El fuego será tu casa [fragmento] / Nuno Camarneiro

 
      Grité y en ese grito ardí.
      Me callé, y lejos y mudo ardí.
      De todos las márgenes me aparté.
      Al centro fui y en el centro ardi.
      Rumi, Rubayat

Fui insensato, egoísta, temerario e ingenuo.
      No podía ser de otro modo.
      Llegué a la capital al final de la tarde y Kerem me esperaba en el aeropuerto. Lo abracé, le pregunté por la familia, por la salud, por el trabajo en el periódico. Me besó varias veces, me dijo que sí, que todo andaba bien, con la gracia de Dios. No demasiado bien, pero ahí iba, y me besó de nuevo.
      Tomamos un taxi y fuimos al hotel en el centro de la ciudad. Cenamos, reímos, intercambiamos impresiones en voz baja, rumiamos memorias y silencios. Era un hotel para turistas y hombres de negocios; Kerem bebió conmigo, sonriendo, pero mirando alrededor.
      Le resumí mis intenciones y discutimos los pormenores, el recorrido y una historia plausible. En el caso de que fuéramos interpelados por un grupo rebelde, lo que era bastante probable, yo tendría que elegir entre pasar por periodista o por empleado de una ong, preferiblemente la Cruz Roja, ya que todos la conocían. Cualquiera de las opciones implicaba sus riesgos, para ambas me faltaban las credenciales, la experiencia y la fisonomía.
      —En realidad, sólo pareces escritor, pero, como nunca han visto uno, van a pensar que eres un idiota o un agente norteamericano.
      Y Kerem se rio.
      —No les gustan los periodistas y pueden matarte por capricho, tienen algún respeto por la Cruz Roja, pero van a querer comprobarlo. ¿Prefieres morir enseguida o mantener alguna esperanza?
      Y Kerem se rio mucho.
      Pedí dos whiskies más. Le pregunté si podría pasar por portugués y me respondió que sí, que nadie temía a los portugueses. Teníamos dos días para crear algunos registros falsos en internet que corroboraran mi identidad, nada muy sólido, pero que surgiese en las primeras búsquedas.
      —Pregúntales si tienen comida y agua, pídeles números y estadísticas, pregunta por los niños y si necesitan medicamentos. Casi todos los combatientes tienen hijos, pero muchos les han perdido el rastro.
      Tomé algunos apuntes y subrayé palabras importantes: niños, hambre, víctimas, freedom fighters. Por lo que Kerem me decía, allí las palabras aún tenían peso. El islam no tiene imágenes, sólo palabras, y ninguna debe ser proferida si no es intencional: «Nos acostumbramos a eso», me decía, «cuando solamente tienes un libro, todo lo que allí está escrito es para ser repetido y tomado en serio».
      —Es terrible, ¿no crees? Como si todas las palabras pertenecieran a Dios y nosotros sólo las pidiésemos prestadas. La mayoría de los autores nacionales únicamente llena los espacios vacíos, con tanta reverencia y tanto miedo que son poco más que ecos. La potente voz divina repetida ad infinitum. Nuestros teclados no necesitan puntos de interrogación, nos bastan los de exclamación.
      —En mi país nos quejamos de lo contrario, de que hay demasiados escritores y las palabras ya no valen nada. Algunos gritan, otros se fingen callados, pero todos quieren inflar las palabras. Vender latón por oro, inventar brillos donde faltan.
      —Las palabras son como las monedas, no nos deben faltar ni se nos deben caer de los bolsillos.
      Y nos quedamos por allí. Acordamos un nuevo encuentro para el día siguiente, nos abrazamos y nos fuimos a dormir.
      Él se fue a dormir. Me quedé despierto hasta tarde, pensando, preocupándome por lo que antes me había parecido accesorio y de poca importancia, cosas que se habrían de resolver en el lugar y en el momento propios. Pero el momento propio se acercaba y, de repente, me sabía estúpido y desguarnecido, a punto de entrar en una historia donde sólo podía desempeñar el papel de víctima.
      Encendí el televisor y busqué un canal de noticias en inglés. En España un hombre se había reventado en el metro llevándose con él a veintidós personas, con tendencia a aumentar. «Dios es grande», gritó el hombre según un testigo, Dios es grande. Apagué el aparato y me dormí.
      A las diez sonó el despertador a mitad de un sueño que no recuerdo, y me estremecí, entre la tensión y el miedo.

*

Llamé a Edite antes de levantarme. Necesitaba que me animara y me dijera que no era un completo idiota, sólo un poco valiente. No me respondió, había tres horas de diferencia y Lisboa aún dormía. Le envié algunas frases confusas y besos. Besos, mujer mía.
      Salí de la habitación y fui a la planta baja para tomar el desayuno. Algunos occidentales miraban los teléfonos móviles mientras comían dulces empapados en almíbar de azúcar y bebían un líquido turbio que, de lejos, pasaba por café. Los empleados circulaban por las mesas impecablemente vestidos, silenciosos y solícitos. Me señalaron una mesa y me senté.
      Pasé la mañana deambulando por la ciudad, visité los mercados, las tiendas de alfombras y de artesanías, bebí té. Me fijaba en los gestos, la entonación, el modo como meneaban las cabezas y agitaban las manos cuando algo les desagradaba. Esperaba una llamada de Kerem, había acordado un encuentro con el conductor que nos llevaría hasta cerca de la frontera. Pensé en llamarlo, pero habría sido abusivo; los tres días que habíamos pasado juntos en un festival en Francia no permitían demasiada confianza. Paciencia.
      Compré un cortapapeles de hueso de camello para darle a Edite cuando volviera. Estaba tallado y decorado con finas líneas negras, y le pregunté al vendedor si tenían algún significado. No me respondió, o le parecí estúpido por buscar un sentido, o estúpido para entender la respuesta. «Biutiful, biutiful», y me sacó los billetes de la mano. «Very gud for wife».
      La idea de un regalo que le pudiera llevar me servía de aval, una garantía de que habría de volver a estar con ella en la mesa del comedor, fumando demasiados cigarrillos, bebiendo demasiado vino, discutiendo mucho a propósito de nada. Después de una tregua tardía, ajustada en confusiones de piernas y manos y besos. Hay parejas que tienen sexo entre las discusiones, otros que discuten entre el sexo. Nosotros como todos los demás.
      Comí brochetas de pollo en una terraza improvisada. La chica que me sirvió bromeó en varias lenguas e intercambiamos algunas palabras. Quiso saber de dónde venía, cómo era la vida por allá, si éramos ricos o pobres. Le sonreí y no supe producir una respuesta inmediata. Somos pobres entre los ricos y ricos entre los pobres, acabé por decir. Se rio y dijo que estaba bien así.
      A mitad de la tarde Kerem me llamó, teníamos un encuentro con Sami, el conductor, una hora más tarde en una casa de té. Anoté el lugar y las direcciones y le oí una recomendación: «Déjame ser yo el que hable y trate todo, no abras la boca a menos que él te haga alguna pregunta». Nos despedimos y fui caminando hacia el lugar acordado.
      Llegué diez minutos antes y me senté a una mesa en el rincón de la sala. El humo de los cigarrillos, los empleados con las bandejas llenas de tazas ornamentadas, los trajes de los clientes y hasta la música que se oía en la radio daban al lugar un ambiente de película antigua, no eran muchos los teléfonos móviles y las zapatillas que imitaban marcas norteamericanas. Kerem y Sami llegaron juntos, venían a conversar y parecían bien dispuestos.
      La reunión tuvo dos momentos distintos, o así me pareció por las traducciones esporádicas que Kerem iba haciendo. Durante el primer cuarto de hora, Sami fue enumerando los peligros del viaje, contó historias terribles que habían pasado con gente que conocía (degollamientos, secuestros, violaciones) y se mostró muy renuente con la tarea. En cuanto acordamos un precio (una pequeña fortuna para los jefes locales), empezó a sonreír y a decir que todo iba a estar bien, con la gracia de Dios. Insha'Allah, Insha'Allah, y tocamos las tazas a manera de brindis.
      Señalamos la partida para las seis de la mañana, nos dimos un apretón de manos y nos separamos.
      Antes de acostarme hablé con Edite. Le dije (mintiendo) que el ambiente era más relajado de lo que imaginaba, que había periodistas y hasta turistas visitando esa región. «No será más peligroso que un viaje en el tren fantasma. Todo muy controlado. Dicen que hasta las Kalashnikov que se ven en la televisión sólo sirven para adornar, la mayor parte no tienen municiones», dije, mintiendo mucho.
      Le di el número de Kerem y de la embajada portuguesa. «Es todo muy seguro, pero por si acaso no tuvieses noticias…».
      Me insultó, me dijo que me amaba, me insultó de nuevo y nos despedimos con besos.
      Prendí el televisor; en Polonia, un grupo de cristianos de extrema derecha había incendiado un centro de acogida de refugiados, tenían por nombre Dios Verdadero de Dios Verdadero, habían muerto tres niños y dos adultos.
      Apagué el aparato y me dormí.

*

A la hora señalada llegaron a buscarme en la entrada del hotel. El Toyota de Sami tenía más kilómetros que cualquier otro automóvil en que yo hubiera viajado, el tapizado estaba rasgado y se veía la espuma del relleno a través de los huecos y de las quemaduras de cigarrillo. Sólo se captaba una de las estaciones de radio y ahí un señor leía las noticias con un entusiasmo poco natural. Le pregunté a Kerem lo que pasaba. «Nada especial, hoy es feriado nacional, se celebra el día del fundador del país, del deporte y de la juventud». Me quedé sin saber cuál de las efemérides había excitado tanto al locutor.
      A medida que nos alejábamos de la ciudad, los colores iban cambiando, los rojos, azules y amarillos se transformaban en ocres, blancos muy sucios y cenicientos, las casas se diluían en el paisaje y devolvían a los ojos la pobreza y el abandono.
      De vez en cuando, Kerem se volvía hacia mí, me sonreía, hacía la señal de ok con el pulgar hacia arriba, me preguntaba si estaba cool. Y sí, replicaba el gesto, sonreía también. De la pobre estación de radio salían ahora canciones rápidas en ritmos que me eran extraños, Sami y Kerem conversaban, gritando por encima de eso.
      El soplo del aire acondicionado no llegaba al asiento trasero. La túnica y el pañuelo que Kerem me había prestado se me pegaban al cuerpo con el sudor y me recordaban las tardes de carnaval de cuando era niño, vestido de zorro o de vaquero, fingiendo ser quien no era, envuelto en una broma que traía más incomodidad que placer.
      Después de cinco horas de viaje, paramos en una estación de servicio que quedaba en medio de la nada. Llenamos el tanque, compramos botellas de agua, comimos sándwiches de queso y fumamos cigarrillos.
      —Estamos en las puertas del infierno —dijo Kerem—, Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate
      Yo me persigné, pero la Santísima Trinidad no tiene aquí ninguna jurisdicción.
      —Basta con que no te quites el pañuelo, aunque tengas calor, cúbrete la cara y, si nos mandan parar, mira el teléfono, escoge un juego y finge estar relajado. Si te saludan, responde «Marhaban», o, si es un hombre mayor, «Alaikum As-Salaam»,
      —Maraban.
      —No, «Marhaban».
      —Marahban.
      —No, «Marhaban».
      —Marhaban, marhaban, marhaban.
      —Practica en el auto; si te olvidas, más vale quedarte callado.
      —Marhaban.
      —Estamos jodidos.
      —Marhaban.
      —Estamos muy jodidos.
      Sami sonrió con pocos dientes, arrojó la botella de plástico al suelo y nos mandó a entrar en el coche para proseguir el viaje.
      A través del cristal sucio de la ventana, las aldeas se iban alejando unas de las otras, rodeadas por tierras áridas y montañas, cansadas de luchar contra la geografía. En las calles estrechas que cruzábamos veíamos hombres sentados en la calle, cabras empolvadas, niños corriendo detrás de balones de futbol imaginados a partir de trapos o bolsas de plástico atadas unas con otras. El aire caliente caía y se adensaba en el asfalto, contrariando algunas leyes de la física y dificultando la travesía. Las aldeas, el aire, la mirada de los hombres de largas barbas eran contrarios a cualquier movimiento o cambio y me daban la impresión de que viajábamos más en el tiempo que en el espacio.
      Zuhr, zuhr, repitió Sami algunas veces, aminoró la marcha y se detuvo junto a la orilla. Fue a la cajuela, de donde sacó una pequeña alfombra, y se puso de rodillas, a la sombra del coche, para proceder a la oración del mediodía.
      —¿No rezas? —le pregunté a Kerem.
      —No puedo rezar en público, no me preguntes por qué.
      No pregunté, pero me respondió.
      —Siempre he pensado que la relación de un fiel con su dios debería ser modesta, o, si prefieres, pudorosa. Los rituales y las fórmulas son necesarios para que los dioses de unos se encuentren con los dioses de otros, no habría religión sin ellos, pero para mantener la fe necesito usar mis palabras con recato, en secreto… y siempre con los ojos cerrados.
      Sami se levantó y vino hasta nosotros. Nos lanzó una mirada extraña, de otro mundo, distante y altivo. Meneó la cabeza para que volviéramos al carro, y así lo hicimos.
      Habíamos recorrido dos o tres kilómetros cuando nos vimos, de nuevo, forzados a parar. Frente a nosotros había una barricada policial: cuatro hombres uniformados, una estera de puntas metálicas y varias señales de tránsito que obligaban a frenar.
      —¡Mierda, mierda! —dijo Kerem—. ¡No hables, no digas nada!
      Pidieron los documentos de Sami y del vehículo, echaron un vistazo dentro, Marhaban, dijeron; Marahban, dije yo. Intercambiaron miradas y nos mandaron salir. Kerem se acercó al parabrisas y vio algo que le cambió el semblante.
      —¡Da media vuelta, Sami, carajo, da media vuelta y vámonos de aquí!
      Sami dudó, se confundió con los cambios y empezó a dar marcha atrás. Antes de que el coche diera la vuelta, oímos tiros, los neumáticos fueron alcanzados y la ventana de Sami también. Rompieron los restantes a fuerza de porrazos, nos arrastraron hacia afuera, nos patearon y gritaron. Aún puse las manos en la cabeza, Marahban, marahban.
      Amarrados y vendados, unos sobre otros, fuimos llevados lejos en la caja de una pick-up.
      —Las botas que traen puestas no son de la policía —dijo Kerem.
      —¿Fue culpa mía? —pregunté—, ¿fui yo que fallé?
      —No fue culpa de nadie, son las botas que traen puestas.

*

Estaba oscuro y no sabía qué horas eran. La cabeza me dolía por dentro y por fuera, una presión furiosa de recuerdos y palabras que hervían desde el centro y se expandían, atravesaban los huesos del cráneo y reventaban en heridas abiertas. Quise tocarlas, pero me di cuenta de que tenía las manos atadas detrás de la espalda. También me dolían los brazos y las muñecas. Levanté el cuerpo y conseguí vislumbrar en la penumbra algunos bultos, cuatro o cinco, tal vez más. En un rincón de la sala, una luz azulada iluminaba un rostro barbudo, gafas de metal anticuadas, una página de Facebook reflejada en sus lentes. Al lado, recostada en la pared, dormía una Kalashnikov. Sentía la boca seca y un regusto amargo corriendo por mi lengua, pero no era hora de pedir agua. Cerré los ojos y traté de volver al sueño.
      Me desperté golpeado por la delgada luz de la mañana. Un hombre me empujaba los hombros con violencia. Gritaba en árabe o en un inglés que me pareció árabe. Grité también y recibí una cachetada en la cara que me dejó zumbando el oído.
      A mi lado estaba Kerem, también confuso, mirando alrededor. Después Sami, con las manos apretadas junto al pecho, repitiendo palabras en sordina mientras balanceaba la cabeza hacia atrás y hacia delante. En la pared contigua, dos hombres occidentales, uno pelirrojo y corpulento, probablemente nórdico, el otro delgado y de tez cetrina, más enfadado que asustado. En la esquina opuesta, una figura oscura, envuelta en una túnica o en un hábito negro. No pude verle el rostro ni las manos, no sé si dormía o si se escondía.
      Al frente, sentados en sillas de madera, estaban dos hombres barbudos; el más viejo tendría unos cincuenta años, el más joven veinte, veinte y pocos. Ambos llevaban ropa local (pantalones largos y túnicas hasta la rodilla), chaquetas occidentales de estilo militar y pañuelos en la cabeza que bajaban por los hombros. Las dos Kalashnikov iban recorriendo la sala lentamente, como veletas automáticas. El más viejo nos estudiaba con lentitud e iba haciendo comentarios en un dialecto que no pude identificar, el otro respondía con risas y monosílabos.
      El hombre que me golpeó debía de tener mi edad, era alto y delgado y se paseaba por la sala hablando al teléfono en un tono autoritario.
      De la pequeña ventana cuadrada protegida por rejas entraban hilos de luz y voces que gritaban de lejos a otras voces.
      El hombre alto terminó la conversación y se acercó sonriendo.
      —Pueden llamarme Malik —dijo en un inglés bastante inteligible—. Soy yo quien manda aquí y deben respetarme porque soy yo el que va a matarlos.
      Se rio, caminó hasta la puerta y golpeó dos veces.
      Entró un muchacho que no debía de tener más de doce años, tenía un cántaro de barro y un vaso de plástico, y nos fue dando agua por turnos. Las manos temblaban, pero el muchacho sonreía, Ma'an, ma'an, repetía, inclinando la cabeza.
      Malik abandonó la sala para atender una nueva llamada, el muchacho lo siguió.
      En el rincón más oscuro de la habitación, la figura embozada se descubrió el rostro.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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