El leve aliento de la verdad (fragmento) / Ramón Díaz Eterovic

1

La vida no se cansa de arrebatarnos el entusiasmo, pensé mientras observaba la calle desde uno de los balcones de mi departamento. A veces es de golpe, y otras, la mayoría, lentamente, como en un juego de azar en el que no obstante una ganancia pasajera, tarde o temprano la banca termina con el total de las fichas en su poder, y nos deja con las sobras, los recuerdos, la frágil resta entre lo que pudo ser y no fue. Las casas y edificios morían a mi alrededor, cambiaban sus formas, se convertían en sombras, manchas, evocaciones apenas iluminadas por las luces mortecinas de un bar para borrachos sin huellas. El papel mural del departamento lucía descascarado, las maderas de las ventanas estaban carcomidas y sus bisagras chirriaban de un modo lastimero. De noche el departamento crujía igual que una barca en alta mar y me extrañaba no oír carcajadas demoníacas, como las que se ilustraban en las historietas del Doctor Mortis o El Monje Loco que había leído en el orfanato al amparo de una luz mísera que al extinguirse dejaba en mi mente una serie de pesadillas en las que aparecían las sombras de implacables seres malignos.
     Anselmo, mi amigo quiosquero, desde la muerte de su hijo parecía encogerse cada día más dentro de su puesto de revistas y golosinas. Y en mi rostro surgían arrugas que me recordaban que el tiempo llevaba varias décadas anidado entre mis huesos. Había traspasado la frontera de los cincuenta años y con algo de fortuna esperaba seguir en la huella por otros veinte, aunque fuera para contradecir los diagnósticos médicos o a quienes, casi siempre motivados por el deseo de venganza, esperaban verme a la brevedad posible fuera de circulación. Sólo el aspecto de Simenon seguía inalterable, albo, gordo, reluciente, viviendo al amparo de esa magia que según había leído protegía a los gatos y los hacía eternos en su misión de vigilar la errática conducta de los hombres. Había dejado de llevar la cuenta de sus años y me limitaba a seguir creyendo que escuchaba su voz cuando despertaba por las mañanas o al llegar al departamento por las noches y algo en su mirada me obligaba a sentirme culpable de faltas que no atinaba a comprender.
     También el barrio cambiaba. Dos de mis bares favoritos habían cerrado. Uno por la repentina muerte de su dueña y el otro por un aumento desmedido en el arriendo que aplicó repentinamente el dueño de la propiedad, con la intención de arrendarla a una entidad bancaria. De los dos no quedaban más que fachadas desnudas, que de tanto en tanto servían de tema para los reporteros que pretendían dejar constancia de los cambios experimentados en el viejo corazón de la ciudad. A falta de bares, en el barrio surgían decenas de restaurantes peruanos que daban mayor jerarquía a la gastronomía santiaguina, tiendas donde vendían ropa y peluches usados, locales con juegos electrónicos y unos despachos inclasificables donde los desesperados de siempre vendían sus anillos de boda o cualquiera otra pequeña joya que contuviera al menos un miligramo de oro. Aun así, seguía recorriendo las calles de mi barrio, respirando el aire de boliches viejos y casas de mala muerte que sobrevivían a la modernización y a las picotas que destrozaban los muros de adobe y las rendijas donde prosperaban los nidos de ratas.
     Después de un tiempo de mucha actividad volvía a estar sin trabajo. Estaba de regreso de un viaje a Puerto Natales, donde había investigado el asesinato de la esposa de un comerciante. Un asunto medianamente complicado que resolví escuchando la chismografía de los vecinos hasta descubrir el nombre del amante de la mujer, un funcionario municipal que la había estrangulado, aburrido de esperar que ella decidiera abandonar a su marido para iniciar una nueva vida a su lado.
     Me levantaba minutos antes del mediodía, daba vueltas por el barrio, comía en algún puesto del Portal Fernández Concha o en uno de los restaurantes que poblaban los alrededores de la estación Mapocho y volvía al departamento a leer las novelas que nunca faltaban sobre mi escritorio. Leía y escuchaba música hasta que la noche hacía sentir su fuerza sobre mis ojos. Con eso, y a mi manera, me sentía en paz frente al inevitable paso de los días. Tenía dinero para sobrevivir un par de meses, pagar el arriendo del departamento y alimentar a Simenon. Sin el apremio de tener que llegar a la hora a ningún trabajo, sin deudas pendientes en bancos o cadenas comerciales, podía considerarme un tipo feliz, por lo menos hasta que no recordaba las ineludibles huellas del pasado o que nadie me esperaba al llegar al departamento, desde la noche en que Griseta, mi amiga de tantos años, me llamó por teléfono desde Madrid para decirme que se quedaba de manera definitiva en esa ciudad, ya que después de terminar sus estudios había conseguido un trabajo que le permitiría seguir alejada de Chile, país que ella consideraba chato, gris, lastimosamente aburrido, y donde la alegría de vivir parecía haberse esfumado entre las apariencias, la mediocridad, las extenuantes jornadas laborales y las estupideces que transmitía la televisión para reblandecer el cerebro de la gente. La despedida fue sin drama ni recriminaciones. Simplemente aceptamos que los amores tienen su tiempo y sus luces, y luego, si no hay leña para alimentar el fuego, no queda otra cosa que observar las brasas y sentir un leve escalofrío en la mitad de la noche.
     Borré a Griseta de mis recuerdos, cerré la novela que había estado leyendo y bebí el último sorbo de la copa de vino que acompañaba mi lectura. Luego observé a Simenon que, tendido junto a la ventana, seguía atentamente los movimientos del barrio.
     —¿Qué piensas? —le pregunté para iniciar el juego de nuestras conversaciones.
     —Hay demasiada tranquilidad en este departamento y cada día te conformas con menos. Necesitas ocupar tus energías en actividades más productivas.
     —¿No es suficiente leer, escuchar música y observar la vida que pasa por mi lado?
     —Freír un bife, cortarlo en pequeños trozos y servírmelo en mi plato de loza azul.
     —¿Algo más?
     —Unas caricias en el lomo me sentarían estupendamente, y algo de esa música de Mahler que tanto te agrada y que a mí me hace conciliar el sueño.
     —A esta hora es difícil encontrar una carnicería abierta, pero podría probar suerte en uno de los restaurantes del barrio.
     —Veo que te convencí rápidamente.
     —No saques cuentas alegres —dije mientras pensaba en el esfuerzo que demandaría ponerme la chaqueta y bajar hasta la calle en el ruinoso y lento ascensor del edificio.
     —¿Qué has decidido? —preguntó Simenon, impaciente—. ¿Sales o no?
     —No presiones. La semana pasada leí una novela del autor chino Qiu Xiaolon donde describe los ingredientes de un plato llamado Batalla de tigre y dragón.
     —¿Y eso a mí qué?
     —El plato está compuesto por un surtido de carnes de serpiente y gato. ¿Qué me dices? Un día de éstos me robo una serpiente en el zoológico para que te haga compañía en la cacerola.
     —No me intimidas, Heredia. Tu genio culinario no va más allá de freír cualquier tipo de carne o abrir una lata de jurel o atún. Hasta los tallarines te quedan tan atractivos como los bigotes de una monja.
     Tomé la chaqueta que colgaba del respaldo de una silla y salí del departamento sin responder la última impertinencia del gato. En la calle corría una brisa que agitaba los olores más infames del vecindario. Me detuve junto al quiosco de Anselmo, que a esa hora se encontraba cerrado, y encendí un cigarrillo. Tosí luego de la primera calada y me pregunté si algún día tendría el ánimo suficiente para crear la liga de protección a los fumadores, seres condenados a penar en los balcones o junto a las puertas de los restaurantes, como si el tabaco fuera más tóxico que el colesterol de la mayonesa, las papas fritas o los discursos vacíos y machacones de los políticos. Di un par de piteadas al cigarrillo y enseguida lo apachurré sobre el pavimento, mientras recordaba el extenso título de una novela de Rubem Fonseca: Y de este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mis manos.
     A mi lado las personas pasaban sin darse por enteradas de mis preocupaciones. Llevaban la prisa de los galeotes que deseaban dar por concluida la jornada para irse a la cama o a sentarse frente a la pantalla de plasma que habían demorado doce meses en pagar. Anduve dos o tres pasos sin rumbo y finalmente enfilé hacia la cantina donde solía pasar a beber una caña de vino o a comer un chacarero que siempre tenía la virtud de estar preparado con una marraqueta fresca y crujiente. El boliche no aparecía en la guía de los grandes restaurantes, pero el calvo regordete que estaba a cargo de la cocina sabía hacer maravillas con unas lonjas de carne, porotos verdes, tomate y ají picado en finas rodajas.
     El lugar estaba atendido por una morena alta y maciza, cuyos pechos parecían a punto de reventar la ajustada blusa roja que los contenía. Debía estar cerca de los cuarenta años, pero mantenía un aspecto fresco, vigoroso, que hacía pensar que fácilmente podía demoler a un hombre entre sus brazos. Tenía una sonrisa coqueta, contestaba rápidamente mis juegos de palabras, pero jamás daba pie a la más mínima posibilidad de dormitar entre sus pechos. Quizás yo no era su tipo, tal vez era una chica cansada de las insinuaciones de los clientes o simplemente mantenía alguna complicidad amorosa con el simio bigotudo que vigilaba el ir y venir de los clientes desde su parapeto junto a la caja registradora. Nunca había querido saber la verdad y prefería insistir en los diálogos que acortaban los momentos que pasaba en la cantina, mientras mis ideas más felices se hundían en el pozo rojo del vino.
     —Tan tarde y tan solito —dijo la morena cuando me vio aparecer.
     —Es lo que pasa cuando uno no tiene a nadie que le caliente los pies.
     —Yo, en su lugar, compraría unas buenas pantuflas —contestó, risueña.
     —La verdad es que estaba pensando en otra cosa —agregué deteniendo mi mirada en su escote.
     —No me extraña, los hombres siempre están pensando en la maldad.
     —No olvide que fue Eva quien puso de moda las manzanas.
     —¿Qué quiere? —preguntó la morena mientras observaba de reojo al simio que mecía sus bigotes junto a la caja registradora—. ¿Vino o cerveza?
     —Dos chacareros para llevar y una copa de tinto para acortar la espera.
     —O sea que no está solito o es muy goloso.
     —Estoy solo, soy goloso y los sándwiches son para compartir con mi gato.
     —¿Le gustan los gatos? —preguntó al tiempo que hacía un gesto de desagrado.
     —Sí, pero más las gatitas ariscas y con algo de experiencia.
     La morena guardó silencio y concentró su atención en verter vino en una copa.
     —Ordenaré que preparen los chacareros —dijo unos segundos más tarde, mientras caminaba en dirección a la cocina.
     Salí del lugar con el deseo adherido a mi piel y los sándwiches dentro de una bolsa de papel. Al llegar junto a la puerta de mi departamento encontré botada en el suelo una tarjeta de visitas de Marcos Campbell, mi amigo periodista al que recurría cuando necesitaba información del ambiente político o social.
     «Necesito conversar contigo a la brevedad», había escrito en el reverso de la tarjeta que arrojé sobre el escritorio, mientras intentaba tranquilizar a Simenon que, luego de olfatear el aroma de la carne, no dejaba de dar vueltas alrededor de mis piernas.
     —¡Espera unos minutos, ya te serviré! —le grité.
     —Desde ayer no hago otra cosa que soñar con un trozo de carne bien frita.
     —¿Viste a Campbell? —pregunté a Simenon una vez que estuvimos frente a nuestros sándwiches—. Me extraña que se diera el trabajo de venir a la oficina.
     —En la tarjeta dice que quiere conversar contigo —dijo Simenon mientras mordisqueaba un pequeño trozo de carne.
     —Hace tiempo que no veo a Campbell. En mi última visita tenía su oficina repleta de piedras y me propinó un discurso sobre las energías ocultas de la Tierra. Mañana lo voy a llamar, porque a esta hora ya no debe de estar en su trabajo y nunca he podido recordar el número telefónico de su casa.
     Pensé en agregar otro comentario, pero vi que Simenon estaba concentrado en la limpieza de sus largos bigotes blancos, totalmente ajeno a mis palabras.
     —Conmueve tu interés por el prójimo —le dije, antes de tomar la biografía de Charles Dickens que tenía encima del escritorio y que había comprado en una de mis visitas a la librería del poeta Lavquén, ubicada en unas galerías a los pies de las Torres de Tajamar. Leí el primer capítulo y seguí leyendo hasta que dos horas más tarde el sueño me arrebató el libro de las manos.
    
2

Conocí a Marcos Campbell durante mi primer y único año de estudios en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Fue en el transcurso de una marcha en contra del gobierno de Pinochet que reunió a un millar de universitarios que caminaron por la Alameda, desde la avenida República a la calle San Martín, donde fuimos interceptados por un nutrido pelotón de carabineros. Ciento cincuenta o doscientos estudiantes fueron detenidos a golpes de lumas y recluidos en una comisaría donde los uniformados comenzaron a interrogar a los universitarios, separándolos entre los que podían salir en libertad de inmediato y aquellos que merecían un tratamiento más prolongado.
     Cuando las sombras cubrían el patio de la comisaría y ya pensaba que estaba destinado a quedar entre los elegidos para el interrogatorio más riguroso, oí que otro de los manifestantes se acercaba a mi lado y maldecía en voz baja a los carabineros. Miré al extraño con desconfianza, temiendo estar junto a un infiltrado entre las filas de los detenidos. Era un muchacho bajo y delgado que lucía una frondosa cabellera negra y ondulada.
     —Si salimos en la próxima media hora te invito una cerveza —dijo en tono amistoso. No le respondí nada y el desconocido se limitó a mostrarme una sonrisa cómplice.
     Más tarde, mientras bebíamos unas cervezas y comentábamos los incidentes de la marcha, Campbell contó que estudiaba en la Universidad de Chile y que le quedaban dos años para titularse de periodista. Le gustaba hablar. Saltaba de un tema a otro y los matizaba con sus abundantes conocimientos y opiniones, que parecían meditadas y definitivas. Lo escuché hasta una hora antes de que comenzara el toque de queda impuesto por los militares y no volví a verlo sino hasta cuatro años más tarde. Para entonces ya existía mi oficina con su letrero de «Investigaciones Legales» claveteado junto a su puerta, y Campbell tenía un despacho en el que prestaba servicios de publicidad y asesoría en medios periodísticos. No le iba mal. Tenía simpatía de sobra para convencer de sus bondades a sus eventuales clientes. En ese segundo encuentro bebimos una botella de vino, recordamos la marcha en que nos habíamos conocido, y a la hora de la despedida intercambiamos nuestros teléfonos.
     Mi tercer encuentro con Campbell fue el año 1990. Los golpistas habían dejado el poder, o eso hacían creer, y mi amigo estaba embarcado en la aventura de publicar una revista de sucesos sociales y policíacos, que desde entonces lograba mantener con la venta de avisos y la ejecución de trabajos relacionados con la redacción de folletos, libros institucionales y textos publicitarios de toda índole. No le hacía asco a ningún trabajo, y como él solía decir, le bastaba colocar un billete a un costado de la pantalla de su computador para inspirarse y escribir sobre cualquier tema. «Si lo sé, lo escribo. Si no lo sé, lo invento», declaraba, acompañando sus palabras con una sonrisa. Desde entonces seguimos viéndonos con regularidad. Campbell me había ayudado en varias oportunidades a obtener información para mis investigaciones y, aunque con los años se había puesto algo cascarrabias, bastaban dos palabras afectuosas para aplacar sus arranques de ira y conseguir su cooperación. Campbell tenía una memoria prodigiosa y un completo archivo con antecedentes recopilados en sus más de treinta años de trabajo periodístico.
    
     *
    
Llamé a Campbell a la mañana siguiente y quedé en pasar por su oficina pasado el mediodía. No quiso hacer ningún adelanto del asunto del que deseaba conversar, pero algo en el tono de su voz me hizo intuir su preocupación. Lavé y puse en orden la loza utilizada en el desayuno y bajé a conversar con Anselmo. El quiosquero parecía de buen ánimo. Estaba acompañado por una clienta que daba la impresión de estar entusiasmada con las palabras de mi amigo. Anselmo se limitó a saludarme con un guiño y luego, disimuladamente, hizo un gesto para indicarme que me alejara lo más rápidamente posible. Uno que morirá con las botas puestas, pensé mientras ingresaba a la estación Calicanto del metro, sin preocuparme de los empujones de la gente que trataba de llegar al andén, atestado de pasajeros que rumiaban sus protestas por los descalabros del sistema de transporte que atormentaba a los santiaguinos desde su inauguración.
     La oficina de Campbell había vuelto a experimentar cambios desde mi última visita. Lo único que había en su interior era el escritorio, los dos computadores que mi amigo utilizaba en su trabajo, su gastado sillón de cuero y un par de sillas para los ocasionales clientes. Los muros de la habitación estaban pintados de blanco y completamente despojados de los adornos, cuadros y fotos que solía tener el periodista en su oficina.
     —¿Te embargaron los muebles o estás en proceso de cambio? —pregunté.
     —Concentración en lo esencial, Heredia. Eso es lo más importante.
     —¿Qué diablos es eso?
     —Observo mi mundo interior y no quiero distracciones. Sólo me rodeo de lo indispensable.
     —¿Estás hablando en serio? Que recuerde, hoy no es el Día de los Inocentes.
     —Todo lo serio que puedas imaginar. Concentración en lo esencial.
     Miré las paredes de la oficina, tomé una de las sillas y me senté a cierta distancia del escritorio.
     —¿Pretendes que conversemos a los gritos? —preguntó Campbell.
     —Temo que la concentración en lo esencial sea contagiosa —dije, mientras pensaba en la gran cantidad de gente que creía con inusitada fe en los poderes de piedras, talismanes, pirámides, aguas aromatizadas, hojas de arbustos, santos, predicadores y una serie de filosofías o creencias raras que habían proliferado en los últimos años. Mucha gente estaba desorientada, vacía, y buscaba desesperadamente algo de lo que asirse para no sentir que la vida era una ventolera rauda y carente de propósito.
     —No festines, Heredia. Tú y yo estamos en edad de preocuparnos por la trascendencia de la vida —dijo Campbell—. Pero no te llamé para hablar de mí ni de la concentración esencial. Necesito que ubiques a un amigo periodista que desapareció de la noche a la mañana.
     —¿Lo conozco?
     —Se llama Julio Segovia.
     —Su nombre no me dice nada. ¿A qué se debe tu interés por él?
     —Julio es uno de los colaboradores de mi revista. Salió de su departamento hace dos semanas y desde entonces no ha regresado. Anteayer, después de llamarlo por teléfono una infinidad de veces, fui al edificio donde vive y lo comprobé con el administrador. Segovia no ha dado señales de vida y me preocupa que le haya pasado algo malo.
     —¿Qué te hace pensar en que tenga problemas?
     —Tenía que entregarme dos reportajes y es la primera vez que no llega puntualmente con sus trabajos.
     —¿Y qué dice la familia? Tendrá madre, esposa, un perro que le ladre.
     —Julio está separado de su mujer desde hace cuatro años.
     —Quizás tomó vacaciones.
     —Imposible, me lo habría dicho. Llamé a su exesposa y me contó que los dos últimos domingos no ha ido a buscar a su hija. Y te aseguro que eso es algo que a él le importa sobremanera. Le costó un largo juicio conseguir que lo dejaran ver a su hija los fines de semana.
     —Quizás tiene un romance que desconoces.
     —Es posible, pero eso no justifica que desaparezca por completo. Pregunté a los carabineros, en postas, hospitales y en el Servicio Médico Legal. No aparece registrado en ninguna parte. Estoy seguro de que algo le pasó. La última vez que nos vimos me pidió dinero prestado para pagar la mensualidad del colegio donde estudia su hija y hasta el momento no ha pasado a buscarlo.
     —¿Qué quieres que haga? Ya indagaste en los lugares a los que se recurre en caso de presuntas desgracias. Lo más probable es que reaparezca en un par de días.
     —No es insuficiente. Hace falta que alguien lo busque con especial dedicación. No te cuesta nada hacer tus preguntas habituales.
     —Y aunque me costara, te debo más favores de los que puedo recordar.
     —¿Qué necesitas para empezar a trabajar?
     —Saber algo más sobre Julio Segovia —dije al tiempo que ponía un cigarrillo entre mis labios.
     —Preferiría que no fumaras en mi oficina —dijo Campbell.
     —No me digas que dejaste el cigarrillo —dije, alarmado.
     —Dos cajetillas diarias, durante veinte años, es suficiente castigo para mis pulmones.
     —¿Tiene que ver con la concentración en lo esencial?
     —No. Se trata de una radiografía que mostró que tengo un pulmón en camino a la miseria. Llevo un mes sin fumar y aunque no podría decir que lo he pasado bien, me siento mejor. Hasta he aprendido a resistir el aroma del tabaco cuando fuman a mi lado. Pero no siempre es fácil.
     Tomé el cigarrillo que pendía de mis labios y lo arrojé en el canastillo ubicado junto al escritorio del periodista.
     —Gracias —dijo Campbell mientras miraba el canastillo con desconsuelo.
     —Si lo prefieres, a la salida me llevo el canasto y su contenido.
     —No exageres. Sé perfectamente lo que más me conviene y no me voy a poner a buscar en el canastillo apenas tú te vayas de la oficina.
     —En eso me llevas una gran ventaja —dije y me quedé en silencio, esperando que Campbell retomara el motivo principal de nuestra conversación.
     —Conocí a Julio hace seis años en la cátedra de redacción que imparto en la universidad. Julio estudiaba Periodismo después de cursar unos semestres en las carreras de Sociología y Derecho. Me llamó la atención desde el primer día. Tenía buena pluma y estaba interesado en aprender; dos cualidades que no descubro a menudo en mis cursos, llenos de niñitos bobalicones que no saben dónde poner una coma y estudian Periodismo porque sueñan con aparecer en la televisión. Dejé de verlo al final del curso y no supe más de él hasta hace un año, cuando apareció en esta oficina. Julio escribe bien, tiene olfato para reportear noticias de interés, pero no ha aprendido a quedarse callado. Ha perdido un par de buenos empleos por contradecir a sus jefes o decir algo en contra de la línea editorial. Nunca ha entendido que, en ciertos medios, la libertad de prensa termina cuando uno comienza a punzarle las bolas al director o a los accionistas.
     —¿Vino a pedirte trabajo? —pregunté, interrumpiendo a Campbell.
     —Como tantos otros muchachos que fueron mis alumnos y no encuentran trabajo. Julio conocía mi revista y aunque no lo pude contratar a jornada completa, acordamos que escribiría varios reportajes que él propuso y que a mí me parecieron interesantes. Hasta ahora no tengo quejas de su trabajo. Escribe directo y claro, dos cualidades que no se ven a menudo.
     —¿Qué me puedes decir de su vida privada?
     —Como te dije anteriormente, tiene un matrimonio fracasado y una hija pequeña a la que ve los días domingo. Sus padres residen en Coquimbo y los visita una o dos veces al año. Arrienda un departamento en la calle Carmen, a dos cuadras de la Alameda. Su vida es un tanto desordenada. Le gusta la noche y se acostumbró a trabajar lo justo y necesario como para ir tirando por la vida. Sostiene que un periodista debe meterse en la piel de los temas que reportea y no limitarse a copiar la información que encuentra en la internet o en los comunicados de prensa que llegan a la sala de redacción. Y no son meras palabras. Para escribir sobre vagos que duermen en las calles, vivió con uno de ellos durante una semana hasta que sintió en carne propia lo que era estar en el borde de la ciudad; lo mismo hizo cuando se propuso escribir una crónica sobre los cargadores de La Vega.
     —Por lo que me cuentas, su desaparición puede estar relacionada con sus investigaciones periodísticas. Probablemente anda trabajando en terreno.
     —Precisamente, eso es lo que más me intranquiliza. La última vez que hablamos me dijo que deseaba escribir sobre el tráfico de drogas en el centro de Santiago. Tú conoces ese ambiente y sabes que los dueños del negocio no ven con buenos ojos que un periodista meta las narices en sus asuntos.
     —Y menos les hará gracia que un investigador privado examine sus inmundicias.
     —Tú sabes cómo moverte en ese medio y tienes el cuero duro.
     —Lo que no es obstáculo para que una bala en la frente me provoque un agudo dolor de cabeza.
     —Limítate a investigar hasta donde consideres razonable. Julio nunca ha tenido mucha suerte y merece que se preocupen por él.
     —¿Tiene polola o amigos con los que se junte?
     —Tenía una amiga, pero dejaron de verse. Y una hermana que se llama Patricia y trabaja de secretaria en una agencia de publicidad. Te puedo dar la dirección de su oficina. De sus amigos, no tengo la menor idea. Supongo que conoce a mucha gente en sus correrías por la noche.
     —La mayoría de las veces, los amigos de los bares ni siquiera saben cómo se llama uno.
     —De eso tú sabes más que yo. ¿Vas a ayudarme, Heredia?
     —Haré las preguntas que sean necesarias, pero no te ilusiones. Mi magia tiene límites y mi olfato no es el mismo de antes.
     —Tonterías. Continúas siendo el mismo hinchapelotas de siempre.
     —Torcerle la mano al paso de los años no pasa de ser una ilusión. Cada día me cuesta más salir de mi departamento y entusiasmarme con el trabajo de turno.
     —No voy a discutir contigo, Heredia. Tú mejor que nadie debes saber dónde te aprieta el zapato. ¿Se te ocurre alguna idea para empezar la investigación?
     —Ya se me ocurrirá algo en el camino. Sudor y suerte es mi fórmula mágica. Cincuenta por ciento de sudor y otro tanto de suerte. Lo más probable es que comience por visitar el departamento de Julio.
     —Eso sería una pérdida de tiempo. Te conté que fui a su departamento y que no estaba.
     —¿Quién sabe? Quizás regresó o bien puedo encontrar algo que no te llamó la atención.

 

 

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