Blumenberg acababa de tomar un nuevo casete para insertarlo en la grabadora. En eso levantó la mirada de su escritorio y lo vio. Grande, amarillo, respirando: un león, sin duda. El león lo vio, con calma lo vio desde su reposo, pues el león yacía sobre la alfombra de Bujara, a corta distancia de la pared.
Debía de ser un león viejo, quizá ya sin fuerza, pero dotado con el particular poder para estar allí. Blumenberg se percató de ello al menos al segundo vistazo, mientras aún luchaba por controlarse. No hay que perder la compostura, especialmente no en este caso, se dijo; la frase quizá no le salió del todo correcta, a pesar de que se había hecho de una férrea disciplina para formular oraciones mentalmente, porque se había acostumbrado a preparar oraciones ordenadas y no accidentadas, casi tan ordenadas como cuando hablaba comúnmente, así tuviese ante él una grabadora o el oído de un niño.
Blumenberg supo de inmediato que había lugar para muchos equívocos y para una sola cosa correcta: seguir esperando y guardar compostura. Supo también que la figura del león le tributaba un honor extraordinario. Por decirlo así, le habían llevado una notable distinción honorífica, preparada muy de antemano y que se le concedía después de un examen profundo. Evidentemente, creían capaz a Blumenberg de hacer frente a la situación fácilmente a su algo avanzada edad.
Sólo era curioso que del león no emanara algo oscuro, evanescente, leonina y airadamente mezclado. Sus rasgos no temblaban en el ir y venir de las ondas mentales de los pensamientos de Blumenberg. Las neuronas especulares cabeza-de-león no brillaban ni hormigueaban en el cristalino destello de una alucinación. El león estaba allí. Asible, peludo, amarillo.
Aunque él mismo se convencía de ser un inalterable modelo de calma, su corazón se aceleró. ¡Un león! ¡Un león! ¡Un león!
Por supuesto que no le tenía miedo. No parecía ser un león escapado de un circo. Por un lado, a Blumenberg lo protegía el gran y pesado escritorio tras el cual estaba sentado; por otro, el león permanecía tranquilo y de ninguna manera se comportaba como un animal fuera de control en problemas o como un nervioso devorador de cristianos. A Blumenberg le dieron ganas de decir: soy católico, puedes comerme tranquilamente, pero mejor guardó esa frivolidad para sí y entonces, con un gesto que debía significar atenta cortesía, pero que también reflejaba curiosidad, observó al león. Quizá eso llamaría la atención del león, pensó Blumenberg, pues era consciente de su ardiente mirada.
Los ojos color cerveza del león lo examinaron fijamente con concentrada calma leonina. Es decir, en verdad no lo examinaron, más bien vieron a través de Blumenberg hacia algo que yacía tras él, acaso tras el librero, quizá tras del muro de la casa, quizá tras Altenberge y la ciudad de Münster en 1982 en la lejana distancia temporal.
Su corazón latía aún como un diminuto aparato fuera de control.
Blümenberg no se había preparado para conversar con un león. Hasta ahora no había habido oportunidad para hacerlo. Siempre le había resultado fácil a Blumenberg hablar con su querido Axel, su collie de pelo blanco. Axel siempre estaba siguiéndolo por todas partes, para Blumenberg era un placer acariciar el largo pelaje de su voluminoso pecho y rascarle la nuca, mientras, como era natural, casi como un amante infantil, hablaba como loco con el perro, aunque —a diferencia de otros amantes de los perros— con una notable corrección.
Blumenberg se preguntaba si una conversación con el león acaso fuese posible. No era como para levantarse, acariciarle la melena al león y sobársela vigorosamente. El león no parecía necesitar, de manera alguna, un tratamiento cariñoso. A pesar de que no sentía miedo, Blumenberg tenía un gran respeto por el animal. Al pensar esto sintió una sensación de hundimiento. Por un momento tuvo que cerrar los ojos ante aquella magnificencia que yacía en la alfombra al alcance de su negligente mano, un desafío de la noche. Era tarde, las tres y cuarto, como una mirada al reloj le reveló cuando volvió a abrir los ojos.
Del león no emanaba algo fétido ni algo inodoro. El león olía decentemente a león, como para la nariz de alguien que amara a los leones y que después de una visita al zoológico le gustara recordar, quizá apenas perceptible, el olor a león. Blumenberg podía decir con justicia de sí mismo que era un amante de los leones, pero el olor a león no le había preocupado hasta entonces. La denodada y sin embargo aún evanescente picazón olfativa que comenzaba a llenar su ermita, y que en un suspiro flotó por el aire para disiparse en el siguiente, sacudió los sentidos de Blumenberg.
Los pensamientos lo asediaban, poderosos, con una plasticidad desconocida. Era como si todos los anaqueles de su caja de seguridad saltaran y las treinta y seis mil seiscientas sesenta fichas escritas a máquina allí resguardadas salieran volando como en estado de ebullición, pero no en su forma acartonada, sino en la de letras y anotaciones desgajadas y como imágenes diminutas acumuladas en su mente.
Calma, por favor. Prudencia. Al nervio de la imagen, al nervio de un problema, se arriba sólo cuando se presenta con calma el problema, la imagen individual, y se comprueba. ¿Quién era el león? A causa de la resistencia que había construido laboriosamente contra el flujo de imágenes, Blumenberg sintió una ligera sobreexcitación.
El león falso de Ágave. La fábula del león y sus súbditos. El león rugiente del Salmista. El león de Canaán, que desaparece para siempre. El animal símbolo del evangelista Marcos. María Egipciaca y su león acompañante. El león piadoso de San Jerónimo en su gabinete. ¿Quién era el león?
Blumenberg se dio a sí mismo la orden: su memoria debe escudriñar en la Biblia a toda velocidad, pues llegado a ese punto el león ha calado y ha hecho trizas sus referencias otra vez. Sin embargo, tuvo que admitir que su memoria, que normalmente funcionaba mejor que la de cualquier persona conocida por él, ahora no estaba en condiciones de conjeturar un examen exhaustivo al problema del león.
Aunque sólo unos pocos minutos habían pasado desde la aparición del animal, Blumenberg ya se había preparado para confiar en el león. Aún no era evidente que pudiera surgir una relación entre ellos, fuese permanente o no. Es sorprendente que ya pueda ver germinar en mí la esperanza de que nuestra relación pudiera prolongarse, pensó Blumenberg. Por un momento pareció que el león, cuyas fauces sólo estaban un poco abiertas, sonreía.
¿Su edad? El león era viejo, incluso vetusto, con seguridad mayor que cualquier león salvaje y libre que hubiese existido. Blumenberg lo constató con pesar. La melena del animal, que a su temprana y mediana edad pudo haber sido majestuosa, ahora parecía hecha jirones. Su columna vertebral se inclinó y hundió bruscamente. De los ojos del león se desprendieron lateralmente largos, oscuros hilos de lágrimas. Era inquietante que cada vez que respiraba su panza se contrajera como si sufriese un leve calambre.
¿El león habrá venido a morir en mi alfombra?, se preguntó Blumenberg con desaliento. Una superioridad quería burlarse de él y le había enviado, evidentemente, ese petardo mojado de león. Ese pensamiento desapareció tan rápido como había surgido. No, Blumenberg sentía simpatía por el león, y al admitirlo confió en el poder de la simpatía, favorecedora del conocimiento. Muy de repente se sintió envuelto por una hogareña comodidad íntima, que sólo era un poco diferente de una sensación de suficiencia. Él era el asceta ejemplar que se había ganado su león. Noche tras noche tras noche de trabajo, se dijo Blumenberg lleno de orgullo, y el león era el reconocimiento que ahora le llegaba.
Sentirse como María Egipciaca resultaba imposible. Haría falta el desierto, harían falta el desenfreno y las juergas a las que se había sometido antes esta María tan especial, y, por supuesto, haría falta la conversión. Blumenberg no se había sometido a esos extremos de la experiencia, nunca había tenido la necesidad de convertirse y no era mujer. Además, le resultaba antipática la idea de yacer con los huesos secos en el desierto con un león como enterrador.
¿Ágave? ¡Tonterías! Sólo una mujer (más precisamente, el estado crítico de la mujer: la madre de la antigüedad) venida al mundo en la salvaje Grecia podría dejarse llevar por la locura de una bacanal, confundir a su propio hijo con un león y descuartizarlo.
Aunque el león que tenía enfrente no estaba en estado de ensoñación y su cabeza de nariz ancha era sin duda real y no era, de cierta forma sesgada, la cabeza de un gato (el león también observaba de nuevo a través de él), la apacible sensación de estar en un gabinete de estudio fue apoderándose gradualmente del filósofo. Trajo a su memoria el famoso grabado de Durero. Sin embargo, en la ermita de Blumenberg no había reloj de arena en que corriera la arena, no había pupitre, no había vitrales ni un cráneo en el borde de la ventana, y en lugar del friso de cálida madera había alfombras y vastos libreros que llegaban hasta el techo; pero sí que era una ermita en magnífico aislamiento de las demás partes de la casa. Además, se imponía la noche: eran las horas del radical distanciamiento de las actividades mundanas en las que a lo sumo algunos insomnes se revolvían en sus camas, y en las que sólo muy pocas personas trabajaban.
Sin embargo, las dudas alcanzaron a Blumenberg. Si cerrara los ojos muy firmemente y contara hasta sesenta —se había acostumbrado a hacer ese conteo mediante un mínimo movimiento de los dedos— y después volviera a abrir los ojos, el león quizá se habría ido. Un espejismo nada más.
Blumenberg cerró efectivamente los ojos, pero en la confusión no contó hasta sesenta, sino accidentalmente hasta cincuenta y ocho, pues le resultaba difícil mantener cerrados los ojos tanto tiempo.
Abrió los ojos. El león estaba allí.
Blumenberg tuvo ganas de dejar su lugar tras el escritorio de una vez por todas. Afuera, la luna brillaba. Frente a las largas ventanas se apreciaban los negros esqueletos de los rosales. Quizá debía abrir una hoja de la ventana y, de esa manera, ir hacia el exterior.
¿Si, a pesar de la aparente bondad, él pudiera hacerle algo? ¿Si fuese peligroso darle la espalda?, pensó Blumenberg cuando casi en cámara lenta se levantó del asiento, rodeó a medias su escritorio y fue hacia la ventana lentamente, mucho más lentamente que de costumbre.
¿Peligroso? No, ciertamente no. Blumenberg permaneció algunos segundos junto a la ventana y respiró el aire fresco de la noche, no sin tensión en la espalda. Cuando se dio la vuelta de nuevo, el león aún estaba allí.
Es hora de abrir una botella de Burdeos. Había que celebrar la ocasión, beber vino en honor del león. Con el vaso lleno, Blumenberg se quedó solo, hubiese sido inútil buscar una copa para el invitado en su despacho. El león aún no estaba tan amansado como para sostener una copa en su pata y brindar a la salud de Blumenberg.
El león —que, le parecía, mantenía entre tanto la cabeza un poco inclinada, pero seguía viendo a través de él, impasible— alisó dieciséis, diecisiete, ¿o fueron diecinueve?, pisadas de elefante de la alfombra de Bujara, que era una de las pocas propiedades de la herencia paterna que habían llegado hasta él. En la medida en que el león había buscado ese cálido asiento para arrellanarse, se comportaba como un perro casero. Tiene sentido de la simetría, pensó Blumenberg, puesto que el león se había acostado exactamente en medio, además parece tener un sentido de la estética. La alfombra era el objeto más costoso en el estudio de Blumenberg, con pisadas de color claro, en medio de gradaciones negras, azules, verdes y color granate: en verdad, una pieza exquisita.
Aunque no podría quejarse de su estudio, Blumenberg se lamentó por no tener a su disposición un espacio tan glorioso como el que había pintado Antonello da Messina. El cuadro, creado por el maestro italiano con intensas sombras siguiendo el estilo de los holandeses, guió la memoria de Blumenberg, que ahora funcionaba a la perfección una vez más, con una precisión fabulosa: la imagen atraviesa un marco de piedra; en el borde: un pavorreal, una escudilla de cobre, una codorniz. En el magnífico interior, una escalerita. Uno, dos, tres peldaños llevan a un escenario. El santo sabio, ataviado con un gorro y una flotante túnica de terciopelo rojo de largas mangas, hojea un libro que yace sobre una especie de pupitre con un tablero inclinado hacia él. A la izquierda, una mágica perspectiva desde una ventana. Un paisaje montañoso con cipreses. Y a la derecha, tras el proscenio del erudito, surgiendo de la oscuridad, un escuálido león. No, no con patas de león y garras grandes, sino dotado con delgadas patas de corredor, como un galgo. Antonello nunca había visto un león, probablemente.
A Blumenberg le encantaba el cuadro, ese personaje, digno y solitario, a quien le bastaban pocos libros, pues era evidente que estudiaba una y otra vez los mismos, sobre todo, por supuesto, la Biblia; sus opulentas habitaciones provistas con el enjoyado panorama hacia un exterior bien ordenado, ¡la soledad relegada a una gloriosa placidez! La disposición escenográfica, la elevación del frontispicio, servía para liberar al sabio de las baldosas, de ese primoroso piso exuberante, como si él fuese menos dependiente de la gravedad, como si su piso no fuese el basamento común de la vida, sino la base espiritual sobre la que los pensamientos se alzaban una y otra vez penosamente. ¿Debía revelarse la sublimación del sabio eremita en su túnica roja? Por supuesto, no estaba pintado el arquitrabe que debía dominar entre la gran abertura delantera y los ojivales de las ventanas traseras y por el que rodaban los papeles tirados en el piso. Por un momento, Blumenberg se imaginó al león como un cazador de papeles, un recolector de papeles; interrumpió las oraciones que quería formar en su cabeza, pero de inmediato las reconstruyó, pues no quería extraviarse en tonterías.
De vuelta al león propio. No obstante su memorable aparición, que había sucedido apenas hace media hora, Blumenberg no consideró, de manera alguna, ni siquiera en este caso extremo que hizo que casi se tragara el corazón, renunciar a su rutina. De todos modos, el león lo había alterado tanto que no le había dictado la cuota habitual a su secretaria. Eso bastaba como una relajación a la regla. Puso el casete grabado por completo en un estuche —león por aquí, león por allá—, no se permitió equivocarse, aunque estaba un poco vacilante, al ponerle, bien legible, la dirección de la universidad, le puso una marca, agarró su abrigo y, con la vista fija en el animal, como si hubiera querido clavarlo sobre la alfombra, salió por la puerta del jardín.
Afuera encendió un cigarro, también contra la regla, pues solía recorrer el camino al buzón y de vuelta a casa a paso redoblado, fumar sólo le quitaba tiempo. Esta vez, sin embargo, marchó agitado por las calles escasamente iluminadas —como de costumbre en esa época, no había gente en la calle, incluso los coches estacionados bajo las campanas lumínicas de los arbotantes parecían dormir—, caminó más lentamente que nunca, para comprobar de nuevo en calma, bajo el aire nocturno, lo que le había sucedido en la última hora.
Me tendieron una emboscada, pensó, me pusieron frente a un embuste elemental para poner a prueba mis facultades mentales.
Cuando regresó, el león había desaparecido.
Blumenberg mantuvo la mano en el picaporte de la puerta del jardín, que se encontraba ya cerrada. ¿Había tenido que ver con un león de fábula, el león ausente, que no pertenecía, lo que es el caso, que nunca había pertenecido al mundo? Pero, pensó Blumenberg, este león, que se ausenta del mundo de otra manera, ocurre aproximadamente, y es así, de una forma nueva y diferente, el caso. Los juegos de lenguaje del nombrador del mundo traen de regreso al león a la existencia y a la vida, murmuró para sí quedamente.
Satisfecho con las palabras nombrador del mundo, que sin problemas acuñó para sí mismo, Blumenberg se fue a la cama.