta, volvían a Donceles.
    Había cosas muy buenas, me dijo Rafa. Era complicado que no se te fueran los ojos, pensar en el negocio. Me explicó que durante muchos años México fue un puente entre las islas editoriales de Iberoamérica y que por eso Donceles era tan especial. Podías encontrar obras de los exiliados españoles editadas en Cuba, Colombia, Venezuela, aunque la mayoría eran ediciones mexicanas de León Felipe, Pedro Garfias o José Gaos. También abundaban los libros de la editorial Losada de Buenos Aires, que publicó las primeras traducciones al castellano de Faulkner, Hemingway, Joyce y Proust, libros preciosos que viajaron por toda América, y por supuesto, muchas cosas del boom y de la segunda oleada de exiliados sudamericanos de los años setenta que, según Rafa, se siguen vendiendo mucho.
    En una de esas librerías de Donceles, Pox encontró una rara antología de poesía beat. El libro incluía nombres que él jamás había escuchado, con los poemas en inglés y una traducción al español bastante buena, según me dijo. Rafa le preguntó al librero si tenía más ejemplares y él le dijo que no, pero que conocía al editor. Se llama Gregorio Vallejo, le dijo, es un viejo raro que anduvo con los beatniks. Él mismo traduce e imprime en un tallercito que tiene en la colonia Álamos.
    Un día antes de volver a España, Rafa fue a buscar al editor con las indicaciones que le había dado el librero. Fue solo, porque a esas alturas su mujer ya padecía la paranoia crónica que el DF suele provocar a los intrusos. El librero no recordaba la dirección exacta, pero le había indicado que buscara una antigua panadería que se llamaba Los Naranjos.
    El local estaba en una esquina, en la parte baja de un edificio de los años cincuenta. Aún quedaban en pie algunas letras de la fachada. Los ventanales, a través de los cuales se había podido ver las charolas con bizcochos y pasteles, estaban ahora cubiertos con tablones de madera. En la cornisa, cercados por una cortina metálica, había polvo, bolsas y botellas de plástico. Rafa encontró una puerta pequeña en la parte trasera del negocio, una puerta de metal grafiteada en rojo y negro.
    Le abrió un viejo con el pelo muy negro y un poco largo, lo que despistaba bastante porque a primera vista parecía mucho más joven de lo que era en realidad. ¿Qué está buscando?, dijo. Rafa le explicó que venía de parte de Antonio, así era como se llamaba el librero de Donceles, y que quería comprarle libros de los beatniks. El viejo tenía muchas arrugas en la cara. Encendió un cigarrillo, un cigarrillo sin filtro, y no dijo nada. He venido desde Madrid, dijo Rafa. Ya veo, dijo el viejo. Y sin decirle nada, se dio media vuelta.
    Rafa dudó, hasta que el viejo giró al darse cuenta de que no lo seguía y le hizo un movimiento con la cabeza. Pasaron por una sala que tenía las paredes humedecidas y un agujero de chimenea en el techo. En una de las paredes había un contorno de tizne negro que enmarcaba el lugar en el que había estado el horno. Atravesaron la sala de amasado. Sobre una mesa larga de concreto se amontonaban, en perfecto orden, cientos de páginas impresas, listas para encuadernarse. Los montones estaban cubiertos por un plástico transparente y coronados con engranes, tornillos y pedazos de tubo que impedían que el aire se llevara las hojas. Rafa siguió al viejo por otros cuartos desvencijados, hasta que llegaron a una covacha oscura habilitada como despacho, en la que había una mesa con papeles manuscritos, una máquina de escribir y una bombilla desnuda. En los anaqueles estaban los libros terminados.
    Eran ediciones pirata, me dijo Rafa, traducciones que él mismo hacía y que luego imprimía en ese tallercito sin pagar derechos a nadie. ¿Eran buenos?, pregunté. Maravillosos, me dijo, mirando a través de la ventana la lluvia que caía sobre Malasaña. El viejo hacía lo que ya no hace ninguna editorial.
   

    Gregorio Vallejo le preguntó por qué le interesaban los beatniks, y Rafa, acariciando uno de esos libros, le respondió que ellos habían buscado una salida a la lógica tradicional destruyendo los límites del yo. Ellos buceaban en las zonas oscuras en las que el yo es simultáneamente lo que se niega y lo que es, dijo. El viejo exhaló el humo por la nariz, lentamente. Puras mentiras, murmuró. Rafa le dijo que lo importante era su esfuerzo por desdoblar la unidad del sujeto, y le habló de la metáfora y de los límites entre lo verdadero y lo falso, y se cagó en Parménides y exaltó la multiplicidad, pero el viejo sólo negaba con la cabeza. ¿Tú crees que Neal Cassady era como dicen esos libros?, lo interrumpió Vallejo aplastando una colilla en un cenicero sucio. Yo no conocí a Neal Cassady, dijo Rafa, pero no creo que exista sólo un Neal Cassady, como tampoco existe un solo Gregorio Vallejo. Somos todas las posibilidades desplazables.     Ésas son pendejadas, muchacho, dijo el viejo. Rafa se encabronó; antes de que pudiera defenderse, el viejo le preguntó si quería un café. Dijo que sí con la cabeza y el viejo prendió una pequeña cafetera italiana para hacer expreso. Ahora pienso que, aunque cada uno defendía una posición contraria, me dijo Rafa viendo cómo el agua escurría por los vidrios de El Olimpo, en el fondo estábamos de acuerdo, porque ambos podíamos pensar lo opuesto.
    Gregorio acercó dos sillas para que pudieran sentarse. Después le extendió una taza de cristal tres o cuatro veces más grande que el líquido que contenía. ¿Crees que este café sería mejor si se escribiera sobre él?, dijo el viejo sonriendo y Rafa también le sonrió, a pesar de que no quería: No, está de puta madre, dijo. ¿A qué viniste a México?, le preguntó el viejo, y Rafa respondió que buscaba libros. ¿Libros?, se rió Vallejo. Mi amigo se avergonzó un poco, y el viejo le dijo: No te pongas colorado, güero, cada quien busca lo suyo.
    Entonces se puso a hablar de sus viajes y de sus estancias en Cuernavaca, en donde había vivido Malcolm Lowry y había muerto Charles Mingus, y contó anécdotas de Kerouac y Burroughs y Corso como si estuviera hablando de su madre o de su vecina. Ese tono familiar hizo que Pox entendiera. Hombre, me dijo Rafa, en mi vida de editor beat yo tampoco acepto que mis colegas sean más reales en los libros que en la vida.
    Gregorio Vallejo le contó que en Cuernavaca había visitado varias veces a Ernesto Cardenal, que entonces vivía en el monasterio de Santa María de la Resurrección. Cardenal aún no era revolucionario, dijo el viejo, pero sí era un monje progresista. En ese monasterio, siguiendo la tradición de San Benito, había un área para dar hospedaje a los peregrinos. Mucha gente iba ahí a visitar a Cardenal, entre ellos muchos beatniks, porque Cardenal era traductor de Allen Ginsberg. Una vez acompañó a Howard Frankl, un tipo que había tenido una experiencia mística en un cuartucho de Nueva York mientras fumaba mariguana. Frankl era ateo ciego, pero esa noche estaba en su cuartucho, fumando y leyendo un artículo sobre la expansión del universo en la revista Time, y tuvo la sensación de que él era parte de esa nebulosa expandiéndose en el tiempo y de que había algo más detrás de todo el vacío. Cardenal decía que había sentido a Dios, o más bien el absurdo del universo sin Dios. Howard iba a visitarlo con frecuencia y pasaba algunos días en el monasterio. Durante el día, compartían el silencio de la trapa: trabajaban en el huerto, meditaban, asistían a los rezos del oficio como todos los monjes, aunque sin cantar, porque Cardenal no sabía cantar. Por las noches, Cardenal iba a la hospedería a hablar con él. ¡Cómo le gustaba conversar!, dijo Vallejo. Esa noche hablamos de poesía, fumando cigarrillo tras cigarrillo, especialmente de Walt Whitman y del Cantar de los Cantares, que era el libro de la Biblia que más fascinaba a Cardenal, y por supuesto hablamos de la experiencia de Dios de Howard y de la meditación zen, en la que estaban metidos muchos otros poetas, y de los puntos de encuentro entre la mística de Oriente y Occidente.

    Vallejo le preguntó entonces si conocía a Cardenal, y Rafa respondió que había leído alguno de sus poemas. Para ser sincero, no me gustan demasiado, dijo, y el viejo se burló de él: ¿Haces otra cosa además de rumiar libros? Rafa volvió a ruborizarse. Cardenal ha escrito cosas buenas, dijo Vallejo, pero eso no es lo importante.
    Esa noche Cardenal les habló de la fundación de un monasterio en el tercer mundo, un sueño que compartía con su maestro Thomas Merton. Vivirían de la tierra y de la pesca, entre los campesinos, y conjugarían la oración y la contemplación de la naturaleza con la poesía y la pintura y la música y cualquier forma de arte. Frankl dijo que él iría con gusto a ese lugar, pero que no sabía si su experiencia religiosa tenía algo que ver con el dios de los cristianos. Cardenal le dijo que eso no importaba, y que también cabrían mujeres y parejas. Embriagado por esa visión, Gregorio dijo que él también quería ir, y se sintió feliz, muy feliz. Y aunque después se le complicaron las cosas, le confesó a Pox que el recuerdo de esa noche aún le provocaba gran alegría.
Rafa miró la taza de cristal que tenía en sus manos. Las últimas gotas de café reposaban en el fondo. ¿Quieres más?, le preguntó Vallejo y él dijo que no, que estaba bien. Entonces el viejo le preguntó qué libros quería comprar. Todos, dijo Rafa. Gregorio le sonrió: Si todavía no te digo cuánto cuestan, muchacho. Me gustaría ayudarle, dijo Pox. No se preocupe por la pasta.
    Rafa metió en una de sus maletas los libros que Gregorio Vallejo quiso venderle. Cinco copias de cada uno, solamente. Unos cuarenta libros en total. Los arrastró por las banquetas irregulares de la colonia Álamos, temiendo que alguien lo asaltara, hasta que encontró un taxi que le cobró extra por la maleta, como si se tratara de un hijo, y lo llevó a la Condesa, donde lo esperaba su mujer.
    Los libros se vendieron a la semana de haber llegado a Madrid, una cosa increíble, me dijo Rafa, y yo le pregunté si no lamentaba no haber podido convencer a Vallejo de que le vendiera más libros. Ya no importa, dijo. No teniendo esos libros es como mejor los tengo.
Había dejado de llover en Malasaña. Rafa Pox me preguntó qué opinaba de su aventura y yo le contesté que me parecía una historia triste. Se lo dije así, sin pensarlo mucho. ¿Triste?, me dijo extrañado. Y esa extrañeza se quedó conmigo mientras caminaba a casa. Los restos de la lluvia se escurrían entre los adoquines y se perdían en las alcantarillas. Sentía un sabor extraño debajo de la lengua y pensaba en la pared tiznada de la vieja panadería. Pensaba en el café negro que nunca llena la taza, en los fierros que impiden que el viento se lleve las páginas de los libros.

 

 

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