El iconoclasta

Andrés Vargas

El anuncio en el periódico funcionó a la perfección. Esa mañana habían tocado el timbre poco más de diez candidatos, entre hombres y mujeres. Lamentablemente, ninguno había aceptado la oferta, nada despreciable si se tiene necesidad y un poco de fuerza mental. La mayoría apostaba por un empleo básico, que exigiera poco esfuerzo. Luego se asustaban ante la propuesta.

ENCUENTRO BÁSICO
DE APRECIACIÓN POÉTICA
AMPLIO CRITERIO
SUELDO SEGÚN APTITUDES

Era un anuncio de un solo día.

Era también un empleo simple. Lo único que debían hacer era sentarse en una silla al centro de una habitación y escuchar la lectura poética del Iconoclasta. Dependiendo del tiempo que soportaran —medido con un reloj de precisión— se les entregaría una suma de dinero.

No era, deseo aclarar, un experimento, sino la total desproporción de cordura del Iconoclasta, que deseaba con fervor un par de oídos atentos.

Yo mismo no me habría atrevido. El Iconoclasta era un animal, un verdadero despojo humano, un carnicero de la prosa y la analogía, cuyas letras me prodigaban un miedo irreprochable y, posteriormente, una angustia tal que en muchas ocasiones, como impulsado por una fuerza ajena, estuve cerca de lanzarme a las vías del tren para extraer de mi mente esos cantos lascivos y febriles, desprovistos de toda sanidad mental. Tardé semanas en tranquilizarme. Despertaba a media noche, alertado por su voz cavernosa que taladraba mis entrañas obligándome a vomitar todo cuanto había comido y a ocultarme tembloroso bajo las sábanas, sintiendo su aliento pútrido y venenoso rozando mis mejillas. En más de una ocasión rompí en llanto.

El Iconoclasta no tenía familia.

Fue entonces que decidimos buscar a alguien. Carne de cañón, llamaba él a sus futuros oyentes.
En una ocasión, mientras caminábamos a la luz de la luna, poco antes de que el Iconoclasta perdiera la razón, hallamos a un joven violento que nos amenazó con una navaja. El Iconoclasta, parco ante el filo del cuchillo, se acercó y musitó algo a su oído; alguna línea de su prosa fatal. Después, pro- metiéndole comida y un poco de dinero, lo llevó a casa, lo sentó en la silla y le leyó de corrido dos de sus más recientes trabajos. Yo esperaba afuera, recargado en el marco de la puerta, nervioso por la suerte de aquel joven.
Minutos después, el Iconoclasta salió —los ojos enrojecidos y el talante severo— para que lo ayudara a remover el cuerpo.
El joven había caído a los pies de la silla, el semblante lívido y una forzada mueca de satisfacción en su rostro.
Arrastramos el cuerpo hasta los límites del río y lo dejamos caer.
Después, el Iconoclasta perdió la razón. Deambulaba de lado a lado de la casa con un bolígrafo en ristre, escribiendo línea tras línea sobre los muros, las servilletas, su propio cuerpo y todo cuanto tuviese al alcance.
Una noche, al ir de visita, lo encontré en el suelo, desnudo y jadeante, pidiendo una copa de vino para brindar con los muertos. Alrededor las pistas de su demencia: una navaja suiza con sangre en la hoja, dos bolsas plásticas con saliva, una cuerda firmemente aferrada al barandal, copas de cristal quebradas con sus pies, un mapa astral, restos de yeso y cemento de las paredes arañadas, ropa hecha jirones. En su pecho, grabada con la carne abierta, la palabra más importante de sus poesías: «yo».
El Iconoclasta no tenía familia. Lo habían desterrado, y su padre, abusando de sus influencias, había conseguido retirarle el apellido. Yo era el único asidero real, su único amigo. Era mi responsabilidad, porque en el fondo lo quería. Al principio pensaba que era un incomprendido, pero, sin afectar mi estimación por ese hombre, descubrí que estaba hecho para otros tiempos. Juraba haber sido un bardo medieval muy famoso en otra vida, que había reencarnado en un hombre común, pero que sentía el mismo interés desbordado y obseso por crear esas historias horrendas, sanguinarias.

Él se revolvió de gozo, haciendo tintinear las cadenas que lo ataban a la cama.

No pude más que anclarlo de brazos y piernas a la cama, y tratar de mantenerlo consciente.

Se negaba a comer si no escuchaba una poesía. Escupía la sopa y comenzaba una arenga bestial que me lanzaba fuera cubriéndome los oídos.

Juré conseguir quién lo escuchara si, por favor, comía una vez al día.

Ante tal promesa se tranquilizó. Pasaron días en lo que decidía el proceso de selección, tiempo en el que él se impacientaba y me exigía, como un lord vampírico, que le trajera carne para sus escritos. Me amenazaba con gritar a todo pulmón su Retórica para las almas simples. Tuve que amordazarlo con cinta industrial, misma que después de unos días se comió.

Intenté primero con algunos amigos, prometiendo dinero y mostrándoles antes algunos ejemplos de su trabajo. Todos se negaban apenas leyendo unas cuantas líneas.

Finalmente tomé la decisión del anuncio. Él se revolvió de gozo, haciendo tintinear las cadenas que lo ataban a la cama. Su rostro se cruzó con una sonrisa maliciosa, como el vampiro que no ha probado sangre humana en siglos.

Acondicioné una habitación, siguiendo las instrucciones que dictaba desde su prisión con emoción infantil. Pinté los muros de rojo, coloqué la silla en el centro y, en lo que era el armario, taladré y coloqué dos aldabas metálicas, en las que enganché las cadenas que dominaban brazos, piernas y cuello. Ahí dormiría en adelante. Para cubrir su apariencia cadavérica, colgué una cortina roja que lo separara visualmente de sus oyentes.

Nadie tuvo los arrestos suficientes. Después de escuchar el plan y de leer los versos que les mostraba para que se dieran una idea, a pesar de la cifra prometida, preferían huir.

Así feneció aquel día, sin un solo oyente para el Iconoclasta.

Perdimos la esperanza cumplida la semana. El Iconoclasta se sumió en una depresión tal que sólo se le escuchaba gemir detrás de su cortina, la cual yo ya no descorría con tal de no ver su rostro deformado por el tiempo y el hambre. Cualquier ser humano común, más aún contando con la debilidad del Iconoclasta, hubiera fallecido de inanición durante esas dos semanas.

Le expliqué el santo y seña, sin emocionarme.

Pero de él brotaba una fuerza extraña que lo hacía sobreponerse, provista por la esperanza de ser escuchado.

Justo el día en que decidí dejarlo a su suerte, dejarlo morir en paz, ya extenuado y aburrido, el timbre sonó con sus campanas festivas y anunció la llegada de una postulante.

Una mujer, más bien una chiquilla de apenas metro y medio de estatura, con el semblante aniñado y la ilusión brillando en sus ojos. Sus ropas, sin embargo, no casaban con su semblante tierno e infantil. Por el contrario, debido a su estilo fue que me aventuré a describirla como una mujer, mas después, escuchando su voz meliflua y atendiendo sus maneras dóciles, deduje que era más una esfinge inocente probando su suerte en ministerios desconocidos.

Vestía con cierta elegancia callejera. Las medias negras, la falda corta y la blusa ligera que dejaba ver sus pechos laxos, y los pies metidos en zapatillas de tacón, contrastaban con el cabello corto como el de un muchacho, los ojos destellantes y angulados, y la sonrisa plena. Sus labios, gruesos y encendidos, eran la frontera entre sus dos personalidades que parecían fundirse sin recato. Una chiquilla que inspiraba ternura y fiereza al mismo tiempo; que invitaba a la caricia y al beso ardiente.

Preguntó por el anuncio de una manera natural.

La hice pasar, deseando, más que otra cosa, que saliera de la vista de los vecinos, que la miraban con reproche, ya hartos de los alaridos abrumadores que el Iconoclasta profería por las noches.

Le expliqué el santo y seña, sin emocionarme. Estaba seguro de su negativa. Tanto que detallé sin ánimos y le alargué el texto, que ella miró detenidamente y devoró de principio a fin sin asomo de sorpresa, sin mover un músculo de su bello rostro.

Está bien, dijo convencida.

Al escuchar su voz el Iconoclasta, cuyos apetitos sexuales desbordaban la misma demencia que sus textos, comenzó a gritar y aullar como poseído por mil demonios. El sonido brillante de las cadenas pudo enfermarme del estómago, pero la chiquilla se mantuvo estoica, mirando hacia la puerta de donde brotaban los lamentos.

Hay gente que ha muerto debido a sus poesías...

¿Por qué lo haces?, le pregunté, asiéndola por el brazo. Iba decidida a entrar en la habitación. Peor que eso, se le notaba una curiosidad plena por adentrarse en lo desconocido.

Por dinero, dijo como si tal cosa.

En ese momento, al ver su rostro inocente, recordé el primer exabrupto del Iconoclasta, cuando aún tenía nombre y apellidos, en una fiesta de su colegio. Había sido invitado como cualquier otro alumno. Departió con normalidad y después, inflamado por el vino que recorría su sangre, intimó con una muchacha, muy parecida a nuestra aventurera, que se dejó seducir por la labia proverbial del Iconoclasta. Desaparecieron en una habitación, y se supo de ellos más tarde, cuando la chica salió corriendo del cuarto, mancillada hasta los huesos, con golpes y arañazos en los brazos y los muslos, los cabellos tironeados de raíz, gritando a toda voz que se suicidaría en ese instante, que después de lo que había visto no valía la pena vivir. La policía llegó minutos después, entró a la habitación y encontró las paredes manchadas con sangre, cabellos esparcidos por el suelo y la cama, y al Iconoclasta echado sobre un diván, observando la televisión. Lo encerraron un par de días, mientras investigaban qué había sucedido ahí dentro. Ni la chica, ya calmada con barbitúricos, ni el Iconoclasta se resignaban a contar nada. Fui a visitarlo a su celda y se limitaba a decir que él no la había tocado más que lo esencial. Finalmente, tras los exámenes físicos y psicológicos, ya devuelta a la realidad, la muchacha confesó haber tenido sexo con él, pero que, debido a un punto de la charla, ella misma se había infligido esas heridas.

Hay gente que ha muerto debido a sus poesías, le dije temeroso y precavido a la muchacha antes de soltarle el brazo.

No lo creo, dijo resuelta, se soltó del brazo y entró a la habitación.

Fue tal la emoción del Iconoclasta, que escuché cuando aspiró el aroma dulce que manaba del cuello de la chiquilla.

Cerré la puerta y aguardé en silencio. Escuchaba por los intersticios de la madera la voz del Iconoclasta recitando sus obscenidades, y el ruido de las cadenas que evidenciaba su impresión.

Asqueado pero preocupado por ella, incluso sintiéndome culpable, pegué el oído en la puerta y alcancé a escuchar, por fortuna sin poder conectar las frases, algunas de sus palabras preferidas: «dedo», «llaga», «orificio», «frío», «semen»; incluso algunas frases cortas como: «oficio del caldero», «manipulación de órganos», «mentes débiles que osan penetrarme con violencia».

Su voz brotaba alterada y, conforme se acercaba al clímax, tal vez ya sintiendo la muerte inminente de la chica, los cadeneos se hicieron más estruendosos y su garganta profirió un ruido jamás escuchado por mis oídos, una especie de lamento espectral pero con una entonación vaga, como si de pronto uno de los dos cuerpos metidos ahí dentro se desinflara. Luego el silencio, roto solamente por el correr de la cortina.

Abrí la puerta cerrada por dentro, golpeándola con el hombro. Esperaba ver al Iconoclasta libre, rezumando sobre el cuerpo muerto de la muchacha. Cuántas culpas cargaría conmigo al infierno. Cuántas almas: la del joven ladronzuelo, la del vagabundo que pidió pan en la puerta, la de la prostituta que contratamos. Todos sus cuerpos flotando río abajo, alegres de estar pudriéndose después de escuchar semejantes atrocidades.

Pero no. La chiquilla estaba en una pieza, hincada a los pies del Iconoclasta, que yacía colgado muerto en una posición innombrable. Era como si todos sus miembros se hubiesen volteado, fracturando las articulaciones.

Me acerqué con cuidado. La chiquilla se puso en pie y pude ver que del centro de su cuerpo, escurriendo por sus piernas, manaban sus jugos íntimos.

Me sonrió con timidez y salió del cuarto.

Tomé al Iconoclasta por los cabellos y alcé su cabeza. La mueca de una sonrisa amplia y dichosa coronaba su rostro.

Nunca supe qué sucedió. La chiquilla se retiró tras recibir su paga y jamás volví a verla.

Esperé la noche para echar el cuerpo al río. No pesaba nada.

De vuelta clausuré la entrada de la casa con unos tablones, ante la mirada cínica de los vecinos.

Me retiré y sentí cómo me libraba de un enorme peso, de una responsabilidad maldita. Sentí pena por el Iconoclasta, tal vez no estaba preparado para unos oídos ávidos de su poesía. Literalmente se vació y, tal vez, entendió que tras la indiferencia y el posible gozo de esa chiquilla no existía nada más para él en este mundo.

Seguro el juglar reencarnará de nuevo, posiblemente en alguien más cuidadoso, en alguien que no se dejará dominar por su propio arte. El arte del miedo.

Al final, el Iconoclasta no estaba hecho para estos tiempos. Y sabe Dios si para alguno en esta tierra.

Comparte este texto: