El miedo de no ser sino un cuerpo vacío

Antonio Deltoro

Los poemas de Octavio Paz «La calle» y «Aquí», de los libros Calamidades y milagros (1937-1947) y Días hábiles (1958-1961), los relaciono con la poesía de Xavier Villaurrutia. Tienen la misma inasibilidad, el mismo suspense y terror no físico. Aunque el tema del doble es universal y Paz lo toca múltiples veces, en estos poemas el doble y el supuesto original se confunden y se afantasman tanto como en los poemas de Villaurrutia.

La calle

Es una calle larga y silenciosa. 
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo 
y me levanto y piso con pies ciegos 
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también las pisa: 
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie. 
Todo está obscuro y sin salida,
y doy vueltas y vueltas en esquinas 
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue, 
donde yo sigo a un hombre que tropieza 
y se levanta y dice al verme: nadie.
 

Aquí

mis pasos en esta calle 
resuenan
           en otra calle
donde
            oigo mis pasos 
pasar en esta calle 
donde

sólo es real la niebla.

La poesía de Xavier Villaurrutia está dominada por el miedo y la fascinación de no ser más que un fantasma, un sueño, una forma, el doble de alguien impreciso y vago que apenas es, o que, incluso, no existe ya salvo por el sueño de un tercero o en la muerte. Poesía fantasmal, como pocas, y del género de horror afiladamente metafísico, como ninguna:

¿Y quién entre las sombras de una calle desierta, 
en el muro, lívido espejo de soledad,
no se ha visto pasar o venir a su encuentro
y no ha sentido miedo, angustia, duda mortal?

El miedo de no ser sino un cuerpo vacío
que alguien, yo mismo o cualquier otro, puede ocupar, 
y la angustia de verse fuera de sí, viviendo,
y la duda de ser o no ser realidad.

Estas dos estrofas de «Nocturno miedo» responden al espíritu y a la psicología de los dos poemas de Paz; también muchas otras, pero agregaré sólo una de «Estancias nocturnas»:

En la noche resuena, como en un mundo hueco, 
el ruido de mis pasos prolongados, distantes. 
Siento miedo de que no sea sino el eco
de otros pasos ajenos, que pasaron mucho antes.

Octavio Paz tiene un ensayo sobre Xavier Villaurrutia que he leído tantas veces como los ensayos de Paz y Villaurrutia sobre López Velarde. Esta sucesión de ensayos y de poetas es para mí la más frecuentada dentro de la poesía mexicana, es decir, junto a tres o cuatro sucesiones o correspondencias de la poesía de nuestra lengua, un itinerario de lectura que seguiré recorriendo toda la vida. Ahora establezco esta correspondencia entre dos poemas de Paz y otros de Villaurrutia; pienso que podría alargarla hasta algunos de López Velarde, pero mi torpeza la volvería un laberinto de versos, poemas y tecniquerías (el vocablo es de Unamuno, pero lo leí citado por Borges: vaya uno, pues, a saber a quién pertenece, dada la tendencia del último a inventar citas creíbles y falsas).

Me llamó la atención primero «La calle», que no conocía o no recordaba. Lo leí recientemente, en una colección de tarjetas de la Universidad de Tlaxcala dedicada a la poesía mexicana. Llevado por mi pasión por la monotonía no pude leer otra cosa, hasta que al cabo de unos días acabé aprendiéndomelo; después recordé «Aquí», sin su título e incompleto, y ya presentes estos dos poemas, escritos por Paz con muchos años de diferencia (antes y después de la muerte de Villaurrutia, antes y después de «Piedra de sol», antes y después de «Arenas movedizas», donde toca, dicho sea de paso, como en estos poemas, el tema del doble ligado al tema fronterizo de la inexistencia última del ser), recordé a Villaurrutia y muy vagamente «Nocturno miedo», y volví a caer en un gozoso torbellino de versos y obsesivo de preguntas, entre otras éstas: ¿qué es lo que distingue a estos dos poemas de Paz de los de Villaurrutia? Si no supiera nada de los dos poetas, ¿pensaría que son de un mismo autor? No lo sé. «La calle» podría llegar, quizás, a confundirse con los poemas de «Nostalgia de la muerte»; «Aquí», no lo creo. Si Villaurrutia hubiera vivido hasta finales de los cincuenta, ¿podría haber escrito un poema así? No lo sé, de nuevo, pero creo que no. Sin ir más lejos: la distribución de los versos, esa extraña mayúscula comenzando el último verso —en un poema sin puntuación, gramaticalmente arbitraria—, y el título, imposible en Villaurrutia, que juega con el resto del poema un juego serio y ambiguo, de realidades e irrealidades, desde aquí y no desde la nostalgia del más allá, lo hacen de Paz y no de otro, hasta tal punto que es uno de sus poemas más conocidos. Otra cosa pasa con «La calle», menos conocido. Antes que a mi mente vinieran la poesía de Villaurrutia, algunos textos de «Arenas movedizas» y «Aquí», «La calle» por sí solo me fascinó como un cuadro de Escher (y no como uno de De Chirico, con el cual se vincula la poesía de Villaurrutia), como un problema laberíntico, de esos que ponen a prueba la lógica y la razón. En «La calle» se adivina la existencia de dimensiones paralelas a las nuestras, intuidas desde la soledad nocturna, desde el miedo, desde el desdoblamiento que impulsan los ecos y las sombras, más que la presencia de la muerte, como pasa en Villaurrutia. La palabra «nadie», tan fecunda desde Ulises, encarnación humana e individualización de la nada, sir ve, una vez más, para introducir la duda sobre la consistencia de nuestra realidad y de nuestra identidad. Lo más cercano se torna lo más lejano y vago; el yo se disuelve en la calle y en la tiniebla hasta volverse: alguien, nadie, otro, nada… Incluso la solidez del suelo citadino y frecuentado, del asfalto, se afantasma: es el terreno de los ecos, de las sombras, donde nadie pisa, donde nadie tropieza y se levanta. De la misma manera que en «Aquí», el título muy concreto y aprensible de «La calle» sir ve para subrayar que el otro mundo no está más allá, sino aquí, en una calle.

«Es una calle larga y silenciosa». El primer verso, que establece el escenario del poema, comienza con el verbo «ser» conjugado en su forma más sólida, rotunda y evidente, pero después el artículo indefinido nos empieza a dar el terreno movedizo del poema. El primer verso podría ser éste: «La calle es larga y silenciosa» (hay eneasílabos en el poema), que es gramaticalmente más natural, pero que justamente por serlo responde de modo menos eficaz al tono fronterizo entre la dureza y normalidad del asfalto y la atmósfera metafísica que domina. Además de que un verso más largo conviene a la larga calle del poema. Señalo lo anterior porque he llegado a alterar este primer verso e incluso a pensar que es prescindible. Pero si el poema comenzara con el segundo verso, creo que se perdería la reiteración, entre el título y el primer verso, que da suelo a los dos fantasmas que recorren para siempre esa «calle larga y silenciosa». Este primer verso equivale al primero de «Aquí»: «Mis pasos en esta calle». Subrayo el adjetivo demostrativo: «esta». Creo, dicho sea de paso, que esta solidez del punto de partida diferencia estos poemas de Paz de los nocturnos de Nostalgia de la muerte, que están escritos, como lo dice este título y sus títulos respectivos —y como ponen de manifiesto sus primeros versos—, desde la noche, desde el sueño, desde la muerte, tal como los escribiría un nativo, exiliado aquí y añorante del más allá.

La palabra «nadie», tan fecunda desde Ulises, encarnación humana e individualización de la nada, sirve, una vez más, para introducir la duda sobre la consistencia de nuestra realidad y de nuestra identidad. Lo más cercano se torna lo más lejano y vago; el yo se disuelve en la calle y en la tiniebla hasta volverse: alguien, nadie, otro, nada…

En los trece versos de «La calle» abundan las íes griegas, que evitan y llenan las pausas que de otra manera formarían las comas (el polisíndeton), en la primera parte más que en las otras; también en esta parte los verbos están extraordinariamente presentes y próximos, todo lo cual contribuye a darle una rapidez casi afiebrada a la acción del poema (rapidez parecida a la del «Nocturno de la estatua», también abundante en verbos y en la utilización del polisíndeton, también de trece versos, sólo que alejandrinos, como muchos poemas de Villaurrutia y muy pocos de Paz): en los cuatro versos que siguen al primero —que es, ya lo hemos dicho, un verso aislado: en realidad el único aislado por un punto y aparte del poema— no hay ningún signo de puntuación: «Ando en tinieblas y tropiezo y caigo / y me levanto y piso con pies ciegos / las piedras mudas y las hojas secas / y alguien detrás de mí también las pisa:». De estos cuatro versos, considero que el hallazgo poético más notable se encuentra en estos dos: «y me levanto y piso con pies ciegos / las piedras mudas y las hojas secas». Los pies del que se tropieza caminando en la tiniebla, en el largo laberinto obscuro y sin salida, en efecto, son ciegos, pero Paz liga a este descubrimiento poético el de las piedras mudas, otra limitación de los sentidos comunicada, esta vez, a una materia inanimada, y aun va más allá: si las piedras son mudas, en cambio las hojas suenan porque están secas (¿es otoño y la calle está arbolada?). Los pasos no resuenan en el pavimento (como en «Aquí»), pero lo que hacen nos lo dan el recuerdo de nuestros propios pasos en las hojas secas y el sonido que provoca la acumulación de eses (sobre el fondo de la pe repetida), que es un sonido más fantasmal y silbante que el de los pasos que golpean el suelo; es algo así como el arrastrarse de las escobillas en los platillos de la batería y no el percutir de los palillos en los tambores. A continuación estos dos versos se refuerzan por el polisíndeton y por la sensación escalofriante de alguien detrás repitiendo ese sonido que, más que caminar, se arrastra como una serpiente («y alguien detrás de mí también las pisa:»). Después de dos puntos (signo que, por cierto, distingue tanto a la poesía de Paz como a su pensamiento): «si me detengo, se detiene; / si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie»: la primera aparición de esta palabra, justo a mitad del poema, en el verso séptimo. Esta palabra, «nadie», es tan significativa que le podría servir de título a este poema. Pero Paz optó por el título más terreno y más vulgar: «La calle». ¿Toda una poética del título? Pruébese leerlo bajo el título de «Nadie» y se verá cómo se modifica este poema. Como todo título, éste está en el poema: no es una mera fachada. Los títulos «La calle» y «Aquí» son una pista de la «terredad» (título de un libro de Eugenio Montejo), característica de Paz incluso en estos poemas tan cercanos a Villaurrutia. Paz, en última instancia, es un poeta de la presencia, así como Villaurrutia lo es de la ausencia; Paz es predominantemente solar: Villaurrutia, nocturno. En Calamidades y milagros, libro que incluye «La calle», junto a éste y demás poemas con ecos de Villurrutia, hay otros como «La vida sencilla», que están en las antípodas del autor de Nostalgia de la muerte.

La siguiente aparición de la palabra «nadie», en «La calle», está en medio de un verso que termina lo que para mí es la segunda parte del poema y que prepara su final. Este verso («donde nadie me espera ni me sigue») antecede a este otro, que convierte al perseguido en perseguidor o que, mejor dicho, lo convierte en un doble tan real o tan fantasmal como el primero: «donde yo sigo a un hombre que tropieza». El verso final («y se levanta y dice al verme: nadie»), enlazado al anterior, otra vez, por el polisíndeton, termina, otra vez, con la palabra «nadie» entre dos puntos y punto y aparte. Pero este punto y aparte podría, en vez de ser un punto final, ser cuento de nunca acabar, un simple punto y aparte o unos puntos suspensivos que nos llevaran otra vez al poema, al sitio donde:

«Todo está obscuro y sin salida, / y doy vueltas y vueltas en esquinas / que dan siempre a la calle / donde nadie me espera ni me sigue, / donde yo sigo a un hombre que tropieza / y se levanta y dice al verme: nadie»…

El otro poema de Paz, «Aquí», aunque continúa la obsesión del poema anterior, lo hace por otros medios, más alejados de Villaurrutia que los empleados en «La calle», más característicos de Paz. Formalmente el poema está emparentado con otros de Los días hábiles, por ejemplo: «Madrugada» y «Reversible»; este último es como un hermano de «Aquí»: los mismos recursos, tema parecido, pero más abstracto, más pensado, menos vivido, no tiene su hondura y su escalofrío. En «Aquí», la disposición de los versos cortísimos, a veces de una sola palabra, que no forman un todo compacto frente al blanco de la página —como en cambio sí lo hacían en «La calle», el cual no estaba dividido en estrofas—, nos da, de acuerdo a su tema, la intemperie y el estremecimiento del peatón nocturno que se oye en otra calle pasar por la calle donde camina. (Pero, ¿en cuál de las dos calles está el peatón? ¿En las dos? ¿En ninguna?) Las mismas pocas palabras dispuestas en otra forma, en prosa o agrupándolas con diferente versificación, nos darían el sentido del poema pero sin su estremecimiento: sin sus huecos, sin las grietas entre una palabra y otra, no se colaría el hálito de mundos paralelos a éste habitados por fantasmas, tan reales o irreales, tan firmes o tan frágiles en su identidad como nosotros mismos; entrevistos dobles que nos llenan de horror frío; un horror que no podemos dejar de calificar de villaurrutiano, aunque el poema sea, al mismo tiempo, muy paciano; como si Paz tradujera el mundo de Villaurrutia a su lenguaje y a su mundo. Ya lo decía Jorge Cuesta, en la nota sobre Raíz del hombre (1935-1936), después de nombrar a López Velarde, Pellicer, Villaurrutia y Neruda como voces reconocibles en los poemas de dicho libro: «Pero debe advertirse que estas voces extrañas ni ahogan ni suplantan a su propia voz».

En este poema de muy pocos versos y de pocas palabras, pero abundante en pausas, tres palabras se repiten, como resuenan los pasos en una calle desierta. Son estas repeticiones en la brevedad del poema, e, insisto, la discontinuidad de las palabras en la página, las que hacen que logre el equivalente de lo que lograban los trece versos, no encabalgados, cosidos entre sí por la i griega, apretados, más abundantes de sílabas y palabras que nos daban «una calle larga y silenciosa», sempiterna y continua en el poema anterior. «La calle» finaliza con «nadie», «Aquí» con «niebla»: ambos recorren un itinerario que va de lo aprensible a lo inaprensible, del título a la palabra final. En «Aquí» sentimos con más fuerza la posible presencia de mundos paralelos a éste que en el otro poema de Paz, quizás por ser las dos calles que aparecen en el poema los dobles que nos afantasman y nos dividen, también por ser un poema fragmentado; en «La calle» nos sentimos alternativamente nuestro perseguido y nuestro perseguidor, y sentimos, digámoslo con Villaurrutia, tan presente en el espíritu de estos dos poemas: «El miedo de no ser sino un cuerpo vacío / que alguien, yo mismo o cualquier otro, puede ocupar, / y la angustia de verse fuera de sí, viviendo, / y la duda de ser o no ser realidad»

…la palabra nadie…

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