Jack se sentó con pesadez en la cama que Sam le había preparado en una esquina de su habitación.
—¿Y entonces cómo fue que recibiste el don? —preguntó.
—Siempre he sido capaz de verlos —contestó Sam—. Mi padre pensaba que hablaba solo, pero hablaba con Ellos siempre.
—Ésa, la de la cocina, ya había oído hablar de ti. No te conviene hacerte famita de conversador. Todos tienen cosas que decirle a la gente, ¿no es cierto? ¿A poco te quieres pasar la vida de recadero de los finados?
Sam se encogió de hombros.
—¿Y por qué ayudarla a ella? ¿Por su cara bonita? No vas a recibir ninguna satisfacción de una dama muerta —se burló grosero Jack.
—No es así —respondió Sam, con más enfado del que pretendía—. Me preguntó amablemente. No intentó asustarme ni nada. La voy a ayudar esta vez nada más.
—A los muertos no se les puede ayudar —respondió Jack—. Si quieres algo de compañía femenina te iría mejor haciendo lo que hizo tu viejo y acechando a las viudas en duelo.
—Mi padre conoció a mi madre cuando ella vino a enterrar a su padre —dijo Sam.
—Así fue, ¿no es cierto? —respondió socarrón Jack—. Entonces acepto mi error.
Sam no quería hablar acerca de su madre.
—¿Siempre has sido capaz de verlos? —preguntó.
—No —Jack se desató las agujetas y se quitó las botas, liberando con ellas un terrible hedor—. Mi primero fue un chico que decía llamarse Brownin’. Estábamos a la salida de un bar en las afueras de la ciudad. Hubo un pleito de borrachos por algo. No recuerdo qué. ¿Una chica? ¿Una apuesta? Algo. En fin, Brownin’ empezó a decir cosas que no debía. A hablar fuera de turno. Así que lo callé con mi cuchillo.
Jack sacó el arma. La empuñadura parecía sucia pero la hoja estaba tan afilada y brillante como el mejor cuchillo de pan de Sam. Jack lo sostuvo y lo miró admirado; con ternura, incluso.
—¿Lo mataste? —preguntó Sam.
—Todos estamos camino de la tumba —dijo Jack, encogiéndose de hombros—. Algunos vamos más rápido que otros, ésa es la única diferencia. Brownin’ iba aprisa siempre. Mi pequeña incisión simplemente fue un empujoncito más. Lo sostuve mientras la vida se le escapaba para evitar que gritara. Dicen que los que han estado cerca de la muerte tienen ese don, ¿no es cierto? Supongo que a ti te pasó por estar rodeado de todos estos tiesos.
—Supongo.
Jack resopló.
—En fin, que dejo caer a Brownin’ a la zanja. Y cuando levanto la mirada, ahí está parado. De nuevo está de pie. Me le voy encima pero esta vez el cuchillo lo atraviesa como si estuviera hecho de aire —Jack rió, pero Sam percibía que había terror en su risa—. No sé quién de los dos se veía más sorprendido, él o yo. Me decía una y otra vez: «Me acabaste, Jack. Me acabaste», una y otra vez. Eventualmente le dije que, si lo había acabado, entonces se callara. Y luego escuché ese ruido que todos escuchan. Fue la última vez que lo vi, pero desde entonces los veo en todos lados. Sólo con el ojo derecho. Al principio pensé: «Quizá pueda usarlos de alguna manera». Después de todo, un hombre que puede atravesar un muro debe de servir para algo, incluso si no puede abrir una puerta o cargar nada. Pero la cosa es que los fantasmas son muy egoístas. No quieren ayudarnos a nosotros. Sólo quieren que les ayudemos con sus necesidades básicas.
—Voy a salir —dijo Sam. No quería escuchar más.
Jack hurgó en su bolsillo y sacó unas cuantas monedas y las puso en la mano de Sam.
—Tráele algo a tu tío, ¿sí? —pidió.
—¿Como qué?
—Cerveza, whiskey, vino… no importa. Cualquier cosa que calme el aburrimiento de este sitio miserable.
Sam se guardó el dinero y bajó las escaleras. Le preguntó al Sr. Constable si le daba permiso de dar un pequeño paseo.
—Claro —dijo el Sr. Constable, con un guiño. Siempre parecía saber cuando Sam estaba por salir en uno de sus encargos.
Afuera, la calles estaban algo húmedas pero el aire estaba fresco y el cielo azul. Cruzó el puente de las vías del tren y se encontró con el fantasma del camisón en la escalera que llevaba a la iglesia; un sitio que elegía con frecuencia. Estaba suficientemente escondido como para poder conversar sin llamar la atención.
—Me llamo Viola —dijo ella—. Viola Trump. Gracias por ayudarme.
—Si esta vez hago esto, no puedes decirle a ninguno de los otros —dijo Sam—. No te dirigiré la palabra si es posible que alguien nos vea, vivo o muerto. Y tú tampoco debes hablarme.
—Sólo quiero que le recuerdes a mi Tom lo que dijo. Eso es todo. Dijo que me amaría para siempre y ahora está por casarse con mi hermana.
—¿Quieres que viva su vida en duelo? —preguntó Sam.
Viola hizo una mueca e inclinó la cabeza hacia un lado.
—No toda la vida —dijo lentamente—. Pero llevo apenas un mes de muerta y ya están comprometidos. Quiero que sepa cómo me hace sentir.
Sam siguió al fantasma colina arriba. Su papel como mensajero de los muertos lo había acercado a asuntos que no deberían ser competencia de un niño de catorce años. Una cosa más que lo distanciaba de los niños de su edad. Algunas veces se preguntaba si no tenía más en común con las almas perdidas que podía ver con el ojo derecho que con las vivas que veía con el izquierdo.
En la cima de la colina se detuvo para mirar el humo que emergía de la ciudad a la distancia. Londres era hogar de tantas almas amargadas. Viola lo llevó hacia Peckham Rye. Muchas carretas y carros pasaban sonando a su lado, camino del mercado. Sam y Viola dieron vuelta en una calle lateral hacia una zona de casas recién construidas. Caminaban en silencio. Eventualmente Viola señaló una y dijo con un gran llanto:
—Ahí. Mi Tom vive ahí.
Sam esperó a que dejara de llorar.
Cuando lo hizo, él tocó a la puerta. Un hombre con aspecto sombrío abrió. Era alto, con cabello rojo y un rostro pálido y pecoso. Usaba un traje, aunque ni el material ni el corte eran los de un hombre acaudalado. Se veía tan incómodo con la prenda puesta que Sam llegó a la conclusión de que era nueva, por lo menos para él. Por los quejidos y los lamentos que hacía Viola, Sam sabía que éste era Tom.
—Mi nombre es Sam Toop —dijo Sam—. ¿Estoy hablando con Tom Melia?
—Ése es mi nombre. ¿Te conozco? —respondió el joven.
—No. Vivo del otro lado de la colina.
—¿Vienes a venderme algo entonces?
—No, sólo le pido unos minutos de su tiempo.
—Me temo que es lo único que no tengo ahora. Voy tarde.— Dio un paso hacia adelante y cerró la puerta tras de sí.
—Quizá podamos hablar mientras andamos —sugirió Sam.
Tom parecía estar más sorprendido que molesto por la insistencia de Sam.
—¿Este negocio conmigo no puede esperar?
—Tienes que decírselo ya —lo animó Viola.
—Le quedaré agradecido cuando termine —dijo Sam.
—Bien. Aunque sólo estoy yendo a la iglesia y no está lejos.
—¿La iglesia? —preguntó Sam.
—Me caso hoy.
—¿Hoy? —exclamó y volteó a mirar a Viola.
—Por eso es que no puede esperar —dijo ella—. Tenemos que detenerlos.
—Pareces sorprendido —dijo Tom—. Si sabes que la gente se casa todo el tiempo.
—Sí, es sólo que… No querría molestar a alguien en su día de bodas —dijo, respondiendo tanto a Viola como a Tom.
—No sabía que tu intención era molestarme —dijo Tom, sonriendo—. Me hace dudar de mi decisión de permitirte acompañarme.
—Él prometió amarme —se quejó Viola.
—Perdón —dijo Sam—. Debe creer que soy un loco.
—Sí —respondió Tom—. La verdad es que sí.
El aguacero de la noche anterior hacía que Tom y Sam tuvieran que brincar los charcos camino a la iglesia; Viola, en cambio, los atravesaba sin perturbarlos y sin reflejarse en ellos.
—Qué bonito día para casarse —dijo Sam—. ¿Puedo preguntarle el nombre de la mujer con la que se casa?
—Su nombre es Perdita —respondió Tom—. No se puede imaginar una mujer más hermosa, honesta ni cariñosa.
—¡Esa golfa… Esa bruja traicionera! —masculló Viola.
—Es usted un hombre con suerte —dijo Sam, ignorándola—. ¿Cómo es que la halló?
—Conozco a su familia de toda la vida —admitió Tom.
—¿Y qué hay de mí? —exigió Viola.
—¿Fueron novios desde la infancia? —preguntó Sam.
—Yo… —vaciló Tom—. Nunca quise casarme con nadie más.
—Mentiroso —gritó el fantasma—. ¡Mentiroso!
—¿Nunca hubo nadie para usted? —preguntó Sam.
Tom se detuvo. Estaban parados en la esquina desde donde se podía ver el campanario de la iglesia, a unas calles.
—¿Ése es el negocio urgente que tenías conmigo? —preguntó, ya sin sonrisa en el rostro.
—No es que lo quiera interrogar —dijo Sam—. Pero supongo que cuando crezca quisiera hallar a mi enamorada. Me intriga cómo es que suceden esas uniones.
—Estuve comprometido con su hermana —admitió Tom.
Ya fuera por la juventud de Sam o por sus modales encantadores, no era la primera vez que convencía a un extraño para que abriera su corazón así.
—¡Ah! —dijo Viola, triunfal—. La verdad. Por fin.
—Pero pensé que dijo que siempre quiso casarse con Perdita —dijo Sam—. ¿Cómo es que terminó comprometido con su hermana?
—Fue una cortesía —dijo Tom—. Pero no siempre parece así.
—Una crueldad, más bien —dijo Viola.
—No entiendo —dijo Sam.
—Le pedí matrimonio a Perdita este día hace tres años —dijo Tom—. Sabía que sentía lo mismo, pero no se casaría conmigo. Me dijo que su hermana le había confiado que sentía algo por mí también. Juro que no hice nada para provocarla —Tom hizo una pausa, como si esperara un nuevo cuestionamiento. Sam no dijo nada—. Su hermana no estuvo mucho tiempo en este mundo. Toda la infancia la pasó plagada por dolencias, y Perdita sabía que le quedaban pocos años entre nosotros. Me dijo que si de verdad la amaba, que la olvidara e hiciera feliz a su hermana por el tiempo que le quedara.
—¿Lo obligó a amar a su hermana? —preguntó Sam.
Tom asintió solemnemente.
—Y lo hice. Por Perdita. Le dije a Viola que la amaba. Le dije que me casaría con ella. Envolví mis sentimientos y me convertí en un actor que interpretaba el papel del enamorado de Viola. Todos los días se me rompía el corazón de nuevo, pero Perdita tiene razón. Hice feliz a su hermana. ¿Fue algo bueno? No lo sé.
Los ojos de Sam miraron hacia Viola. Ella no decía nada, pero sus ojos dejaban ver que sabía que todo era verdad.
—Si mi opinión cuenta —dijo Sam—, entonces diría que todo suena como una bondad. Le dio una esperanza que nadie más le daba.
—Gracias —dijo Tom—. Sí que eres un joven raro, para decirme todo esto y en mi día de bodas nada menos, pero, por alguna razón, valoro tu opinión. No ha sido suficiente mantenerlo en secreto. Los chismosos dicen que soy un hombre veleidoso, cruel y superficial. Perdita y yo nos mudaremos en cuanto estemos casados. Empezaremos de nuevo.
Los tres continuaron el lento camino hacia la iglesia.
—Aquí estamos —dijo Tom—. Y no me has dicho cuál era todo el asunto que tenías conmigo.
—Ahora ya no parece importante —dijo Sam—. Permítame desearle lo mejor con su matrimonio.
—Buena suerte para ti al hallar a tu amor —dijo Tom.
—Todavía falta para eso —respondió Sam.
—Bueno, cuando suceda sólo espero que tu camino hacia el amor sea menos extraño y descorazonador que el mío.
Se despidieron con un apretón de manos y Tom enfiló hacia la puerta de la iglesia. Una brisa helada se alzó y agitó las ramas sin hojas de los árboles del cementerio.
Luego se escuchó un golpeteo, como ningún sonido terrenal, pero era uno que Sam había escuchado muchas veces antes. Era el sonido que los fantasmas escuchaban antes de que atravesaran el Umbral Invisible.
—Es para mí eso, ¿verdad? —preguntó Viola. Sam asintió.
—Me da miedo.
—Sí —dijo Sam.
No tenía palabras para confortar a Viola Trump. Estaba a punto de cruzar un umbral que la llevaría a un sitio que Sam no podía imaginar. No esperaba recibir ni agradecimientos ni mensajes.
Los muertos rara vez le agradecían su ayuda.
Traducción del inglés de Pablo Duarte