El jardín / Diego Armando Arellano

No había tarde que mi padre no dijera que pronto arreglaríamos el jardín. Tenía algunos planes para rehacer el espacio. Fumaba y procedía con las ideas. Decía que recortaríamos la maleza al ras, había tanta que a mí me parecía cosa imposible. Solía recomendarle que mejor le prendiéramos fuego al matorral. Yo era tonto y mi padre muy violento. Pronto aprendí a no sugerir mis tonterías en voz alta.
     El jardín no era muy grande. Mi madre siempre deseó uno más amplio en el que pudiera sembrar árboles frutales. A mamá le gustan los limoneros. Cuando estuvo enferma de los bronquios siempre bebió limonada con miel. Con limones comprados en el supermercado. Si hubiera fruta en el jardín no tendrías que caminar tanto, anunciaba mi madre cuando me veía llegar tan fatigado.
     Mi padre se desentendió del jardín por culpa del trabajo. Dice mamá que debemos comprenderlo porque está muy confundido. Me pide que no lo atosigue con mis caprichos. Aprendí a no pedir juguetes nuevos ni caramelos de la tienda. Aunque esté pequeño trato de seguir las indicaciones que ella me hace. Debo admitir que mi padre no es tan malo como pudieran estarse imaginando.
     A veces me desespero porque la puerta del jardín no se abre desde que creció la hierba. Papá nos prohibió hacerlo. Cuando llega la tarde y comienza a trazar planes, me exige que no la abra porque entre la maraña hay culebras venenosas que pueden meterse a casa. Ya habrá tiempo de matarlas a todas, explica. Con un palo ancho, golpeándoles la cabeza. Solía pedirle que mejor las lleváramos al campo. Pero mis ideas son tontas, muy tontas.
     Anhelo ese momento en el que mi madre vuelva a sonreír y soñar con un patio colmado de árboles. Ella me prometió que viviría una tortuga entre nosotros. Estaría en el jardín, en un pequeño estanque lleno de piedras de río que acondicionaría papá en sus ratos libres. Papá estaba de acuerdo. Sería bueno acotar que él también soñaba. Soñaba con mamá y conmigo y juntos éramos invencibles.
     Por la tarde, papá volvió a decir que pronto arreglaríamos el jardín. No sé por qué sus planes me enfadaron esta vez. Solía escucharlo y atenderlo como me pidió mamá. Siempre tenía un mejor propósito que el anterior. Por ejemplo, había suplido las margaritas por las rosas blancas. Ahora sólo repetía lo que ya había dicho. Eso fue como escuchar una grabación muy aburrida. No se me ocurrió decirle nada, ni un compasivo monosílabo. Tal vez por eso papá me sonrió con tantísima alegría. ¡En serio que se puso muy feliz! Tuvo la buena voluntad de darme una palmadita en la espalda. Como si yo me hubiese portado muy bien. Para mi sorpresa, abrió la puerta del jardín. Que rechinó escandalosamente y sacó a mi madre de la cama. ¡Pobre mamá, se asustó tanto! Ella y yo sonreímos muy contentos. Mi padre había acercado la punta del cigarro y la hierba comenzaba a consumirse.

 

 

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