Fragmento de Una locura razonable: Memorias de un crítico literario.
No quiero sugerir, en absoluto, que yo era el único que estaba haciendo estos hallazgos o que los estuviese haciendo por mi cuenta o mejor que nadie. En realidad, si las carencias o frustraciones con varios cursos de la Católica me dejaban en una especie de desamparo y no me hundí en él, era porque tuve la suerte de encontrar un grupo de amigos con quienes sí podíamos compartir descubrimientos y reparar vacíos. A ellos les debo buena parte de lo que soy, de mi formación intelectual y una amistad que —con los naturales cambios— continúa y ahonda mi gratitud y nostalgia por esos años que —en verdad— fueron intensos y felices. Esos amigos fundamentales fueron cuatro: Abelardo Oquendo, Luis Loayza, Mario Vargas Llosa y Sebastián Salazar Bondy. (No quiero dejar de mencionar aquí mismo que, tras la muerte de Sebastián, dos personas que ya conocía a través de él, la poeta Blanca Varela y el pintor Fernando de Szyszlo —«Gody» dentro del círculo familiar y de los íntimos—, fueron los que lo reemplazaron como los amigos fundamentales dentro de lo que llamábamos «el grupo de los sábados», en el cual Sebastián había sido la figura central). Difícil encontrar cuatro personalidades más distintas que las de esos cuatro; cada una me dio algo irremplazable, tal vez porque, pese a nuestras básicas afinidades en gustos, actitudes y convicciones, éramos un grupo en el que pesaba sobre todo, más allá de esas coincidencias, la amistad pura y simple.
Abelardo era mayor que yo por unos cuantos años y, cuando lo conocí, creo que venía de hacer estudios graduados, al lado de Luis Alberto Ratto. Abelardo era quieto, apacible, ecuánime, reflexivo, casi frío. Creo que le decíamos «El Hombre Quieto» por la conocida película protagonizada por John Wayne, pero más difundido era el apodo de «El Delfín», cuyo origen nunca he podido averiguar; así lo llamaría Vargas Llosa en la dedicatoria de Conversación en la Catedral. Tenía rasgos finos, ojos cubiertos por espesos anteojos que aliviaban su aguda miopía, y le gustaba llevar el saco sobre los hombros y con las mangas colgando al aire. Al lado de alguien tan aplomado, reflexivo y maduro como él, yo debía de parecer todavía mas atolondrado, impaciente e impulsivo de lo que era. Sin embargo, nos llevábamos bien, porque los libros y las parecidas experiencias intelectuales nos unían de un modo natural. Tenía el prestigio, casi legendario, de haber participado en un acto de provocación y escándalo parasurrealista: el asalto al local de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas, la tristemente célebre anea (más conocida como asnea) que, por su mal gusto y el tono folclórico de sus pronunciamientos, era la vergüenza del gremio. Los participantes en el acto fueron dirigidos por Rodolfo Milla y éste consistió en invadir la sala de exhibiciones que la anea tenía en un edificio de estilo morisco en pleno centro de Lima. El propósito era protestar contra el homenaje al doctor Manuel Beltroy, antiguo profesor de literatura en la Universidad de San Marcos (célebre por la hinchazón de sus adjetivos). Los revoltosos dejaron en la sala trastos y objetos ridículos y pintarrajearon consignas iconoclastas. Con su discreción habitual, nuestro amigo rara vez habló de eso.
Abelardo era como nuestra conciencia generacional, sofocando nuestros desbocados entusiasmos, frenando con sus razonamientos nuestra tentación por reaccionar a ciertos hechos políticos o intelectuales. Detestaba firmar comunicados contra el gobierno («¿Para qué?», decía, «no sirve de nada, salvo para hacernos sentir bien») y lo pensaba todo dos veces o más. A la acción prefería la omisión, tal vez por elegancia o escepticismo intelectual. Si nada había cambiado verdaderamente en el Perú durante siglos, ¿por qué iba a cambiar si lo exigían cuatro o cinco intelectuales? Abelardo era un gran «enfriador» de los gestos ardientes que dictaba nuestro entusiasmo; nos acostumbramos a escucharlo.
Daba la casualidad de que él trabajaba en el suplemento Dominical de El Comercio, que en esa época dirigía el filósofo Francisco Miró Quesada y que tenía cierto influjo en la vida cultural de una Lima entonces todavía pequeña en la que la literatura o el arte eran actividades minoritarias y tal vez respetables pero de limitado interés (no como hoy, que atraen a una masa considerable). Abelardo se ocupaba de la sección literaria, donde se publicaban poemas, cuentos, comentarios o crónicas. Allí colaboraba Vargas Llosa con una columna regular, titulada «Narradores Peruanos», que eran entrevistas seguidas por datos biobibliográficos de los más conocidos cultores del género en el país, y que yo leía frecuentemente si el personaje me interesaba. Abelardo se enteró de que yo estaba escribiendo cuentos, me pidió leerlos y decidió publicar el primero que le di: «El degüello», que era un cuento de horror que sólo funcionaba si yo lograba engañar al lector haciéndolo pensar hasta el final que la víctima era un ser humano, no un animal. Algunos lectores, escritores o no, me dijeron que les había gustado y yo, con la inocencia de mis pocos años, les creí. A la distancia de los años, me parece que lo que había querido hacer era una alianza —tal vez muy ingenua— entre dos modelos muy distintos: «El Caballero Carmelo», de Valdelomar, y «La gallina degollada», de Quiroga. En verdad, estos balbuceos reflejaban directamente mis lecturas y a veces bordeaban el plagio o la glosa. En otro (cuyo título no recuerdo pese a que llegó a aparecer en dos oscuras antologías) parafraseaba o hurtaba la atmósfera rural y la historia de una venganza que había encontrado en «Hombre de la esquina rosada», de Borges. Esta vez, trataba de usar ambientes criollistas buscando no ser «criollista», tendencia que detestaba. Entre finales de la década del cincuenta y comienzos de la siguiente, escribí unos cinco o seis relatos, en general de corte «fantástico». Abelardo publicó casi todos en el Dominical; los cuentos aparecían siempre en primera página, con una ilustración a color, y eso me ponía muy contento. Incluso se resignó a publicar el titulado «El viaje» (que apareció el 9 de marzo de 1958 y que se basaba en un sueño), pero bajo advertencia de que mi «obra» de cuentista había entrado en decadencia o agotamiento a poco de comenzar, y que era mejor que siguiese escribiendo reseñas, tarea que ya había iniciado, como contaré más adelante. Ese texto concluyó, por un larguísimo tiempo, mi aventura de cuentista.
Luis Loayza era mi coetáneo y el amigo que Abelardo más frecuentaba cuando los conocí. De hecho, no sé si lo conocí gracias a él o si lo encontré en el patio de Derecho, en la Católica, donde él estudiaba —con escasísimo entusiasmo— un año más avanzado que yo. Lucho era alto, de contextura delgada, de rostro alargado y nariz afilada, con voz grave y dicción muy rápida que a veces atropellaba las sílabas. Era también una persona reflexiva, con tendencia a la abulia y un desprecio casi universal por todo lo que fuese vulgar, trivial o ajeno a la literatura. Como no era capaz de sostener esas típicas conversaciones prosaicas de los ambientes de clase media, permanecía en silencio, casi inmóvil, como sometido a una insufrible penitencia. Apenas salía de esos aprietos, corría adonde estábamos nosotros y hacía feroces recuentos de esas escenas, en las que brillaban su helada ironía y su fulgurante precisión verbal. Una vez pasó a buscarme a casa de mi madre, cuando yo no estaba, y ella lo invitó a esperarme en la sala. Trató de iniciar una conversación con él pero como, claro, la literatura estaba excluida de ese diálogo, Lucho le dio una impresión de mortal aburrimiento.
Sus gustos eran refinados y se reflejaban en una biblioteca (que me avergonzaba cuando la comparaba con la mía) que mantenía en riguroso orden. Destacaban en ella los libros de autores ingleses y norteamericanos en su lengua original, muchas en las célebres ediciones Penguin. Creo que sus amigos le debemos habernos hecho leer, entre otros, a Henry James, que yo absorbí todo lo que pude. Recuerdo nuestras discusiones sobre Portrait of a Lady que él había leído en inglés y yo en español. (Mi inglés, aprendido en el Instituto Cultural Peruano Norteamericano durante mi secundaria gracias al empeño de mi madre, era algo rudimentario: podía leer, con algún esfuerzo, a O. Henry, Mark Twain y Whitman; pero Henry James…). Lucho citaba párrafos enteros y hasta podía parodiar sus periodos circulares, llenos de adversativas y circunstanciales. Mario Vargas Llosa ha escrito en sus memorias que fue impermeable al conjuro de James, aunque creo que The Turn of the Screw nos hacía delirar a los tres. Aparte de eso, con Lucho vinieron a nuestra conversación los libros de Forster, Conrad, De Quincey (de quien Lucho sería más tarde un gran traductor). Era un devoto lector de Borges, al que frecuentemente citaba de memoria; Vargas Llosa —en la mencionada dedicatoria de Conversación en la Catedral— lo llamó «el borgiano de Petit Thouars», aludiendo a la calle en la que vivía. Por una de esas raras coincidencias, cuando pasamos a vivir con mi madre del barrio Santa Beatriz (del que hablaré luego) a esa misma avenida, apenas a cuatro cuadras de Lucho, nuestros encuentros se hicieron todavía más fáciles y frecuentes.
Con nosotros, Lucho dejaba de lado su timidez social y charlábamos por largas horas, entre risas y bromas. Cultivaba una forma muy personal del humor negro y le gustaban los chistes brevísimos, consistentes en sólo dos frases disparatadas; también las historias de fantasmas y casas embrujadas (en los que no creía); y el sarcasmo crítico tan sutil que sonaba a elogio para un despistado. Un día descubrió que en la guía telefónica había un médico extranjero llamado Kafka y nos confió la idea de jugarle una broma. Llamarlo y decir:
—¿Doctor Kafka?
—Sí…
—¡Le habla una cucaracha! —y colgar.
Creo que nunca llegó a hacerlo, pero imaginar el breve diálogo era quizá lo más divertido.
Lucho tenía juicios muy severos sobre la actividad literaria peruana. Afirmaba que el problema esencial era que nuestros escritores empezaban a publicar antes de haber aprendido a escribir: la gran mayoría de nuestros narradores no sabía crear personajes, ni lo que era el punto de vista, ni cómo construir una trama. Y nuestros poetas —salvo dos o tres— aprendían unas cuantas formas y habilidades y luego dejaban de inventar y arriesgar. Hacía imitaciones orales de esa mala poesía que entretejía imágenes sobre el paisaje o el amor que operaban dentro de un marco o secuencias previsibles. Publicar le interesaba muchísimo menos que leer, actividad de la que escribir era —como para Borges— un desprendimiento lateral y esporádico. En broma, cuando alguien le hacía la pregunta de rutina: «¿Qué haces?», él contestaba: «Lo menos posible». Decía que había dos clases de escritores: los que escriben y los que casi no escriben; él, escéptico y abúlico, pertenecía al segundo grupo. Como autor, sus géneros favoritos eran los breves, el cuento y el ensayo, en los cuales llegaría, más tarde, a dar excepcionales —aunque escasos— frutos. Su relato más extenso es una breve novela: Una piel de serpiente (1964), que reflejaba su experiencia de esos años formativos bajo la dictadura de Odría; pese a la nota elogiosa que le dedicara Vargas Llosa, el libro pasó bastante inadvertido: iba contra todas las corrientes literarias de moda en ese momento.
La literaria no era su única pasión: el cine y el ajedrez eran las otras. Debo decir que los gustos cinematográficos de nosotros cuatro eran bastante disímiles, lo que causaba tumultuosas discusiones cuando queríamos ver una película. A Lucho le gustaban las policiales y, en general, el llamado cinéma noir, pero sobre todo los filmes de Hitchcock, a los que defendía ardorosamente de nuestras objeciones. Lo comparaba con Poe: grandes cuchillos sangrientos, estridentes gritos de las víctimas, casas sombrías, y sobre todo la calculada frialdad de su violencia. Nosotros, Abelardo especialmente, subrayábamos que ésos eran trucos baratos, pensados para electrizar al público; Lucho insistía en que eso era la superficie y que debajo había una visión desolada y angustiosa. Al respecto, yo era un ecléctico: no compartía toda la pasión de Lucho por Hitchcock, pero algunas de sus películas realmente me entretenían. Sólo muy tarde, volviendo a ver North by Northwest o Psycho descubrí la veta distorsionada, casi surrealista, que lo fascinaba.
Abelardo y yo jugábamos ajedrez, pero al lado de Lucho éramos como niños: él lo estudiaba, entendía su delicado lenguaje o álgebra, conocía por su nombre cada uno de los movimientos. Se lucía con nosotros o con cualquiera jugando sin ver las piezas o mientras hacía otras cosas. Para consolarse de la pobre competencia, solía jugar consigo mismo. Una vez aprovechó mi inocente error inicial y me ganó con el llamado «mate pastor» (el mate de los tontos); me sentí tan humillado que no volví a jugar más con él. La actividad del juego, que para mí ha sido siempre casi incomprensible, le producía verdadera excitación, fuese del tipo que fuese: cartas, monopolio, damas, ruleta…
Hacia 1958, Mario y Lucho viajaron juntos a Europa, llegando primero a Madrid (donde Mario se quedó un tiempo preparando su tesis sobre Rubén Darío) y luego a París, donde Lucho consiguió un puesto como traductor en la France Press, así que dejamos de verlos por un buen tiempo. En París, Lucho se casó con Rachel y volvió a Lima en 1961 para trabajar en la página editorial de Expreso. Su ausencia sería definitiva después de que consiguió en 1963 un cargo como traductor de las Naciones Unidas en Nueva York y después en Ginebra. Por cartas que recibíamos de él (escritas en frases breves, impecables, sin una sola corrección y firmadas por una línea zigzaguente que significaba «Luis») y por otras fuentes, nos enteramos de que su pasión ajedrecística había continuado y florecido. Una vez en que el campeón mundial de entonces, Bobby Fischer, desafío a varios jugadores en simultáneas, perdió sólo en un tablero: el de Lucho.
Por varias razones, los contactos de esa época con Vargas Llosa fueron algo más esporádicos y limitados. En primer lugar, Mario se había casado —como todo el mundo sabe por su novela La tía Julia y el escribidor— con Julia Urquidi, emparentada con la familia de los Llosa; vivía en muy estrechas condiciones económicas en la ya desaparecida «quinta enana» (con rasgos de arquitectura neoincaica) de la calle Ocharán, en Miraflores, según la llama en Conversación en la Catedral. Recuerdo ese departamentito minúsculo en el que todo —lo mínimo indispensable para vivir— estaba a la vista. Para sostenerse, Mario dependía de un rosario de pequeños trabajos, algunos de lo más pintorescos, como el de registrador de sepulturas. Eso significaba que carecía de las horas libres de las que nosotros disponíamos y sólo nos juntábamos con él algunos fines de semana que tenía libres. Lo que hacíamos con frecuencia, tras largas discusiones, era ir al cine. Más de una vez, esas salidas se convirtieron en una penosa tragedia: para evitar tumultos, los Vargas Llosa habían comprado sus entradas con anticipación, pero a la hora de la función descubrían, con horror, que habían dejado los boletos en casa. Cariacontecidos, frustrados, cancelábamos nuestros planes y nos íbamos a comer algún bocado para tratar de pasar el mal rato. Todos nosotros, en mayor o menor grado, nos arreglábamos para vivir, sin quejarnos mucho, dentro de límites más bien precarios.
Por otro lado, mientras yo podía encontrarme con Abelardo en El Comercio y con Lucho en la Católica o en sus respectivas casas (Lucho era soltero como yo, Abelardo ya se había casado y formado una familia), Mario estudiaba en San Marcos y eso lo ponía un poco fuera de nuestras rutas. A veces me lo encontraba de sorpresa, cuando yo me aventuraba al lado izquierdo, más populoso, de La Colmena, en busca de librerías de viejo, y allí, en medio de la calle, sosteníamos breves conversaciones. En San Marcos, Mario también tenía como profesor de Historia a Raúl Porras, quien lo ayudó ofreciéndole un pequeño trabajo en la biblioteca privada del Club Nacional; allí, el futuro novelista haría un descubrimiento decisivo en su formación intelectual de libertino: era un valioso depósito de obras eróticas y licenciosas, entre las que se encontraban las del Marqués de Sade que formaban parte de la famosa serie Le maître de l’amour, organizada por Apollinaire.
En verdad, pese a nuestros años en La Salle, Mario estaba más cerca de Abelardo (quien, entre otras cosas, había oficiado de testigo en su clandestina boda con Julia fuera de Lima) y de Lucho. La prueba de eso es que fueron ellos tres quienes sacaron los llamados Cuadernos de Composición (1955), serie de plaquetas con breves textos en prosa en las que Lucho publicó «El avaro»; los tres se lanzaron luego en otra aventura intelectual: la creación de la revista Literatura, que alcanzó tres números (1958-1959). En Literatura Vargas Llosa publicó un par de notas pioneras sobre la poesía de César Moro, por completo desconocida entonces, y una severa crítica de un libro del poeta social Alejandro Romualdo, sobre el que yo también —quizá con más dureza— escribiría después, generando una polémica cuyos ecos y consecuencias fueron muy largos. A propósito de esta revista hay que decir algo sobre nuestro grupo y el resto de los escritores peruanos del momento. Lucho tradujo para Literatura un cuento de Paul Bowles titulado «La presa delicada», cuya primera frase nos sonaba —en la versión que él hizo— con una seductora música que todavía recuerdo: «Eran tres philala que vendían cuero en Tabelbala». No deja de ser asombroso que alguien en Lima leyese y tradujese el cuento que un autor norteamericano exilado en Marruecos y entonces desconocido había escrito en 1950; con todas sus limitaciones, la vida intelectual peruana es capaz de dar esas sorpresas.
El cuarto miembro de nuestro grupo —y el que me dejaría la huella más profunda— era Sebastián Salazar Bondy. Era el único entre nosotros conocido y reconocido como un escritor; de hecho, era uno de los miembros más prestigiosos de la llamada «generación del 50», que hoy, a la distancia, puede ser una de las más importantes en el Perú de la segunda postguerra. Pero, en verdad, Sebastián era el mayor entre nosotros (a mí me llevaba diez años) e, igual que varios de sus compañeros como Jorge Eduardo Eielson y Javier Sologuren, había empezado a publicar a mediados de la década anterior. ¿Éramos nosotros, pese a ello, parte de la misma generación? La respuesta es difícil (más para alguien que es un participante o testigo de sus actividades) y la que daré yo tal vez sea polémica. Si éramos parte de esa promoción, ¿no resulta acaso más acertado ver la primera porción de la novelística de Vargas Llosa como una reacción a lo que hacían los narradores de ese grupo? De hecho, la breve obra narrativa de Loayza no tiene ninguna afinidad estética con la que producían los narradores más destacados (Julio Ramón Ribeyro, Enrique Congrains, Carlos Zavaleta) del 50. Teníamos, sin embargo, afinidades generacionales con ellos: la dictadura de Odría, el fenómeno de la masiva migración interna (que era un gran tema narrativo de entonces), la vana discusión entre «poetas puros» y «poetas sociales», etcétera. Pero creo que nosotros éramos una suerte de grupo tangencial a la generación del 50, con una actitud literaria que vinculaba ese momento con el que lo seguiría: una especie de conexión o engranaje intergeneracional. La preocupación social está también en Vargas Llosa, pero no como la interpretaba literariamente ese grupo. En él y en nosotros podía notarse un rebrote del legado surrealista (como espíritu, no como retórica), un conjunto de lecturas e influjos que nos separaban de nuestros inmediatos mayores. Pero hubo también una convergencia, y esa convergencia se dio a través de nuestra amistad con Sebastián, que nos marcó a todos pero que dejó en mí su huella más profunda.
Sebastián era multifacético: poeta, autor teatral, narrador, ensayista, periodista, etcétera. Pero sobre todo era un gran animador cultural, una personalidad cálida y cordial a la que era difícil no querer. Cuando yo caminaba las calles del centro con él, yendo o viniendo de El Comercio, el trayecto se alargaba porque Sebastián saludaba y era saludado por gente de lo más diversa: escritores, políticos, jóvenes, mozos de café, lustrabotas, choferes, artistas callejeros… Con todos hablaba con la misma actitud y a todos les decía algo interesante o valioso o simplemente espontáneo; por eso todos lo recordaban. Sebastián era un hombre de estatura mediana, flaco, con el pelo lacio y escaso pegado al cráneo angosto y en forma de huevo («mi ovoide cabeza», dice en un poema-autorretrato). Pero sus rasgos físicos más característicos eran la larga nariz afilada, sus agudos ojos caídos y el color sospechosamente marchito de la piel oscura, que le daban un aire triste de pelícano; sólo cuando alguien ajeno a nuestro grupo lo conocía por primera vez y nos hacía notar esos detalles, nosotros nos dábamos cuenta de que estábamos tan acostumbrados a verlos que casi no los notábamos. Ese aire melancólico y quizá enfermizo estaba jubilosamente contradicho por un omnipresente entusiasmo y gran sentido del humor que nos contagió, como una invencible infección, a todos: sus bromas, sus chistes llegaron a ser nuestros. Todavía hoy, cuando el original «grupo de los sábados» es sólo un recuerdo, los que quedamos los repetimos, contamos y celebramos. Yo mismo no sé si lo que cuento es mío o suyo, y hasta creo que le he inventado no pocos. Quiero decir que algunas de las cosas que digo que nos pasaron quizá no nos pasaron: nos contaba historias que habían ocurrido o que él inventaba, y que nosotros después repetíamos como si fuesen ciertas. La gran lección que Sebastián nos enseñó —especialmente a mí— era su indeclinable amor a la vida y el arte de vivirla con la mayor intensidad. Un par de ejemplos de lo que acabo de decir provienen de dos personas que yo nunca conocí, pero cuya amistad él me transmitió a través de historias que me quedaron grabadas para siempre: el «Negro» Julio Gastiaburú, médico de profesión, y Pepe Bresciani, que se convertiría en biólogo marino. Sólo
sé de ellos lo que Sebastián me contó innumerables veces: anécdotas de estos personajes que eran grandes ejemplos de ese humor limeño, apicarado y malicioso, que él tanto apreciaba y que cultivaba mejor que nadie. En una de esas anécdotas, Bresciani lo esperaba en el aeropuerto de Copenhague o Estocolmo, en medio del gélido invierno nórdico; su vuelo se había demorado, llegó con gran retraso y, en medio de la bruma y los apagados sonidos de una lengua extraña, decía haber escuchado a Bresciani, rezongando en un inconfundible lenguaje callejero: «Oye, pues, huevón, me tienes aquí como un cojudo, esperando por horas…». Sebastián agregaba que escuchar esos insultos lo llenó de alegría porque le confirmaban que había un limeño esperándolo en Estocolmo.
Cuando Sebastián se nos sumó —aunque me parezca que siempre estuvo con nosotros—, nuestro grupo había sufrido las bajas provocadas por la ausencia de Lucho y Mario, a las que ya hice referencia. Por eso, la adición de Sebastián fue providencial. Esa incorporación tiene que ver directamente conmigo, forma parte de una historia que nunca he contado y me permite hablar del barrio de Santa Beatriz.
Sin nosotros saberlo, varios escritores, intelectuales y artistas, muchos de los cuales más tarde serían mis amigos —desde la poeta Blanca Varela hasta el músico Enrique Pinilla—, vivían en el mismo barrio que yo. Mi casa quedaba en la calle Alejandro Tirado, a pocas cuadras de la avenida Arequipa, que entonces era la mayor —o única— vía que unía Lima con Miraflores. Era un típico barrio de clase media; de casas sencillas, algunas con pequeños jardines; hacia el sur, se abría el Parque de la Reserva, donde había casas algo señoriales. (En una de ellas vivía una hermosa chica algo mayor que yo, a la que contemplaba tomar el sol con los ojos cerrados. Me enamoré perdidamente de ella, le otorgué un nombre —sólo conocía el apellido de la familia—, leía libros en el Parque para llamar su atención, pero nunca me atreví a hablarle). Recuerdo los nombres de algunas calles (donde debo de haberme cruzado anónimamente con algunas personas que luego serían mis amigos): en Mariano Carranza vivía Blanca; en Carlos Arrieta, que hacía esquina con la mía, vivía Sebastián; en Emilio Fernández, donde yo había esperado por años el ómnibus de La Salle, vivían Emilio Adolfo Westphalen y el músico José Malsio; en Teodoro Cárdenas estaba la casa de Javier Sologuren; en la avenida Arenales, las del crítico garcilacista José Durand y de otro músico, Enrique Pinilla; y la de Carlos Germán Belli no quedaba lejos en el barrio. Evocando esos años, en nuestro grupo llegamos a la irónica conclusión de que ése había sido nuestro humildísimo Montparnasse, de lo que sólo mucho después pudimos darnos cuenta.
Al único que yo podía reconocer entonces era a Sebastián, porque había visto varias veces su foto y sus artículos en los periódicos, y quizá alguna de sus obras teatrales. Además lo veía pasar, con una mezcla de admiración y envidia, camino al centro o volviendo de allí. Sebastián vivía en la casa de su hermano, el filósofo Augusto Salazar, y Helen, la esposa noruega de éste. La pareja ocupaba una modesta casa en un segundo piso; de hecho, Sebastián vivía en la parte trasera, en un altillo cuyas ventanas yo podía ver desde la mía y que justifican el nombre que mi madre le había dado: la pajarera. Nunca me atreví a abordarlo en la calle, como hacía todo el mundo. Tuve que esperar una ocasión propicia, que llegó del modo más inesperado.
Sebastián se casó con Irma Lostaunau, una joven mujer nacida en Ica (la misma ciudad costeña donde nació el poeta modernista Abraham Valdelomar, tío de Gody). Irma tenía un tipo de belleza —piel morena, grandes ojos almendrados, cuerpo esbelto— que le daban un aire hindú o árabe que pocos dejaban de apreciar. En un poema titulado «Costa y mujer», Sebastián celebraría esa relación que veía entre dos realidades que amaba como una unidad telúrica: la de ella y el paisaje costeño. Estoy seguro de que fueron una pareja muy feliz, sobre todo cuando nació su hija, Ximena, que Sebastián adoraba. No era su primer matrimonio: de joven, en su época bohemia de la que yo iba recibiendo noticias fragmenadas a través de él, había vivido unos años en Buenos Aires, donde su pasión teatral se definió y afirmó. Allí, en el ambiente del teatro independiente porteño, conoció a una actriz, Inda Ledesma, quien llegó a ser una figura importante en ese medio. No sé cuánto duró esa relación, pero sospecho que no fue ni fácil ni tranquila. Sólo recuerdo una anécdota del momento de su ruptura que él mismo me contó: mientras empacaba sus cosas para irse de su lado, Inda le dijo, melancólicamente: «Lo malo es que no creo que encuentre otro hombre tan divertido como tú». Los contactos de Sebastián con Buenos Aires le permitieron acercase al grupo de la revista Sur, donde publicó ocasionalmente; gracias a su mediación, yo también colaboré, por única vez, en esa revista, cuando me encargaron una breve antología de la poesía peruana de la época, que apareció en 1964. También tuvo la oportunidad de vincularse con la compañía teatral del actor Pedro López Lagar, con la que, en funciones de «asesor», había hecho una gira en 1952 por Ecuador, Colombia y Venezuela. Las aventuras de Sebastián con esa compañía fueron pintorescas y jocosas, sobre todo cuando visitaban ciudades de provincias donde nadie había visto teatro y tenían que representarlo en viejos cines, del todo inaparentes para esos menesteres. Sólo cuento una anécdota: en la representación de un viejo drama conyugal, la esposa infiel recibe un mensaje secreto de su amante, justo antes de que el marido entre en escena. Se suponía que ella echaba el papel a la chimenea ardiendo y que el marido, con aire sospechoso, decía: «Siento olor a papel quemado». Pero el encargado del escenario había olvidado poner o sugerir una chimenea. Tras el desconcierto inicial, la actriz —usando los recursos propios de su largo oficio escénico— trata de salvar la situación rompiendo el papel en pedazos y arrojándolos hacia donde debía estar la chimenea. El esposo, también actor experimentado, percibe en un segundo el problema y altera el texto produciendo una involuntaria imagen surrealista: «Siento olor a papel roto». Los espectadores ni cuenta se dieron del accidente.
Ya casado, Sebastián fue a vivir en un departamento en un edificio frente a un parque que se encontraba, precisamente, a un par de cuadras de mi casa en Petit Thouars, lo que facilicitaba nuestros encuentros; esto significa que nosotros tres vivíamos muy cerca el uno del otro. La cercanía física facilitó nuestros encuentros, que podían ocurrir más de dos veces por semana. Pero el día religiosamente esperado para la reunión con el grupo era, naturalmente, el sábado. El punto de encuentro era frecuentemente su casa o la de los Matos o —por razones que luego explicaré— el amplio departamento de Gody en el corazón de Miraflores. El rito era básicamente el mismo: nos citábamos para tomar unos tragos hacia las ocho de la noche; hablábamos a gritos y hasta por los codos hasta las diez y luego salíamos a un «chifa», pues todos éramos devotos de la comida china y la mesa circular, y el despliegue de platillos estimulaba gratamente nuestra charla. Nuestro «chifa» favorito tenía dos locales, ambos con el mismo nombre: el Kou Wa (en broma lo llamabamos el Quo Vadis) de Lima, en el sótano de un edificio cercano a la Plaza de Armas, y el de Miraflores, mucho más grande y moderno, con sus puentes de imitación oriental sobre estanques con carpas. De acuerdo con el número de personas, nos decidíamos por uno u otro. El rito llegó a tener reglas tan consabidas que eran implícitas: a veces ya no necesitábamos decirnos dónde ibamos a comer, sencillamente partíamos en distintos autos y nos encontrábamos sin problemas en la puerta del lugar. Los chistes y las bromas eran una importante parte del rito: teníamos un amplio repertorio, que naturalmente se iba incrementando, pero nos gustaba repetir las mismas historias, reales o inventadas, con el pretexto de que siempre había alguien que no las había escuchado o no las recordaba. El arte consistía en introducir variantes, en alargar la expectativa, en soltar la línea final con efectos escénicos. En esto los mejores eran Sebastián y Gody, porque sabían usar objetos o utensilios (cucharas, palillos, lentes) para improvisar verdaderos «actos» cómicos. Nos reíamos tanto que a veces las carcajadas con el estómago lleno me producían espasmos.
Teníamos un modo travieso, irreverente y malicioso de hablar sobre lo que fuese, sobre amigos y enemigos y aun sobre nosotros mismos; la idea era burlarnos de todo. Eso no quiere decir que no tratásemos también asuntos importantes y de trascendencia y que no nos trenzásemos en feroces discusiones ideológicas, que mostraban bien cuántas hondas diferencias de opinión eran posibles pese a nuestra amistad. En todos los niveles, lo que resultaba evidente era la pasión con la que vivíamos, actuábamos y dialogábamos. Otro elemento del rito era el menú, que casi no leíamos porque elegíamos los platos de siempre, dejando uno o dos a la sugerencia de quien nos atendía. Félix, uno de los mozos del «chifa» de Lima, era un hombre mayor, con un tic en los ojos, respetuoso y discreto, que siempre acertaba con los platos sorpresa. Cuando Sebastián viajó invitado a Pekín, llevó un mensaje para la madre de Félix y ayudó en las gestiones para traerla a Lima. Cuando eso se produjo, la gratitud de Félix fue inmensa y le llenaba los ojos de lágrimas. Otro de esos mozos me reconoció en el local de Miraflores, muchas décadas después, y sollozó con la emoción de revivir, por un instante, los viejos tiempos.
La amistad de Sebastián era posesiva y exigía una retribución en el trato: vernos era una obligación que había que cumplir, dejando de lado cualquier cosa. Una vez, unos amigos del todo ajenos al grupo me invitaron a su boda, que se realizaba un sábado. Cuando se lo informé a Sebastián, insistió, entre bromas y veras, que me excusase. Con gran dificultad logré convencerlo de que mi presencia era inevitable, pero me cuidé mucho de salir corriendo de la ceremonia apenas pude y me junté tarde con él y el grupo en el «chifa» de turno. Sebastián llegó a formar una parte tan indispensable de mi vida que ya casi no lo notaba. Cuando yo quería hablar de literatura o de lo que fuese, buscaba a Sebastián casi sin pensarlo. Estaba siempre a la mano y yo casi no percibía que, estando tan unidos, nuestras vidas eran en el fondo bastante distintas, entre otras razones porque él estaba casado y yo todavía era soltero. ¿Cómo iba a imaginar que esa amistad duraría muy poco? En 1965, Sebastián murió en un hospital de Lima; tenía sólo cuarenta y un años.