El Edén al este del celeste

Eduardo Espina

(Montevideo, 1954). Su obra más reciente es Libro albedrío (Rialta Ediciones, 2021).

«Allí estaba Jacob: con el slip celeste, color dedicado a Santa María», cuenta el narrador casi al final de «Jacob y el otro», obra maestra de Juan Carlos Onetti. «El que quiera azul celeste, que le cueste», dice el dicho incluido en libros que recopilan refranes, frase que Efraín Huerta convirtió en: «La que quiera azul celeste, que se acueste». A mí me gusta más que la original. Si bien a Diego Armando Maradona lo enterraron con una bandera albiceleste cubriendo el ataúd, no hizo referencia a ese color sino a otro parecido aunque no igual cuando afirmó: «Los dirigentes de Boca son más falsos que dólar celeste».

En «Responso a Verlaine», canta Rubén Darío, en cuya obra el celeste es color residente: «Padre y maestro mágico, liróforo celeste». En su Oratio de hominis dignitate, Pico della Mirandola escribió: «Si te topas con alguien esclavo de los sentidos, enceguecido por sensuales halagos, no es un hombre lo que tienes enfrente, sino una bestia. Si hay un pensador que, con recta razón, discierne todas las cosas, venéralo: es un animal celeste, no terreno. Si, por otra parte, hay puro contemplador ignorante del cuerpo, compenetrado totalmente en las honduras de la mente, ése no es un animal terreno ni tampoco por cierto celeste: ése es un espíritu más augusto; un espíritu revestido de carne humana. ¿Hay, pues, alguien que no admire al hombre?». 

Hay felicidad en los colores; curan a la mirada de sus ansiedades, porque algunas, podemos suponerlo, han de tener. La vida vagabundea por el corazón de los colores tratando de encontrar uno propio, cuanto más suyo mejor, aunque quizás olvidó que ya lo ha encontrado. De 1988 es la canción «La bengala perdida», de Luis Alberto Spinetta: «Por un color / sólo por un color / no somos tan malos / ya la cancha / estalla en nada». Sin siquiera necesidad de intentarlo, el comportamiento sirve a propósitos expansivos, que suelen ser los del instinto al intentarlo. En una cancha de fútbol, por el color de una camiseta con simbolismo explícito, que en ocasiones puede ser más de uno, el hincha da rienda suelta a su enardecida pasión, vecina con frecuencia de la irracionalidad. El pintor Paul Klee, quien vio ángeles nuevos —¡y estaban vivos!—, afirmó como si lo hubiera sabido a la perfección: «El color me posee, el color y yo somos uno». Sólo un país —lo hay— que desde su fundación permite ser poseído por un color en exclusiva puede sentirse dueño de tan excelente gama cromática.

La primera vez que me emocioné por ver al color celeste en acción, no jugaba la selección uruguaya de fútbol, cuya camiseta compatriota representa a un país y ha inspirado el título del libro (muy bueno) editado por el profesor Gustavo San Román, Soy celeste. Yo no estaba en un estadio gritando desde la tribuna rodeado de energúmenos con banderas patrias inquietas, sino en la butaca de un cine de barrio comiendo popcorn cuando el celeste me emocionó. Era el celeste del cielo mexicano de la frontera norte, tal cual aparecía representado en la película Vera Cruz (1954), dirigida por Robert Aldrich, gracias a la cual conocí a Burt Lancaster y Gary Cooper en la plenitud de sus formas. Fue la primera vez que pisé una sala cinematográfica, aunque en verdad no sólo la pisé, pues en su interior calefaccionado —en Uruguay siempre hace frío, incluso cuando la película sucede en el caluroso norte de México— pasé dos horas y pico sentado, embelesado por la música inasible de las balas de los cowboys que trataban de salvarse de lo que sea y que ya no recuerdo bien qué era, porque aquélla fue una era muy atrás de mi vida.

Cuando el cinemascope se puso a disposición del pensamiento visual, haciendo del detalle el triunfo de la paciencia durante el acto de la observación, el blanco y el negro pasaron a vivir de apuro en los cuadros bicolores de Franz Kline, permitiendo la entrada a la paleta de la realidad cromática de las restantes gamas, incluida la celeste, enviada como salvífica intermediaria a los cielos del Far West o Lejano Oeste, con su prístina intemperie de pérdidas y ganancias, ideal para ser vista con mayor nitidez de resolución en una amplia pantalla de cine, donde no cualquier color puede llamar la atención ni atestiguar la presencia de un poder anímico superior.

El celeste de cielos resplandecientes casi siempre del desierto, tal cual lo retrataron con óptima magia óptica los westerns de John Ford, Howard Hawks, Henry Hathaway, Delmer Daves, John Sturges, Anthony Mann, Robert Aldrich (pocos cielos tan deslumbrantes como los que aparecen en Apache y en la ya mencionada, películas celestiales), Raoul Walsh, Fred Zinnemann (man de los westerns como pocos), Sam Fuller y Sam Peckinpah (los únicos Tío Sam en los que confío), Robert Brooks (Los profesionales es sublime y también sus tersos firmamentos extendidos ad infinitum, que son los de la misma frontera estadounidense-mexicana que aparecen en Vera Cruz), Sergio Leone y Clint Eastwood, tiene una luminosidad de líquido aspecto similar a la de los mares amarillos del londinense Joseph Mallord William Turner (1775-1881), quien imaginó a los océanos del mundo rabiosamente amarillos, y con ese fulgor cromático sin atenuantes los transportó sublimados a sus cuadros (enormes como el Índico o el Pacífico, pero más profundos): la realidad histórica que hacía su aparición empezaba a ser moderna a partir de los colores, los cuales insinuaban su predominancia, incluso entonces, en aquel precoz Romanticismo que con varias formas de belleza predijo lo que hemos llamado «locura» moderna y que no es sino un nerviosismo exacerbado, una neurótica forma de estar a plenitud —o hacer el intento— en la existencia que algunos llaman vida, característica dominante de la historia, desde entonces hasta pasado mañana pasando por hoy con sus fechas completas.

El cielo del desierto —su invisible rigor cromático— protege la sequedad de la arena y promueve la aparición de espejismos de los que al ser humano le encantan, incluso cuando dejan de ser. Es un cielo al que de noche van a reflejarse camellos y beduinos. El cielo uruguayo, en cambio, oasis con nubes a cuestas, inesperada cúspide de cosmos sureño —habría que patentarlo—, resguarda el monopolio del color celeste, color oriundo, avasallante, porque nada menos neutro debe haber que el color de las alturas donde —también ahí— el país consigue tener existencia propia. Color protector, bueno para el ánimo. Serena, tonifica, inspira. Yo lo veo de tal modo, siempre y cuando la nubosidad variable permita contemplarlo de la más despejada manera.

En ese desenlace climático transita un país con sus ocupantes dentro, entre el gris de los cumulus nimbus y el celeste del cielo disputándose el sosegado protagonismo de la mirada por no sentirse perdida. El cielo es su mapa, su brújula, su gps en tercera dimensión. «Nunca vi un cielo tan celeste como el de Uruguay», dicen haberle oído decir un día a Octavio Paz mientras caminaba bajo el cielo grisáceo y contaminado de la Ciudad de México, donde residía (fue Enrique Fierro quien me contó la historia mientras caminábamos por la calle Congress de Austin rumbo a un bar que ya no existe, y Fierro tampoco).

Celeste descampado, donde vivir o imaginar diásporas y transmigraciones. Con héroes, nubes, polvaredas y villanos, resituó al universo en una intemperie ideal para hacer coincidir los anhelos, dejándolo al servicio del optimismo, por más que los apaches, sioux, navajos, cherokees, comanches, lakotas, o cualquier anónima amenaza con vincha, arco, flecha y a caballo estuviera cerca, como por aquel entonces casi siempre lo estaba. Eran tan buenas y convincentes muchas de esas películas clásicas, que hasta el celeste solitario del cielo corría peligro.

«El rojo es un momento en el tiempo. El azul es constante. El rojo se gasta rápido. Una explosión de intensidad. Se quema a sí mismo. Desaparece como las chispas encendidas que saltan hacia la densa oscuridad», afirma Derek Jarman en Croma, y a continuación se pregunta: «¿Fue el verde el primer color de la percepción?». Para quienes están por llegar al cielo cuando aún es de día, la percepción depende del celeste, no del verde, aunque lo hayan obligado a simbolizar la vida. Color para las alturas, el celeste es quizá el menos comestible de todos. ¿Hay alguna fruta de ese suave color? Que yo sepa, no, ni siquiera aquellas que disimulan su mustia condición con el camuflaje de la pérdida de lozanía.

Hay Casa Blanca, hay Casa Rosada. La mía es verde loro; la de mi vecino, no me acuerdo. Si hubiera una Casa Celeste correspondería a un hada universal que no necesita de un país imperial o latinoamericano para gobernar la realidad cotidiana. Sería en todo caso para el emperador de lo etéreo, cuyo reino no es de este mundo donde los seres vivos sufren, duermen y se aburren. Así pues, para los muertos está el negro, y para los vivos que se animan a seguir aunque no sea para siempre, existe el celeste, el cual con subliminales modales inculca la idea de ser el penúltimo de los colores, por más que luego nos enteramos de que el último jamás hace su aparición. Es una conjetura óptica, hasta para dejarse mirar. Celeste al rojo vivo.

Estaba en la casa de mi abuela cuando escuché por primera en una radio montevideana la canción que dice: «El Uruguay no es un río, / es un cielo azul que viaja» («Río de los pájaros», Aníbal Sampayo). Eso fue hace mucho. Hace menos tiempo, con mi abuela ya difunta (con ella murió la receta mágica de ravioles, blancos por fuera, verdes por dentro) y sin poder decirle, estaba en la puerta de un supermercado estadounidense, casi tan grande como el del poema de Allen Ginsberg
—aunque sin Walt Whitman ni García Lorca junto a las sandías— cuando al pasar oí decir a alguien con uniforme de multinacional: «Cuando recién salió al mercado, mucha gente se quedaba viendo la botella por un rato, como si dentro hubiera un cielo líquido» (comentario de un distribuidor en Dallas de la bebida Gatorade color celeste).

Celeste es un color. Céleste, película alemana sobre la vida de Marcel Proust (dirigida por Percy Adlon, 1980). Céleste Albaret fue la mucama del escritor francés durante los últimos ocho años de su vida, y fue a ella a quien Proust le dijo al terminarÀ la recherche du temps perdu: «Céleste, anoche he escrito la palabra fin». Celeste (2004) se llama la novela de V. C. Andrews (1923-1986), escrita en verdad por el «escritor fantasma» (en inglés suena mejor: ghost writer) Andrew Neiderman, el cual por propósitos exclusivamente comerciales utilizó el nombre de esa autora. Celeste es asimismo: la esposa del elefante Babar; una cantante soul británica de origen jamaiquino, Celeste Waite, admirada por Elton John, intérprete del tema «Hear my Voice», incluido en la película
The Trials of the Chicago 7 (2020); una actriz estadounidense de cine pornográfico llamada así, Celeste, quien entre 1992 y 2003 trabajó en cerca de ciento setenta y cinco películas y en todas apareció desnuda (una vez confesó que nunca sintió frío en un set, aunque en cada filme deambulaba siempre muy sin ropas); una marca estadounidense de
pizza congelada; Celeste Cid, actriz argentina; Celeste Carballo, cantante argentina (la bandera de Argentina no es de ese color únicamente, sino blanca y celeste, sin embargo, nadie le pone a su hija Blanquiceleste); y un modelo de la marca de automóviles Mitsubishi popular en la década de 1970. Celeste se llama un bar de Castelldefels lleno de historias a no ser contadas aquí y es, además, como decía al final del párrafo anterior, el nombre de una bebida refrescante (extraño, pues nunca antes había pensado que el celeste pudiera beberse, aunque ahora hay bebidas isotónicas rehidratantes de ese color, tipo Gatorade).

De la misma forma que Herman Melville habló de la blancura de una ballena ilusoria —una irrealidad verídica—, la metafísica del celeste refiere a una geografía poblada. Los nativos del Amazonas que hablan pirahã usan la misma palabra de manera indistinta para azul y verde. Para definir al rojo, negro y blanco usan símiles en lugar de palabras dedicadas específicamente para cada uno. Y al celeste, cuando los indios amazónicos ven el cielo, porque han de verlo, ¿qué palabra sin parecido con otras le otorgan?

Hay quienes afirman que Uruguay es un país gris. El celeste piensa lo contrario. Alterna su omnipotencia por la tonalidad de otros colores puestos a disposición para que el pensamiento, segundo hogar de la mirada, pueda elegir. Y casi siempre lo hace. Opta por aquello que le resulta mejor. Restaura bienestares, orgullos de prolongada duración, anhela para la mayoría confines confortables. Hay quienes afirman, también las novias vestidas para las nupcias y los escolares con sus no siempre aseados guardapolvos, que el blanco combina bien con cualquier color disponible. El celeste, en cambio, impone su transparente espectro, su aspecto absoluto; ayuda a fortalecer la paciencia. Es la serenidad del tiempo al mismo tiempo. Sólo hay que levantar la vista para comprobarlo: viaja sin modificar su empeño, sabiendo que nunca podrá ser neutral, qué va, ni siquiera cuando se pone de moda o ya lo estaba, y es elogiado por estar presente en la indumentaria de alguien convertido en diseño de una apariencia. La celebridad del celeste es una historia aparte, vorágine visual de una placidez a la cual engalana. Si el verde simboliza la vida, el celeste es la vida cuando quiere tener ese aspecto. Defiende a los buenos espíritus, y a los malos, que los hay, les pide que se marchen, que elijan un color diferente. Los invita a desertar.

El celeste coexiste tolerante con los demás colores que andan en la vuelta y no han podido ser separados de la vista, aunque el celeste prefiere quedarse, ensimismarse, permanecer entero entre causas y efectos, incluso luego del hoy con su fecha específica. Por eso, sin tener la obligación de explicarlo en voz alta (o baja, tal como se cantan los boleros), el celeste acepta la edad que el mundo le ha otorgado y que es la del tiempo que apenas comenzó. Talismán para alimentar a la mente, tiene la importancia de una naturaleza de la cual provienen unas cuantas restantes, y hasta una combinación nueva de temperaturas visuales, una limpia nitidez de esas que siempre quedan bien en cualquier época y lugar. Su importancia tiene vigencia en invierno, apenas el frío llega, y en verano, cuando la luminosidad de paso es una de las inspiradas funciones de la intemperie.

El celeste decora con persistencia su claustro en la trascendencia. También en la transparencia. Es la esencia de una dimensión sin contingencias ni similitudes, a la cual el espíritu representa en los vaticinios de la cotidianidad al desnudo, allí donde la conciencia gana confianza y prefiere escapar, o bien quedarse, y aceptar gustosa la imagen que devino y por la cual se anima a ser la voz visual del silencio. Ese color vino a dar aliento. Si uno lo mira bien, dice «hurra». En justa dosis, el celeste, con su resplandor exiguo e imparcial, alegra la adrenalina del alma, dándole la confianza necesaria para que pueda suponer hasta lo imposible cuando se hace visible y amaga con permanecer. Algún día, cuando ninguna química artificial sea del todo suficiente, y más bien insuficiente, la medicina recomendará recurrir al celeste y declararlo «color oficial de los mejores estados de ánimo» para, entre otras cosas, refutar la afirmación del poema de Lupercio o Bartolomé Leonardo de Argensola: «Porque ese cielo azul que todos vemos / ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!». Pero el poema se equivoca: la belleza del celeste es una verdad grande. Un mastodonte unicolor.

Al celeste, la vida nunca le queda grande. Celeste, aunque cueste y sea cuesta arriba. Y lo que está de moda, cuesta. En boga se puso pintarse las uñas con esmalte celeste. Ayer vi a tres mujeres jóvenes entregar sus manos a ese color que, cuando lo toman en serio, nunca anda a los tumbos. Y menos por alguna zona del cuerpo, así sea la más móvil y visual de todas, como son las manos. También he visto, y no hace mucho, cabelleras teñidas de color cielo. Si esto sigue así, pronto las pelicelestes (que serán blanquicelestes) sustituirán a las pelirrojas. Hacia ese mundo en transición cromática va la humanidad sin lazarillo delante. Con tener ojos celestes no es ya suficiente. Habrá bancarrota de estereotipos, y de tipos dispares de decorar al cuerpo, cada vez con mayor libertad a la hora de quedar ornado.

Celeste, color equipado para el apaciguamiento, para explicar la recatada coherencia que ahí radica y no en los colores restantes. Su docilidad no es un afán extraviado: hace lo que se le pide. Para calmar a los hijos cuando son demasiado pequeños como para inyectarles una dosis alta de Valium 10 o del opioide que tomaba Michael Jackson, los padres les pintan el cuarto de color celeste, haciéndoles creer a las inquietas criaturas que están durmiendo protegidas por un cielo interior, profundo y narcotizado, situado a medio metro de distancia de todo, a unos milímetros del más celestial sueño del cromatismo.

El alma (el espíritu hace lo mismo), incluso cuando no cumplió aun la mayoría de edad, se comunica con lo profundo de su intimidad, haciendo de su no supervisable naturaleza la pócima indicada para contrarrestar con éxito, de la misma manera que lo hace un bolero mexicano, ansiedades, perfidias y nerviosismos, todas las repetidas imperfecciones de la condición humana. A esa dimensión sin nombre propio añade su sostenida y tan bien disimulada intensidad. Hasta para eso es eficaz el color celeste, prestándose a emocionar sin medias tintas al espíritu cuando se hace pasar por sentimiento. Mediante ese no tan ubicuo color, los uruguayos decimos cuánto somos, sin tener que decir lo que pensamos.

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